Luis Linares Zapata
La torpe versión oficialista

La anunciada caída del general que quiso gobernar en su cautivo y secuestrado Morelos no trajo el caos, ni siquiera una parálisis de consideración como tanto anunciaron él mismo y los voceros oficiosos del poder. Frente a la versión que se propala de inminente ingobernabilidad propiciada por la intransigencia de partidos de oposición, ávidos de destruir y no colaborar en la paz y el desarrollo, se levanta otra visión de las cosas ocurridas allá. En esta manera de ver lo que entorpece la ruta normal y productiva de los asuntos públicos, entra en escena la pretensión del vetusto centralismo autoritario para seguir sosteniendo o designando, en atención a los intereses atrancados del sistema, a las figuras y programas que deben dominar el ámbito colectivo.

La culpa de lo que sucedió en días pasados en Morelos, según viene rezando el esfuerzo difusivo que se empuja desde las esferas de decisión establecidas, es la incapacidad de esos irresponsables opositores para configurar acuerdos y actuar con rapidez, pues son movidos por el solo prurito de denostar y contrariar. Se trata de mostrar cómo, un Congreso plural, donde ninguna fuerza por sí misma puede dominar el escenario o coordinar las acciones colectivas, se comporta como una entidad caótica y no puede llevar a cabo sus tareas.

En el fondo de esa tramposa manera de presentar los hechos se perciben varias premisas negativas que apenas se ocultan. Una que ataca a la actitud democrática misma por encerrar horrores tales como darle el poder a la izquierda protestataria, que es el sinónimo de anarquía. Otra es la especie, no bien formulada, de que fuera de lo conocido (léase PRI), por malo que sea, todo es desorden e ineficiencia. Y la campaña se hace no sólo con vistas a lo que ocurre en Morelos, que no les preocupa tanto a los hombres y mujeres de la llamada élite gobernante, sino por lo que bien puede suceder en el 2000 de todas las premoniciones derrotistas.

Pues para bien del curso indetenible de la transición no prevaleció tal intentona oficialista. En cambio, se condensa la creencia, bien fundada, de que lo que se atoró fue una forma caduca de tomar las decisiones con base en un reducido círculo de enterados mandos cupulares.

La caída de aquellos mandatarios locales que eran ya disfuncionales se decidía por entero en Los Pinos. En preciso por la intervención de sus ocupantes del momento. A este selecto grupo se les unían algunos representantes de las fuerzas reales que se veían afectados o cuyo desenlace pudiera usarse para rescatar o prolongar sus privilegios. En especial intervenía el mandatario saliente para velar por sus espaldas cargadas de oprobios, dineros o sangre. Pero si la impunidad estaba garantizada, como casi siempre sucedió, entonces se veía por los grandes y pequeños intereses creados de su grupo y patrocinadores.

En el específico caso que nos ocupa, el oficiante central fue el aspirante Labastida y sus operadores especiales. Pero Carrillo Olea nunca estuvo al margen, maniobró hasta en la forma de redactar su etérea licencia, no digamos para dejar detrás de sí a un incondicional. Por último, estuvieron los aporreados priístas del lugar que vieron hundirse a uno de los suyos enviados para el reemplazo. Al final y en buena hora, la Segob no pudo conducir el proceso, menos aún hacer prevalecer con sus improvisadas decisiones a la coalición de apoyo morelense a Carrillo que se venía expresando con profusión y recursos del erario.

Y no pudo, fundamentalmente y a pesar del complejo difusivo descrito, porque se tuvo enfrente a una densa y novedosa realidad: la sociedad organizada. Y no pudo porque a pesar del trabuco donde todavía intervienen actores poderosos, se chocó contra la beligerancia de la cultura ciudadana como una realidad activa que dio fundamento y energías a los partidos y fuerzas de oposición.

La tardía reacción del poder establecido facilitó la rebeldía y la solución tal y como se dio. No fue la mejor alternativa, es cierto, pero era la posible para no caer en la trampa de la inacción torpe o la ambición desmedida. La cordura se impuso y la política sigue su rumbo ascendente dejando a su paso las tenebras continuistas, las acciones viciadas y las miradas torpes.