La Jornada Semanal, 17 de mayo de 1998
La lengua castellana para los catalanes --igual que para nosotros los latinoamericanos-- siempre será un idioma adquirido. El inglés que para los ingleses es producto de un cambio lento y de larga tradición, para los sudafricanos, los canadienses o los irlandeses es, en cambio, "una voz donde están acorraladas las palabras, una lengua a la vez familiar y extranjera que no puede pronunciarse ni escribirse sin tribulación espiriritual", como dijo, a través de Stephen Dedalus, Joyce. De esta fricción entre mente y lengua, cuyo halo de extrañeza invade la mejor prosa de las mujeres que escriben contra una tradición, habla aquí Nuria Amat, autora de la novela La intimidad
¿Por qué hablo en el idioma que hablo? ¿Qué lengua permanece cuando escribo? A menudo suelen hacerme esta clase de preguntas. ¿Por qué siendo catalana escribo en castellano? Preguntas que si quiero ser sincera no puedo contestar rápidamente porque la verdad más aproximada al hecho de que siendo bilingüe haya decidido escribir en castellano guarda relación con mi historia personal y con la historia de mis orígenes familiares. La biografía de cada escritor es única. Y el idioma de escritura depende casi siempre del idioma o idiomas de su vida o biografía.
Así pues, soy hija única de una familia catalana de tres hermanos tocada por una suerte de tragedia. Mi madre muere cuando yo he cumplido apenas los dos años y aún no me ha sido dada la posibilidad de aprender el abecedario del habla. Este traspiés familiar determina mi vida y sentencia, si cabe, todavía más, mi literatura.
Al morir mi madre, yo, que aún no hablo, me quedo sin el lugar del habla. Me roban la memoria. Dicen que mi madre era catalana. Que el catalán es la lengua de mis padres. Que así era como hablaba ella, si es cierto, y yo decido creer la historia de que algún día tuve madre. La duda externa me enmudece y cuando por fin me decido a hablar y a soltar algunas de las frases necesarias, lo hago en castellano, en el idioma de mi no madre, el otro idioma. Un idioma interior para la familia. Una familia que se jacta de ser sencilla y profundamente catalana.
Recuerdo de aquel entonces su voz enmudecida, unos ojos huraños y apretados y una enorme rabia contra la vida, la muerte y la casa de mis padres.
Recuerdo la vergüenza del habla. Cuando voy a hablar, las palabras explotan en mi boca y se escurren como lagartijas. Soy una niña tartamuda. Dicen que cuesta entenderme. Cuando, al fin, consigo hablar lo hago, claro, en castellano. El idioma que una auténtica familia catalana no deja de considerar también como el idioma de Franco, el idioma de los españoles, el otro idioma, el impuesto y casi ajeno. Cuando hablo, consigo que mi padre y mis hermanos me hablen también en castellano. El idioma del desacuerdo familiar, de la rebeldía contra la zancadilla del destino. El idioma de la escuela, por demás, de una escuela como todas entonces, sometida al régimen del general Franco. El idioma de la orfandad absoluta.
En mi casa nunca se habla de Franco. Es un nombre viejo, la sombra negra de nuestro álbum doméstico. Una especie de estrambótico y lunático inquilino cuya existencia conviene ignorar por si fuera el caso.
Yo hablo, cuando consigo hablar, el idioma de la calle. Mi madre ya no vive en ese idioma. En este idioma mío, de mi madre sólo queda el agujero negro de su desaparición. En mi idioma la muerte de mi madre deja de ser una celebración doméstica o el altar sagrado de la adoración perpetua. El idioma importado me excluye de esa clase de conversaciones familiares. Me rebelo, entonces, contra el idioma de la madre ausente. No se trata de una decisión premeditada. Mi lengua se niega a festejar la ausencia repetida de la gran desconocida. Y en esta oposición todavía permanezco. Una oposición que va más allá de la pertenencia o posible pertenencia a un idioma. Una oposición a cualquier tipo de pertenencia de lengua o territorio.
Mi castellano, o español, o como decidan llamarlo, no es un castellano amable. Es un castellano duro y antipático. En la intimidad, a veces resulta también muy tierno. Es el idioma tosco del expatriado. Y soy muy testaruda. Consigo casi todo lo que me propongo. Pareces hija de castellanos, pareces maña, oigo decir como una reprobación.
Y yo me siento bien en ese exilio fraudulento de idioma castigado. La orfandad es una especie de exilio involuntario. En ese espacio de orígenes dudosos me gusta inventar palabras. Sólo las palabras inventadas son capaces de aliviar esta tristeza de falta de palabras. También me gusta jugar, a escondidas, con los distintos acentos del idioma español o castellano. Mi lengua es impura y a mí me gusta oscurecerla todavía más. Por otro lado, me avergüenza un poco no hablar bien el catalán ni tampoco el castellano. Escribo en secreto en este idioma áspero, difícil, y bastante inconfortable. Un idioma que voy haciendo mío a medida que crece mi escritura. El idioma que poco a poco consigue separarme del idioma incomprensible de mi madre.
Tengo miedo a hablar. Un miedo que ensombrece mis palabras y las comprime y paraliza en el borde de mis labios. Cuando voy a hablar, algo irrefrenable se dispara en mi cabeza para recordarme mi color de orfelinato. Y entonces, en lugar de voz, son lágrimas lo que se empeña en salir de mis labios asustados. Lágrimas como palabras rabiosas o infectadas. Por eso callo casi siempre. Disimulo así la ausencia del habla de mi madre abandonada.
Esta madre catalana que no tengo se me ha comido el habla. Entonces, casi muda o tartamuda voy buscando por ahí un idioma en el cual, además de reconocerme, pueda denunciar a los cuatro vientos la ausencia de madre abandonada.
La ciudad en donde vivo, Barcelona, es la ciudad de dos idiomas. El idioma catalán, por un lado, y el otro idioma, el español o castellano. Siempre hay quien no encuentra justa en la balanza esta división de lenguas que algunos tildan de arbitraria. El castellano es, además, el idioma del inmigrante, del otro catalán, el idioma de los desheredados, y es también el idioma de una parte de la burguesía que, al menos en la apariencia, sigue congeniando con el espíritu desastroso de Franco. Aunque exista ciertamente otra burguesía catalana que defendiendo el idioma catalán tolera el espíritu endemoniado de Franco.
Mi castellano tiene aire de idioma oprimido y abandonado. A fuerza de usarlo se va convirtiendo en el idioma de mis libros, de mis lecturas preferidas, es el idioma de todos aquellos libros censurados por el régimen franquista y que nos llegaban en cargamentos sudamericanos. Toda mi ansia de lectura se encuentra en este idioma castellano. En casa, porque entonces vivo todavía en la casa de mi padre, hay dos bibliotecas, la mía, en castellano, y la biblioteca catalana de mi padre. Una biblioteca suntuosa. Hermosa y admirable.
¿Mi biblioteca es española? No podría asegurarlo. Ni hoy tampoco me siento capaz de poner mi mano en el fuego para asegurar que cuando hablo o cuando escribo (pues sigo escribiendo en español o castellano) yo utilizo en verdad el auténtico idioma castellano.
¿Cuándo un idioma es auténtico? ¿Cuando se apodera de ti, o bien cuando tú te apoderas del idioma? ¿Qué es escribir en un idioma auténtico o verdadero?
De algún modo, tengo que llenar el espacio del habla de mi madre abandonada. Dispongo para ello de otra lengua comodín, una lengua huérfana, una lengua sin madre, tal vez. Una lengua que a fin de cuentas se me parece bastante. Para escribir elijo el idioma de madre abandonada. Se me dirá que esto no es un idioma ni es nada. Pero esa nada es también el espacio desconocido de mis orígenes. La lengua de madre abandonada es mi auténtica lengua de escritura. De niña me gusta soñar que he inventado un idioma y es verdad que desde entonces ahora cuando escribo tengo la impresión o la necesidad de estar inventando siempre mi idioma particular de madre abandonada. Se me repetirá que esto no es una lengua. Y yo seguiré insistiendo que esta es mi lengua de escritora. Una lengua híbrida, seguramente, una lengua bastarda. Hay quienes la llaman literatura española o castellana. Ahora en Cataluña hay también quienes quieren llamarla otra especie de literatura catalana.
Me siento afortunada de poder desenvolverme en una y otra lengua. ¿Qué idioma me pertenece más? Seguramente el español (o castellano) porque, además de sostenerme en un mundo desmembrado, me ha permitido nadar contra corriente. Debo sentirlo más apegado a mi literatura porque en el contexto de mi nacimiento debió ser el español mi lengua extranjera, siendo el catalán ausente mi idioma de madre abandonada y yo no concibo otra forma de ser escritora sin el deber de escribir en una lengua de lo extraño, de lo huidizo, de lo oculto e irreconciliable.
Para un escritor, y más si es una escritora, todas las lenguas son igualmente injustas. Todas son, por principio, lenguas tan autoritarias como limitadas. Cada escritor (y con más razón una escritora) sueña con encontrar una lengua diferente de escritura, su lengua personal que le permita desentrañar sus abismos y silencios puesto que para el escritor, y más aún para la escritora, la lengua de escritura siempre es extranjera.
Desde el momento en que adquirí conciencia de que yo era escritora o no era nada en absoluto, he oído hablar de las sucesivas crisis de las vanguardias. ¿Dónde se encuentra ahora la vanguardia literaria? Por supuesto, esta no es la pregunta propia de una inconformista de la palabra que es como pretende ser mi lengua sublevada de escritora. La ensayista Marthe Robert lo anunció no hace mucho tiempo: ``En literatura, lo nuevo calla'', dijo discretamente. Si el ruido, el descaro, el escándalo, la desfachatez fueron los distintos maquillajes de los creadores vanguardistas, el silencio, el secreto, la ocultación y el exilio obligado o voluntario parece que son, seguramente, las máscaras de muchos de los creadores contemporáneos.
La literatura de vanguardia, o si se prefiere, la literatura moderna se encuentra a poco que busquemos en el territorio de lo extraño, lo diferente, lo inclasificable, lo riguroso, lo extranjero. La literatura moderna sobrevive en el silencio de los escritores desterrados. En el silencio de la palabra ensordecedora de los escritores suicidas o exiliados. En la oposición de algunos escritores y escritoras que convierten la escritura en instrumento de existencia y que asumen en la escritura su condición de mujer, suicida, judío, árabe, negro, turco, homosexual o hispano. Que contemplan la escritura como asunción literaria de ese ser diferente a la literatura y lengua establecidas. Una condición de suicidas y de huérfanos. Escribir es autoexiliarse, en cierto modo. Y me pregunto si no habrá en todo escritor huérfano un posible desterrado. Y si en un escritor desterrado no se estará gestando un posible escritor o escritora suicida.
La suma de orfandad y bilingüismo que padezco como un regalo de santos y demonios ha situado mi vida de escritora en una especie de limbo de la literatura. Yo suelo calificar ese espacio de sótano, desván o carbonera. Desde allí puedo sacar al aire mi biblioteca interior. Puedo dirigirme hacia dentro en lugar de perderme hacia fuera. La ciudad donde vivo, Barcelona, me permite esa clase de retiro literario. Es mi ciudad de las palabras. Y, además, cuando hay dos idiomas posibles, la ciudad puede convertirse a veces en un saludable encierro literario.
Pero no todo es así de simple ni sencillo. En los años setenta, a punto ya del cambio democrático, se me ofrece la posibilidad de publicar el manuscrito de mi primera novela en una editorial catalana, la de mayor prestigio por aquel entonces. La condición es que mi novela escrita en castellano la escriba nuevamente en idioma catalán o bien conceda las disposiciones oportunas para mandar que la traduzcan. Algunos escritores lo hacen. Por supuesto, no se trata de una imposición. Se trata, simplemente, de una buena y muy buena posibilidad de ser publicada. El catalán ha dejado ya de ser una lengua perseguida. Por aquel entonces, en Cataluña son bastantes los escritores que escribiendo un dudoso catalán y un no más afortunado castellano se van convirtiendo en escritores y novelistas catalanes. En mi caso no me parece una estrategia a tener en cuenta. La considero como una castración de mi alma de escritora y prefiero abstenerme de publicar en esas condiciones. De algún modo, debo seguir siendo fiel a mi lengua de madre abandonada. Es mi lengua literaria, mi lengua de escritura, mi identidad de escritora. No hay que olvidar que muchos de los mejores novelistas españoles de aquella época son autores catalanes que escriben en castellano. Juan y Luis Goytisolo, Ana María Matute, Carmen Laforet, Juan Marsé, Ana María Moix, por citar solamente unos cuantos. Además, estamos en plena erupción del boom de los escritores hispanoamericanos que viven en nuestras casas y trabajan en nuestras editoriales. Sin embargo, para publicar más libros elijo editoriales ínfimas y marginales. Interesantes y hermosos proyectos condenados casi a la desaparición inmediata. Entre ellos una editorial feminista (la única), y una ácrata no menos minoritaria. Es una forma de oponerme. De cuestionarlo todo. De proteger mi propio espacio literario.
A decir verdad soy una escritora desterrada. Muy barcelonesa para sentirme cómoda con el nacionalismo catalán que ya empieza a lanzar sus primeras puyas y demasiado huérfana para cambiar de ciudad y tratar de cambiar de ese modo mi literatura.
Lo cierto es que viajo bastante. Después mis viajes más largos se van haciendo sedentarios y viajo a través de la literatura. Ya he perdido gran parte de aquel mutismo estrafalario. Me gusta discutir, polemizar y me entrego a ello ya sea con los autores vivos como con los autores muertos que leo y sigo releyendo. En plena década de los ochenta el gobierno catalán impone el criterio de negar la cultura catalana a los escritores catalanes que persistimos en escribir en español o castellano. Lo paradójico es que cuanto más se ofusca el gobierno nacionalista en imponer esta absurda normativa, más nos reímos nosotros, los escritores catalanes que, al parecer, escribimos libros extranjeros. No sólo parece traernos sin cuidado que se nos margine de un país y de una cultura que nos pertenece de lleno sino que hasta nos mostramos entusiasmados con la idea. Como las reses nos segregan en dos bandos, el catalán y el castellano. Con todo, al cabo de los años, tanta risa nuestra va descorazonando al gobierno nacionalista catalán que poco a poco se vuelve más generoso al respecto. Ahora, quienes vivimos aquí pertenecemos todos a la cultura catalana. Ese cambio no impide que los escritores sigamos sufriendo sanciones indirectas. Por ejemplo, es raro que un escritor catalán que escriba en castellano aparezca en la televisión autonómica. Pero también es verdad que la televisión es el medio antiliterario por excelencia. El más banal de los medios paraliterarios.
Los responsables culturales del gobierno catalán actual insisten en separar las dos literaturas autóctonas. Yo sigo sin estar de acuerdo. ¿Cómo voy a dividirme por en medio? ¿Qué parte de mi aliento interior pertenece al aire catalán o castellano? En mi intimidad viven dos lenguas, hijas seguramente de madres distintas, contrarias o bien complementarias y, luego, está mi lengua de escritura que es la hija pródiga, o la hermana mestiza de ambas. En mi casa se hablan las dos lenguas. En mi relación con los otros, amigos o conocidos, conversamos en las dos lenguas indistintamente, ininterrumpidamente, mezcladas entre sí en la conversación social y sin conciencia alguna de este cruce constante del habla. Como si en Barcelona todos fuéramos escritores porque los escritores somos, sobre todo, huéspedes del idioma. Escribir es transitar por un idioma prestado. El escritor toma prestado un idioma, o varios de ellos para escribir algo personal con este préstamo. De ese modo nos vamos ensanchando y distinguiendo unos de otros, de ese modo nos vamos pareciendo porque en el fondo, y cuando se trata de literatura, ¿qué lengua pertenece a quién?