La Jornada Semanal, 17 de mayo de 1998
Le langage et son double, del que proviene este fragmento de ``Mi primer libro en inglés'', es un libro escrito en dos lenguas; no se trata de una mera ``edición bilingüe'' en la que la traducción corresponde casi palabra por palabra al texto original, sino de textos escritos por el mismo autor en dos diferentes lenguas, a veces más largos en una que en otra, con distintos giros y precisiones. En este texto, traducido de la versión francesa, Julien (o Julian) Green comenta el proceso de escritura en ambas lenguas, sin olvidar que, como él mismo dice, ``El niño dicta y el hombre escribe''.
Hasta 1940, había escrito todos mis libros en francés por la sencilla razón de que, nacido en París, educado en París y escribiendo en París, me consideraba un escritor francés, aunque por mi nacimiento fuera norteamericano. Cuando tenía algo que decir, recurría por instinto al francés. El francés es la lengua en la cual aprendí casi todo lo que sé de duradero, es decir, según una definición célebre, lo que nos queda cuando hemos olvidado todo.
En mi infancia, cuando oía hablar una lengua extranjera, me preguntaba qué locura empujaba a la gente a servirse de esos sonidos extraños, habiendo tantas palabras francesas que podrían utilizar, y tan sencillas. La palabra francesa era para mí la única designación posible de lo que vemos a nuestro alrededor, así como de todo lo que pasa dentro de nuestro cerebro. La palabra extranjera pertenecía al terreno de la fantasía, algo que podría haber sido hecho de una manera o de otra, sin que tuviera mayor importancia, mientras que una palabra francesa no podía ser más que lo que era. Yo no concebía que pudiera haber un tiempo en que el cielo, por ejemplo, no se hubiera llamado ciel, ni otro tiempo en que ya no se llamaría así.
Lo que me perturbaba profundamente era que mi madre me hablara en inglés y a mí me costara todo el trabajo del mundo hablar bien esa lengua. Haría falta un filósofo para explicar lo que el inglés alteraba en mí. Tenía la impresión de que, al enseñarme esas palabras nuevas, querían, en cierta forma, desdoblar un universo que, para mí, era un universo francés.
Los niños son las personas menos comprendidas de la tierra, y esto se debe a que la tierra es gobernada por personas grandes que han olvidado que también fueron niños. A veces me pregunto si de veras es cierto que todas tuvieron infancia, si algunas de ellas no tenían cuarenta años al nacer. Tiranizamos a la infancia, con mucha frecuencia; tratamos el cerebro del niño como no nos atreveríamos a tratar a la más grande maleta en la cual atiborramos el contenido de varios cajones y una buena parte de nuestra biblioteca, y si la maleta no se puede cerrar, nos sentamos sobre ella y la gratificamos con una patada. Aparte de esas violencias, imponemos a la infancia nuestra voluntad, que no tiene, muchas veces, otras reglas que el capricho o la moda. Ahora bien, la infancia nunca tiene voz ni voto, y nunca ha podido expresarse, pero no por eso piensa menos. Quiere la desgracia que cuando está capacitada para exponer inteligentemente sus quejas contra las personas grandes, ya no es la infancia y entra en la vasta conspiración de los mayores que, libros en mano, dicen a los niños o a las niñas: ``O te aprendes tu lista de verbos alemanes irregulares o te vas a acostar sin comer postre. O me recitas cincuenta versos de Longfellow antes de que anochezca o te quedas sin salir el domingo.''
En mi caso, no fui tiranizando; mi madre me enseñó el inglés con ternura, pero necesité años y mucho estudio para penetrar finalmente en lo que podría llamar el universo de la lengua inglesa y para gozar de su poesía. Una lengua no es sólo un medio de expresarse; es también, es sobre todo una forma de ver y de sentir. Cada raza ha reconstruido el mundo a su modo. Una palabra inglesa no se limita a designar tal objeto o tal fenómeno natural; traduce a su manera la impresión que ese objeto o ese fenómeno natural produce en un cerebro inglés. Yendo un poco más lejos, podría decirse que una lengua es un comentario humano sobre la creación.
El misterio de las palabras es uno de los más apasionantes que existen. ¿Quién de nosotros, en su infancia, no se empeñaba en repetir ciertas palabras cuyo sonido nos parecía extraño y que, por lo mismo, ejercían una especie de fascinación en nuestro espíritu? Recuerdo que, por mi parte, me intrigaba mucho el nombre de París. Me preguntaba por qué mi ciudad natal se llamaba así y no de otra manera. Y mientras más repetía ese nombre, más extraño me parecía. Pensaba que al repetirlo cierto número de veces, tal vez llegaría a descubrir algo, y sabe Dios qué pensaba descubrir, pero no descubría nada, sino que París se llamaba París.
Mi propio nombre me arrojaba también a ensoñaciones sin fin. Se me hacía curioso que un conjunto de sonidos me designara de tal manera que, al proferirlos, se pudiera esperar razonablemente que yo acudiera. Y a riesgo de parecer un niño, no temo decir que este problema de la denominación de los seres y de las cosas ha conservado para mí todo su interés. No puedo evitar ver ahí la fuente aún muy mal conocida de una gran poesía. Ahora bien, casi todos los niños son poetas, es decir, tienen con frecuencia un sentido bastante profundo del misterio; están en un mundo un poco como extranjeros que llegan a un país en el que nunca habían puesto los pies, y miran a su alrededor con mucho asombro. El objetivo de la educación es hacer desaparecer poco a poco este asombro explicándole al niño el sentido de lo que lo asombra. Y poco a poco crece y se siente totalmente a gusto en un mundo en el que ya nada puede asombrarlo. Y así es como mueren los poetas. El poeta es esencialmente un hombre que ha conservado en el fondo de sí mismo el sentido del misterio y la capacidad de asombro. Para un gran poeta, el mundo es nuevo cada mañana. Todos fuimos grandes poetas cuando teníamos una edad de la que con trabajos nos acordamos, y cada vez que un aspecto del cielo, o del agua, o de la tierra nos sorprende y nos arroja en esa especie de tristeza agradable que es una forma del asombro, es el poeta asesinado el que se mueve apenas es su tumba.
¿Es uno el mismo en francés que en inglés? ¿Dice uno las mismas cosas? ¿Piensa uno de la misma manera en las dos lenguas y con palabras, por decirlo así, intercambiables? Son problemas que no tengo la pretensión de resolver, pero que sería curioso examinar un poco. Con frecuencia me siento tentado a creer que las raíces del lenguaje se hunden en el fondo de nuestra personalidad y que es nuestra manera de ser la que está en juego cuando nos enseñan a hablar en una lengua en lugar de otra. Un pequeño francés no aprehende el universo como lo hace un pequeño norteamericano, y se debe, en parte, a la lengua mediante la cual, si puede decirse, este universo se le presenta. Después de todo, somos lo que pensamos. Si nos enseñan a pensar pensamientos franceses, es inevitable que tarde o temprano seamos franceses; una lengua es antes que nada un modo de pensar.
Pero, en otros momentos, me veo tentado a creer lo contrario. Quizás, en efecto, estas cuestiones de lenguaje no dejan de ser superficiales. He observado que muchos extranjeros que se establecen en Estados Unidos terminan por olvidar, aunque sea un poco, el buen uso de su lengua materna, a menos que luchen por defender el patrimonio que llevaban intacto cuando dejaron su país. Al cabo de cierto tiempo, lo que podríamos llamar infiltraciones inglesas se traducen en su lenguaje ordinario. Estas infiltraciones son muy sutiles. No se trata de palabras inglesas que sustituyen descaradamente a palabras francesas o españolas o alemanas, sino palabras francesas, españolas o alemanas tomadas en una acepción inglesa. O bien, se reúnen palabras francesas, españolas o alemanas, que no tenían la costumbre de convivir y que remiten a un inglés vestido de francés, de español o de alemán.
Se dirá, por ejemplo, como he oído decir muchas veces, que un hombre se registró para el servicio militar, por analogía con el inglés register, mientras que en Francia casi lo único que se registra es el equipaje. Sin embargo, sería igualmente sencillo decir que se inscribió.
Son esas las líneas de menor resistencia de la lengua, y las últimas trincheras se toman cuando las palabras de una lengua son sustituidas lisa y llanamente por las palabras de otra. Recuerdo que leí en un artículo en francés, escrito por otra parte con cuidado, la palabra inconquistable, que es la traducción literal del inglés unconquerable. Pero inconquistable no existe en francés. La única palabra que puede ocupar su lugar es la palabra invencible. Aquí enfrentamos otro tipo de fenómeno. En efecto, vencer y conquistar no expresan la misma idea. César no se conformó con vencer la Galia; la conquistó; se instaló en ella con sus legiones y le impuso la civilización latina. Un país vencido no es necesariamente un país conquistado. De ahí inconquistable, que debería existir y no existe. Es la lengua la que falla. Un día, traduciendo al inglés un poema de Charles Péguy, una de las palabras más sencillas me detuvo, y me detiene todavía: la palabra santa. El sustantivo santa. Una santa. ¿Cómo traducir eso? Es muy sencillo, ¿no? A saint. Bravo. Pero ¿para traducir, como era el caso, las siguientes palabras: santos y santas? Busqué, busqué durante mucho tiempo, y sigo buscando. En toda la lengua inglesa, que es no obstante de una riqueza casi superflua, no hay una palabra que traduzca la idea de una mujer canonizada por sus virtudes y que la distinga de un hombre canonizado por la misma razón. Es imposible decir una santa mujer, pues las santas mujeres no están necesariamente en los altares; ni siquiera es seguro que estén en el paraíso, y a veces se siente uno tentado a creer que merecerían ir a otro lado.
Una lengua, incluso la lengua materna, es algo que puede olvidarse. ¿Significa esto que sus raíces no llegan tan lejos como nos gustaría creer? Sólo puedo formular la pregunta. Se cita el caso de ancianos que pensaban haber olvidado su lengua materna, por no haberla hablado durante mucho tiempo, y que en el crepúsculo de su vida reencuentran en ellos el vocabulario de su juventud, pero el hecho no prueba gran cosa, pues la memoria humana está sujeta a esta recurrencia que no sólo afecta al lenguaje.
Confieso que en otra época habría tratado de pronunciarme en un sentido o en otro, pero ahora me parece que las conclusiones a las que podemos llegar a fuerza de voluntad son mucho menos satisfactorias que las cuestiones que pretenden zanjar; la incertidumbre me parece a veces mucho más cercana de la verdad que las soluciones categóricas.
Finalmente, no pretendo establecer leyes, pero sí puedo, al menos, decir lo que he podido comprobar en el terreno del lenguaje. En julio de 1940, se me ocurrió la idea de escribir un libro en el que hablaría de Francia como la había conocido en mi infancia y en mi juventud. Expliqué en el prefacio de ese libro todas las razones que me habían inspirado ese propósito. Mi intención era sencillamente contar mi vida, escogiendo lo que podía dar la impresión más exacta de la verdad.
Por supuesto, empecé ese libro en francés, y digo por supuesto porque, hasta entonces, casi nunca había escrito en otra lengua. Esas primeras páginas fueron escritas con una facilidad relativa. Hablar de uno nunca es una tarea imposible y siempre tiene uno el derecho de creer que sus recuerdos de infancia valen lo mismo que los de los demás. El arte está en la manera de presentarlos y es por eso que hablo de facilidad, pero relativa, pues nunca he encontrado que fuera fácil trazar palabras sobre el papel en un orden que las someta a la atención del lector.
Escribí unas veinte páginas. En ese momento, dejé la pluma y me pregunté quién iba a imprimir mi libro y quién iba a leerlo. En julio de 1940, los editores franceses en Estados Unidos no eran numerosos. Por mi parte, no conocía a uno solo. Y en cuanto a los lectores de libros franceses, seguramente los había, pero muy dispersos. ¿No era más natural, en un país de lengua inglesa, escribir ese libro en inglés? Con mayor razón cuanto que ese libro, cuyo objetivo era hacer amar a Francia, se dirigía sobre todo a mis compatriotas.
Esas razones me hicieron tomar la decisión de desechar las páginas que había escrito en francés y retomar mi libro de plano en inglés.
Era, para mí, una especie de aventura. Escribir en inglés no era una novedad. Había escrito bastantes cartas en inglés, había incluso escrito en inglés un relato, pero un libro entero, jamás. Sin embargo, me puse manos a la obra. Me acerqué a la lengua inglesa como nos acercamos a una persona que conocemos muy bien, pero que nos intimida un poco. Es que la lengua inglesa es una persona de muchas maneras temible. Voltaire decía de la lengua francesa que era una pordiosera orgullosa, y había en esta expresión tanta admiración como amor, pero también el recuerdo del dolor que la lengua francesa le había causado. Se cuenta que una de las últimas compras que hizo, una semana antes de morir, fue una gramática francesa. No sé qué habría dicho él de la lengua inglesa, pero sé bien que no dejaba de inspirarme un muy vago sentimiento de inquietud. ``Es'', me dije, ``una gran dama con un poco más de abandono que la lengua francesa, pero no nos engañemos; es intratable respecto a sus prerrogativas. Tomémosla con ternura, abordémosla con una sencillez que tal vez la desarme''.
Traté, pues, de expresarme con las palabras más comunes, con las palabras de todos los días que mi madre me había enseñado en mi infancia, y creo que logré decir lo que quería. Eso obedecía a varias razones, la primera de ellas que no tenía nada muy complicado que decir; simplemente quería contar la historia de un niño criado en Passy. Además, tenía la idea -la tengo aún- de que aunque tuviera uno que explicar las cosas más sutiles, el vocabulario más sencillo podría bastar. Ninguna necesidad, pues, de meterse en berenjenales.
Después de escribir más o menos una veintena de páginas, me armé de valor y releí lo que había hecho: lo que más me sorprendía era lo poco que se asemejaban esas páginas inglesas y las páginas francesas que había escrito antes sobre el mismo tema. Ahora bien, había pensado que encontraría, si no una especie de traducción inconsciente del francés, al menos un equivalente bastante cercano, y lo que tenía ante los ojos parecía casi escrito por otra mano.
No quiero exagerar. El tema, desde luego, era el mismo. Los detalles elegidos eran completamente diferentes. No decía yo las mismas cosas en las dos lenguas, porque al escribir en inglés tenía la oscura impresión de no ser del todo la misma persona. Me doy cuenta de que todo esto debe parecer extraño, y no trato de sacar de ello una conclusión. Lo único que me propongo es poner la mayor claridad posible en la comprobación de un hecho.
Hay una manera anglosajona de abordar un tema, y otra francesa. Aquí, entramos en contacto con diferencias casi indefinibles, si bien esenciales. Igualmente, la elección de las palabras, iba a decir la elección de los colores, varía extremadamente de una lengua a otra, pero aquí una explicación muy sencilla es posible, aunque se haya cuestionado fuertemente, y es que las ideas que expresamos nos son, sin que tengamos siempre conciencia, sugeridas por palabras. Y tomo aquí la palabra idea en su sentido más amplio, que no excluye su sentido etimológico, el cual es simplemente una imagen. Keats dijo en una ocasión que en sus poemas el pensamiento con frecuencia es llevado y como guiado por las palabras. Yo creo, por lo demás, que eso es cierto en el caso de muchos poetas, y estoy convencido de que hay palabras que pueden desviar un libro entero, por poco que el autor tenga el oído afinado a la música del lenguaje. Hay todo un registro de pensamientos que sólo podrían ser inspirados por la lengua francesa, como también hay uno que sólo la lengua inglesa puede evocar y llevar a una especie de plenitud. La queja que tengo contra las traducciones es que toman el instrumento que es la lengua francesa, o la lengua inglesa o alemana o la lengua rusa, y desentonan. ¿Quién no se ha sentido alguna vez molesto al leer una traducción, una molestia análoga a la que procura un instrumento afinado demasiado alto o demasiado bajo? Tomemos las mejores traducciones posibles, por ejemplo, la que Mallarmé nos da de Ulalume, o la traducción que hace Francis Thompson de Lo que se oye en la montaña. A nuestro placer, que es muy vivo, se mezcla al leerlas una vaga irritación, una especie de impaciencia que se debe al hecho de que, tras el velo del francés o del inglés, respira un pensamiento extranjero; hay una suerte de protesta del contenido contra el continente, un desacuerdo perpetuo, desacuerdo que, por lo demás, ciertos conocedores saborean extremadamente, así como una serie de disonancias puede gustar a un oído delicado.