Lo único obvio es que los pecados se pagan. Salvo que los pagan, más a menudo de lo que la moral cristiana supone, aquéllos que no los cometieron. Y así después de tres décadas de una dictadura vergonzosa, en los últimos días llegan a más de quinientos los muertos en las manifestaciones callejeras contra el régimen de Suharto. La única culpa de los habitantes del archipiélago indonesio --si es sensato hablar de culpas refiriéndose a un pueblo entero, y tal vez sí, pero el asunto tiene muchos rebordes y costados-- es de haber tolerado décadas de robos y retórica patriotera, miseria y opulencia, operetas cortesanas y comedias democráticas, corrupción y nepotismos descarados.
Pero una lógica de crimen y castigo no es adecuada a describir la tragedia indonesia de estos días. El problema es otro y es doble. De un lado está la crisis de credibilidad de un régimen que, en más de tres décadas, no prodigó ni bienestar ni democracia. Del otro, la increíble complicidad con la cual a lo largo de mucho tiempo Occidente, y Estados Unidos en especial, apoyaron a un régimen en el cual (se estimaba) cualquier ayuda proveniente del exterior iba a engrosar los bolsillos de la familia Suharto y sus allegados en por lo menos una tercera parte de los montos involucrados. Una inmensa cantidad de riqueza escapada de sus usos oficiales y sobre la cual Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial cerraron los ojos por años porque el régimen indonesio era una garantía de estabilidad política. Suharto y su abundante prole robaban, corrompían a los corrompibles, encarcelando o asesinando a los demás, mientras ni el FMI o el BM sintieran siquiera la necesidad de poner cara de asco. Un país estratégico y doscientos millones de habitantes fueron por mucho tiempo razones suficientes para un encubrimiento que fue en realidad una connivencia.
Y ahora que los estudiantes indonesios deciden que vale la pena jugarse la vida para eliminar esa vergüenza colectiva que se llama Suharto, todo o casi todo vuelve a asumir sus dimensiones reales después de décadas de ficciones económicas y mistificaciones políticas. Lo que queda es un sistema político sin partidos reales, una profunda desconfianza entre sociedad e instituciones, una incómoda, y obviamente peligrosa, centralidad del ejército y varios monumentos al consumismo de minorías opulentas. Y ahora, a reconstruir: el beneficio de la estabilidad política por más de tres décadas se pagó a un costo elevadísimo y el tránsito entre la modernización autoritaria y un futuro incierto se paga ahora aún más caro: quinientos muertos hasta este momento.
Como enseña la experiencia asiática de fin de siglo, los regímenes autoritarios que quieran ser instrumento de desarrollo deben reunir por lo menos dos características: la capacidad para reformar sus estructuras burocráticas hasta convertirlas en instrumentos eficaces y confiables de la política económica y una voluntad de transformación estructural proyectada sobre todo hacia la agricultura y las pequeñas y medianas empresas. A estas dos condiciones, autoritarismo político y mejora en las condiciones de vida de la gente pueden (por un tiempo nunca predecible) convivir. Pero Indonesia es otra historia; ahí la corrupción e ineficacia de la administración pública han convivido con políticas económicas poderosamente influidas por las oligarquías locales. Resultado: descreimiento de la sociedad hacia las instituciones y miseria. Y ahora violencia, furia y muerte. La némesis del modelo (que desgraciadamente lo es) de la modernización autoritaria.
Hay algo que muchos aprendices del Fausto siguen sin entender en distintas partes del planeta. La modernización autoritaria, para poder funcionar, requiere condiciones que son dramáticamente escasas en el mundo real: Estados con una burocracia eficaz y socialmente creíble y líderes capaces de imponer las razones generales sobre las razones específicas de las oligarquías poderosas de sus países. En el siglo pasado no eran lo mismo el prusiano Bismarck respecto al voluntarioso Alejandro, zar de todas las Rusias. De la misma manera que en este final de siglo no son lo mismo Lee Kuan Yew de Singapur respecto a ese deplorable remedo autocrático que es Suharto.