La Jornada miércoles 20 de mayo de 1998

Sergio Ramírez
El hombre que no fue

Santo Domingo. Bajo el sol tórrido del medio día de mayo, entre las arboledas que rodean el Estadio Olímpico de Santo Domingo, la gente se acerca en grupos, muchos vestidos de blanco, como a un partido de domingo. Sólo sorprende el silencio. En las veredas de acceso al campo, los vendedores han instalado sus tenderetes para ofrecer cocos, naranjas, caña de azúcar, pepitos de jamón y queso y empanadas. También como en un partido. Y fotografías de José Francisco Peña Gómez.

Las graderías están desiertas, pero en las puertas se agolpa la muchedumbre que los activistas de brazalete reparten en filas de hombres y mujeres por separado, y las columnas serpentean por el campo, en un lento y paciente avance, hasta el toldo del centro, donde esperan acercarse para pasar frente al féretro que se vislumbra entre las flores. En los altoparlantes, una vieja grabación deja oír la voz del líder muerto que declama, con voz de locutor de radio en la que cuida de marcar las entonaciones, un largo poema; a lo mejor inspiración suya, que narra un combate entre ingleses y franceses. Suena extraña esa declamación. Todo el mundo escucha mientras prosigue el avance. Hay gente de todas las edades, gente pobre, de los barrios, empleados de tiendas, de oficinas, de bancos. Muchos arrastran sus silletas, y se sientan cuando la columna se detiene.

Conducido a través de atajos, entre el gentío, he llegado hasta el toldo donde Peña Gómez yace en el féretro abierto vestido de blanco. La corbata es quizás celeste, o rosa pálido. Unos ventiladores avientan un escaso aire frío en el ambiente congestionado donde reina el olor a flores de velorio. Su rostro color de ébano parece disolverse, hundirse, desaparecer en la almohada funeraria.

La última vez que nos vimos fue hace tres años, en sus oficinas de la Internacional Socialista en Santo Domingo, una tarde solitaria, recién pasadas las elecciones que había perdido frente a Leonel Fernández, uno de esos momentos en que a los candidatos derrotados sólo los rodea la soledad y toda algarabía parece haber huído a un territorio lejano. Pero en sus palabras ahora reposadas, lentas, por encima del cansancio de la campaña y el trabajo devastador del cáncer, afloraban las ganas de seguir peleando. Otra vez tenía que ser candidato, así buscará la salud perdida en los hospitales de Cleveland o de Nueva York, o entre taumaturgos y magos de la China o de la India.

Entonces, en aquella soledad, se me reveló más nítida que nunca la figura trágica de este hombre que ahora era velado en olor de multitudes. Luchó desde abajo, desde la pobreza y desde el estigma de ser señalado como hijo de inmigrantes haitianos, un valladar siempre en su camino, y se abrió paso, a través de disensiones y cismas, hasta la cumbre de un liderazgo indiscutido, forjado en la base popular, de la que venía. Pero perdido en los meandros de las luchas por el poder, nunca pudo conseguir lo que siempre ambicionó, ser presidente de su país. Se vio postergado en su propio partido por figuras que siempre supo valían menos que él, fue víctima de artimañas, fraudes electorales urdidos desde el palacio presidencial por Balaguer, el anciano ciego sucesor de Trujillo, y perdió sus últimas elecciones, que estaba destinado a ganar, ya marcado por su sino de imposibles. Entonces erró el golpe: hizo una campaña feroz, a su manera, contra Balaguer, que no era candidato, y descuidó el portillo por donde se coló su verdadero contendiente, Leonel Fernández.

Trágico. Murió como candidato a alcalde de Santo Domingo, una postulación que se vio forzado a aceptar, ya al borde de la muerte, para evitar fracturas en su partido, y tuvo que pasar por una campaña de mítines bajo sol y lluvia, como aquéllos de sus mejores tiempos, una sombra de la estampa atlética que antes se había visto subir con paso enérgico las mismas tribunas para pronunciar sus discursos incendiarios, que ahora ya se apagaban.

``¡Ay, Dios mío, quién viera a Peña antes y lo ve ahora!'', exclama, desconsolado, un hombre que baja por la rampa apoyado en su muleta, después de haber pasado frente al féretro abierto. Bajo la gorra, el hombre tiene cara de tipógrafo, de esos que ya no existen. La gente del pueblo sigue avanzando en filas interminables que se enroscan y desenroscan.

Llega la noche calurosa, y en los barrios viejos de Santo Domingo hay velas prendidas frente a cada casa en las aceras, un rosario de velas que brilla en la oscuridad en recuerdo del hombre que no fue. Nunca fue presidente, pero ahora lo sienten más suyo, y no van a olvidarlo.