es enigmática y artera
La biografía del poeta Francisco González León puede decirse en unas cuantas palabras: nació en 1862, en Lagos de Moreno; estudió farmacia en Guadalajara, regresó a su pueblo y ya nunca salió de él. Su botica, situada frente a la gigantesca parroquia de la ciudad, fue centro de reunión de los escritores locales y de algunos intelectuales de paso. Dio clases en el Liceo, escribió algunos libros que se publicaron no porque a él le interesara su aparición sino por los buenos oficios de algunos amigos y compañeros, particularmente Ramón López Velarde y Pedro de Alba; ganó en 1903 los Juegos Florales de su ciudad con el más malo de sus poemas; leyó mucho, especialmente a los simbolistas franceses, a Machado y a Unamuno; habló poco, se casó, no tuvo hijos; mantuvo una esporádica correspondencia con Rodenbach y murió en 1945. En 1922, la publicación de su libro Campanas de la tarde, con prólogo de López Velarde, despertó la desganada atención de algunos críticos de la ``ojerosa y pintada'' ciudad capital. López Velarde llama al boticario de Lagos: ``Monje de emociones intermedias'' y al entregarlo a la ``popularidad'' le da el título de ``poeta consanguíneo'' y afirma su creencia en la absoluta originalidad de su poesía: ``su originalidad poética es la de las sensaciones...'' ``La originalidad, en mi concepto, es el sexo mismo del poeta...'' El FCE publicó hace unos años la poesía completa de González León, prologada, compilada y ordenada por el poeta y ensayista Ernesto Flores. Ya juntos, los poemas se apoyan los unos a los otros y al final aparece el poeta con todas sus luces y sus sombras, pero sobre todo su obsesión por describir el aura que rodea las cosas, las vibraciones del color y el clima espiritual nacido de una simplicidad que regresaba enriquecida del mundo de las formas barrocas:
Por otra parte, cultivó el autosarcasmo y supo quitarles importancia a sus cuitas y burlarse de sus emociones y de su melancolía:
Estos son los tres puntos suspensivos más elocuentes de la poesía mexicana; este final, vago, pesaroso, difuso, encierra uno de los momentos más dramáticos de la obra de González León.
En la sacristía de la prodigiosa iglesia de Santa Rosa (la obra maestra de Mariano de las Casas) de Querétaro, entre la penumbra y apenas iluminado por un foco mortecino, yace (y yacerá, pues la iglesia pasó de las manos salesianas a las vastas propiedades de un obispado que mucho se interesa en los bienes terrenales) uno de los más hermosos retratos de nuestro barroco: el de Sor Ana María de San Francisco y Neve, la monja de los ojos abismales y los labios inquietantes, rodeada por el misterio de una vida que festejó su belleza (``engaño colorido'', diría Sor Juana) en el retrato, pero privó al mundo de admirar el original. Este portentoso momento barroco nos remite siempre a la monja de Francisco González León:
y a la precisión sensual con que la describe:
Así (y mientras el malencarado sacristán lo permite) nos quedamos frente al retrato en las primeras horas de la tarde y, como a González León, nos asaltan ``los calosfríos ignotos'' de los que hablaba López Velarde al recordar a una de sus primas. El boticario de Lagos al ver a su Sor Asunción recuerda a una de las divas del cine italiano, vista ``bajo la luna, en el auge lumínico de una convaleciente noche de abril'' y, católico viejo, reconoce su culpa al decir: ``y acaso mi indevoción, si miro que aparece aquella monja de boca de corazón''.
HGV
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No de todo puedes decir que es artificial. De una flor, cuando es de plástico, seda o papel, puedes afirmarlo, pero ¿qué querría decir que cierta música es artificial? Nada, porque sólo donde hay naturalidad puede darse, por contraste, lo artificial. El diccionario así lo define: ``artificial, no natural, falso''. Y la expresión ``música natural'' carece de sentido, no existe la cosa. Luego, la música no puede ser artificial. Pero amplio es el espacio de los artificios. Hay fuegos de artificio, y, en la afortunada expresión con Baudelaire, paraísos artificiales, esto es, los que se generan con psicotrópicos. Y también, por consecuencia, hay infiernos artificiales como ese al que bajó De Quincey por su adicción al láudano. Muchos sabios, y Rousseau, hablan de pasiones artificiales, ilegítimas, desviadoras, inculcadas en nosotros por la avidez de reconocimiento social. El Gólem y Frankenstein son hombres artificiales. Etcétera. Cuando decimos de algo que es artificial no lo estamos precisamente elogiando. El uso ha desvinculado la palabra de su origen: artificial, artificio, artefacto, de arte y factus, hecho con arte. En la familia sólo conserva el viejo prestigio la voz ``artífice'', las demás palabras se ligan a no natural, mentira, imitación barata, cosa falsa y hasta hueca, vana. Y sin embargo hay órdenes de cosas en que lo artificial es valioso, más, mucho más valioso que lo natural. Por eso quiero emprender su defensa. Una de estas cosas es el teatro. Imagina un actor de teatro No o de Kabuki. Maquillaje y atavío son en extremo complicados. No hay asomo de naturalidad en él: cada movimiento suyo es parte de una danza, cada gesto y ademán tiene significado preciso: un golpecito en la mano con el abanico dice una cosa, un brazo extendido dice otra. No habla; el recitado corre a cargo de un cantor, situado, con los músicos, a un lado del escenario. El teatro japonés es el colmo de la artificialidad. Nueva York, 1929. Lorca ve teatro chino. ``Parece ser, cuenta Ian Gibson, que asistió a una representación de la compañía de Sun Sai Gai (...) y es posible que viera al famoso actor Moi Lan-Fang, del teatro de Pekín, cuyo arte dejó asombrados al público y a los críticos (...) El teatro chino impresionó a Lorca y probablemente influyó en su desarrollo como dramaturgo experimental, confirmándolo en su voluntad de liberarse de las cadenas de la dramaturgia tradicional y de inventar un nuevo lenguaje teatral capaz de expresar las emociones más recónditas.'' ¿De qué cadenas quería Lorca liberarse? El teatro occidental, a partir de Ibsen, suprimió el verso y aspiró la más completa naturalidad, alcanzada en la dramaturgia por Chéjov y por Stanislavski en la técnica teatral, y luego importada a Estados Unidos y erigida en dogma como El método. Este paso fue juzgado en su tiempo como un gran avance. Y qué duda cabe que produjo grandes creaciones. Pero la sana reacción no se hizo esperar. Porque el teatro se secó, trivializó y perdió mucho al perder su artificialidad. El verso, por ejemplo. Lorca y Yeats, dramaturgos poetas, advirtieron la desecación y esterilidad, y pusieron los ojos en el teatro oriental. Y Brecht hizo lo que pudo por restablecer la artificialidad en la actuación y los otros elementos de la escena teatral. Artificialidad: que se sepa que estamos en el teatro, y no en la cocina de una casa. Que lo teatral sea teatral. Compara, por ejemplo, una escena de película de Orson Wells con una de Bergman. Wells (y Eisenstein) tiene una artificialidad que no aparece en Bergman (ni en Woody Allen). Puedes preferir a Bergman, ¿por qué no?, pero no se trata de eso, sino de cuál procedimiento tiene más futuro. Es decir, ¿de cuál puedes esperar creaciones más asombrosas? Yo creo que la extraña artificialidad de Wells tiene más futuro. Cuando menos en el teatro. Porque si el escenario quiere recobrar frescura e intensidad, tiene que recobrar su sentido de cosa rara, artificial, rito con sus propias y peculiares reglas. Pero en el arte, como en la vida de todos los días, es imposible retroceder. Es decir, no se puede volver a escribir teatro en verso como si nada hubiera sucedido. La dificultad consiste en que la nueva artificialidad tiene que ser inédita. Vivaz como un actor chino, bailarina, con extraño maquillaje y más extraño vestuario, descaradamente teatral, elaborada, en verso, tal vez, pero sin ritmo de metrónomo y diferente al hasta ahora empleado. Se ve difícil, pero no imposible.
No sabría explicarles cómo me encontré enredado en algo, a la vez, tan cruel y ridículo. Lo que puedo decir en defensa propia son los hechos: el bisabuelo, ciego e inmóvil, cumple 102 años, y quiere que sus cuatro hijos vayan al asilo a festejarlo. El problema es que sus cuatro hijos están muertos y nadie es capaz de recordárselo. Es mi tía Sofía la que habla: -Quizá sea el último cumpleaños del viejo. Hagamos un esfuerzo por hacerle alegres sus últimos días. Lo que quiere decir la tía es que cuatro bisnietos debemos disfrazarnos de nuestros abuelos y pasar una tarde con el viejo ciego en el cuarto del asilo. -¿No sería más fácil avisarle que ya no tiene hijos? -pregunta mi primo Alexis. -¿Quieres que tu bisabuelo sufra? -ataja la tía. Las tías. No hay nada que no puedan atajar con la administración de las culpas. Y la tía Sofía decide que mis primas, las gordas, tienen las voces idénticas a las de sus abuelas, y que Alexis y yo damos el aire a los abuelos. -Pero no sabemos nada de las vidas de nuestros abuelos -protesta mi primo Alexis. -¿Por qué mejor no van ustedes, sus nietos? -le digo-. Después de todo, ustedes están más cerca en el tiempo al bisabuelo. Tú podrías representar a tu propia madre con más soltura que mi prima Mariana a su abuela. -Nos queda una semana -concluye mi tía Sofía.
Así que mis primas, Mariana y Paula, terminaron dibujando árboles genealógicos y escribiendo resúmenes de los asuntos más importantes en la vida de sus abuelas: escuelas, matrimonio, riñas, herencias. No parecía muy complicado, aunque las primas tuvieran una ínfima capacidad retentiva. Por otra parte, Alexis y yo fuimos informados de lo esencial: -Tú eres Agustín -me dijo la tía Sofía-; te fugaste de la casa a los quince, y no volviste a ver a tu padre hasta veintidós años después, como en 1947. -Momento -protesté-, ¿y cómo esperas que sepa cómo era ``mi'' vida de 1925 hasta finales de los cuarenta? -Imagínatelo. -Está bien: tuve tres hijos fuera de matrimonio y recibí dinero sucio de Lucky Luciano. -No exageres. A tus abuelos no les ocurrió nada extraordinario. Actúen como si fueran ustedes mismos. El arte de la familia hará lo demás. -Oye -interrumpió el primo Alexis-, ¿y cómo se llama el bisabuelo?
Frente a la reja blanca del asilo, nos sudaban las manos. Había dos propuestas: una, seguir adelante, y otra: desertar, es decir, llegar y decirle al bisabuelo: -Feliz cumpleaños. Somos tus bisnietos. Tus hijos han muerto. Adiós. El problema de fondo era que ninguno de los cuatro había podido oponerse a la arbitrariedad de la tía Sofía, quien, en su necedad, ya estaba mostrando signos de senilidad prematura. Tan no opusimos resistencia a sus ab-surdos, que llegamos al asilo disfrazados con la ropa de nuestros abuelos: sombrero, cigarrera y reloj de bolsillo para Alexis y yo; y vestidos largos, guantes y peinado alto, Paula y Mariana. Olíamos a naftalina y, entre los dobleces de su falda, Mariana encontró una polilla peluda y seca. Tras un debate corto, nos decidimos por un justo medio: fingir, y, a la menor señal de sospecha, decir la verdad. Nos convenció el criterio que había originado la función: que el bisabuelo la pasara bien con nosotros. Las primas estaban histéricas, y Paula abrió un papel en el que tenía escrito lo supuestamente esencial de la vida de su personaje: -¿Cómo me llamo? -dijo, y empezó un ataque de risas nerviosas con el que cruzamos los jardines. Al llegar al mostrador, no había enfermera, así que nos internamos por los pasillos. Había unos ancianos dormitando frente a un televisor colocado demasiado arriba (un viejo estaba tirado de espaldas en el piso recién pulido y veía las imágenes de cabeza), otros paseaban a ritmos lentísimos, ayudados por andaderas y bastones. Una mujer con todos los años adentro nos miraba, mientras de su zapato salía un líquido amarillento. Bocas rumiando. Miradas perdidas. Doblamos por el corredor, sin el menor resabio del ataque de risa. Esto parecía más serio de lo que suponíamos. Al llegar al cuarto del bisabuelo, dos enfermeras quitaban las sábanas. Las ventanas abiertas de par en par. El viento moviendo las cortinas mugrosas. Alexis hablaba todo el tiempo. Yo sólo podía ver el vaivén de las cortinas con el viento. -¿A qué horas murió? -preguntaba Alexis. -Hace unos veinte minutos -decía una enfermera, mientras la otra desdoblaba mecánicamente las nuevas sábanas para extenderlas.
No sé por qué aceptamos la idea de Paula de enterrar al viejo por la tarde, vestidos como estábamos. Nadie lloró, porque el anciano no significaba más que un nombre para nosotros. Y, no sé, acaso por venganza, ordenamos a las enfermeras no avisar a más familiares. Esa noche, la tía Sofía preguntó por la función de teatro. -Todo salió como estaba planeado -dijo Alexis. -Sí -asentimos todos. Y dimos más detalles de los que la tía necesitaba para convencerse.
Desde niño sé que el mundo se divide en mexicanos y turistas. Nuestra relación con el extranjero no da para resentimientos de largo alcance; los norteamericanos y los franceses nos han invadido sin que esto impida que hoy sean propietarios del Four Seasons o el Club Med (donde el mexicano es un chaparro que ofrece cocos con ron de bienvenida). Si los alemanes mandan sus aspirinas al mundo para triunfar ante cualquier dolor de cabeza, nosotros sabemos que nada es universalizable: un sarape es de Saltillo, una guitarra de Paracho, una cecina de Yecapixtla, un libro del sur de la ciudad de México. Las cosas buenas se mueven poco. Si tanto nos necesitan los demás, pos que vengan. Nuestro sistema de correos demuestra a diario que las zonas geográficas alejadas del ombligo son terra incognita. El mexicano siente una atracción gravitacional por la milpa o el condominio que lo vio nacer, es decir, que muy rara vez se convierte en explorador ártico. Alzar la vista (acto esencial del viajero con instamátic) no va con el hombre ensimismado. Pero no nos quejemos, que lo nuestro es ser anfitriones. Esto también tiene que ver con el reparto desigual de los poderes planetarios. Ante la franca supremacía de las tropas foráneas, no nos queda otra que morir en plan histórico o subordinarnos y cobrar la cuenta. En el primer caso, uno se tira del castillo de Chapultepec envuelto en la bandera o pronuncia frases de dignidad herida (``si tuviéramos parque...''); en el segundo, uno pregunta qué se ofrece de botana. El México independiente se ha caracterizado por sus muchas formas de refugio, del asilo para los desplazados de la historia a la suite para los curiosos de cinco estrellas. La hospitalidad ha sido nuestra peculiar forma de lidiar con un mundo donde los demás sí anotan los penales. En la noche de los îscares de 1996 la secretaria de turismo, Silvia Hernández, anunció la tarjeta American Express ante la aldea global, con un inglés aprendido en FONART y maravillosas tomas de nuestros crepúsculos de alquiler. El mensaje era claro: desde los más altos niveles se tienden las camas para que vengan a dormir los extranjeros. Luego de décadas de cantar los beneficios de la ``industria sin chimeneas'' y de inculcarnos que todo gringo que se asolee lo suficiente merece el premio Mister Amigo, la administración de Carlos Salinas de Gortari dio un paso más en este maratón de reverencias. Durante las negociaciones del TLC fustigó a los nacionalistas que por dogmatismo y rencor ranchero pretendían dejarnos fuera del Primer Mundo (``¿cómo quieres entrar al Price Club si te vistes de tehuana?''). La lucha de mentalidades llegó a extremos sin precedentes, como escribe Carlos Monsiváis: ``Entre 1990 y 1993 el presidente Carlos Salinas de Gortari quiso desterrar la psicología mexicana tradicional, poco o nulamente competitiva, y sustituirla por la psicología japonesa, moderna, esforzada, capaz de ver en la empresa a la segunda patria.'' En 1994, cuando el TLC entró en vigor, la clase media adquirió el privilegio de arruinar la balanza de pagos descubriendo que el agua insípida francesa era más sabrosa que el agua insípida mexicana. Aunque la orgía del comercio libre estaba destinada a convertirnos en japoneses de ocasión, nuestra capacidad de darle hospedaje a todas las vinagretas que no necesitábamos nos retuvo en la cultura patria. Lo extraño es que la política que permitió que el papel de baño texano fuera más barato que los rollos vernáculos, ahora hincha el pulmón nacionalista para soltar una ventolera contra los observadores internacionales que llegan a Chiapas. México se ha convertido en un destino de viaje tan inseguro que muy pronto nuestros únicos visitantes serán miembros de alguna ONG. Por realismo económico, el gobierno debería promover el turismo político. Se ha dicho hasta el cansancio que para algunos extranjeros Chiapas es el santuario de una rebelión que no tolerarían en sus países, ¿pero eso en qué nos perjudica? ¿Realmente podemos creer que el país peligra porque un centenar de italianos se proclaman indios con mucho entusiasmo y poca ortografía? Expulsarlos revela una inseguridad terminal y cero sentido del ridículo; el gobierno que iza banderas nacionales de importación quiere demostrar que cuando se enoja usa morral de ixtle. El desplome del turismo y la política exterior exige respuestas novedosas: crear un fideicomiso de viajes radicales, que venda artesanías, rente hamacas y proteja a los extranjeros en su muy legítimo derecho de ver un espectáculo social desconocido en Europa, y mandar inspectores mexicanos al extranjero como una prueba de reciprocidad entre las naciones. Bajo el lema de ``Todos somos gondoleros'', una trajinera de Xochimilco podría verificar los canales de Venecia, proponer la implantación del programa ``Hoy no circula'' en sus congestionadas aguas y comprobar un triste saldo ecológico de la séptima potencia industrial: ahí no sobreviven los ajolotes. Los observadores, arduamente adiestrados por Gobernación, nunca dirán: ``Plaza San Marcos'', pues eso significaría reconocer al evangelista que escribe desde Chiapas; en tono de bravío desenmascaramiento, dirían: ``Plaza Rafael Guillén''. No hay duda de que esta delegación haría el ridículo. Pero las canchas extranjeras ya están acostumbradas a nuestro bajo rendimiento. Más vale equivocarnos lejos y preservar nuestra fama de buenos anfitriones.
La letra muerta y la columna como organismo vivo
La principal diferencia entre escribir para un medio en línea y uno en papel es que cuando un columnista publica un artículo termina un proceso, ve su nombre impreso y eventualmente se prepara para escribir su siguiente entrega; en cambio, al publicar en el World Wide Web de Internet apenas se está a la mitad del camino. En la red el informador pierde su posición de autoridad para sumergirse en un territorio interactivo en el cual ``tiene la primera palabra pero muy rara vez tiene la última'' (como apunta Jon Katz en Media Rants, Hardwired, 97). Un artículo publicado en el WWW es tan sólo el comienzo de una discusión y de ninguna manera puede considerarse como un argumento definitivo. En el ciberespacio las ideas evolucionan o se desintegran bit por bit. Se puede aplicar al flujo de ideas en el espacio virtual aquello que escribió el situacionista Guy Debord en La sociedad del espectáculo: ``207: Las ideas mejoran. El significado de las palabras participa en la mejoría. El plagiarismo es necesario. El progreso lo implica. Adopta una frase del autor, hace uso de sus expresiones, borra una idea falsa y la reemplaza con una idea correcta.''
El peligro de la interactividad
Desde hace mucho que se considera importante y enriquecedora la interactividad de un medio con sus lectores pero, hasta la era de la red, esta relación era limitada, controlada y marginal. Los medios impresos publican unas cuantas cartas de los lectores, así como los programas de comentarios y debate de la tele y el radio reciben algunas llamadas del auditorio (previamente aprobadas), pero nunca pierden de vista el orden jerárquico (nosotros informamos, ustedes escuchan) y no están obligados a responderle a nadie. Internet ofrece por primera vez un espacio en el que el debate entre autor y lector puede ocupar cuantas páginas sean necesarias (cosa que es impensable en un medio impreso). Al publicar en la red nos comprometemos a responder de una u otra manera a todo aquel que se tome la molestia de leernos y cuestionarnos. Tradicionalmente, quien escribe parte de una posición de superioridad respecto al lector; en la red, más le vale mostrar cierta humildad. El lector virtual no necesita hacer reverencias para ser escuchado. Como dice Katz: ``No hay mejor tónico contra la arrogancia de un escritor que la interactividad.''
La civilidad en peligro
Un fantasma recorre la nación digital; es el fantasma de la falta de civilidad, y nada podría ser más saludable que sus estragos. Contrariamente a la idea popular de que las relaciones en línea son impersonales y deshumanizadas, si algo caracteriza a las cibercomunidades son los alegatos apasionados, las rabietas feroces, las denuncias emocionales y las confesiones íntimas que tienen lugar comúnmente. En los foros de discusión (desde aquellos que tratan temas académicos como en los que se comparten experiencias eróticas) se demuestra diariamente que el equilibrio entre la libertad de expresión y las buenas maneras es frágil. Una sociedad depende de normas de conducta y respeto para sobrevivir, pero una sociedad abierta y democrática requiere que esas normas puedan (y deban) ser transgredidas y que todo dogma pueda ser objeto de cuestionamiento. Por supuesto que esto en la vida real se traduce a veces en discusiones interminables (y en ocasiones estériles), en insultos y cobardes ataques anónimos, pero es un precio que sin duda vale la pena pagar para acceder a una sociedad abierta. Por supuesto que la democracia no va a aparecer gracias a un pase de magia tecnológica, pero no hay duda de que Internet es un medio que puede ayudar en grande en la construcción de una sociedad civil, aunque no tenga buenos modales.
El nuevo poder en los media
Internet aparece como una herramienta de comunicación para las élites y, aunque en la actualidad sigue siéndolo hasta cierto punto, hoy millones de personas pueden expresarse de diversas formas en los muchos microcosmos que integran la red. Esto no es nada trivial y si bien es difícil imaginar una revuelta cibersocial que amenace a las élites políticas, sí podemos constatar que Internet está propiciando una revolución intelectual que está redistribuyendo el poder de los medios. Hasta ahora el lector no tenía muchas expectativas de que sus opiniones fueran tomadas en cuenta. Ver publicada una carta enviada a la redacción de un diario era como sacarse la lotería. Hoy existe por primera vez un medio amplio que no requiere de conocimientos especiales, de un estatus privilegiado y que no intimida a quien se acerca a él por primera vez.
Por último
Columnas híbridas como La Jornada virtual, que aparecen en la versión impresa y en la electrónica de un medio de comunicación, viven en un espacio fronterizo, por una parte como producto final y por otra como una entidad viva y una invitación al comentario. Más de una vez nos hemos enfrentado a lectores mejor informados que nosotros, hemos sido atacados furiosamente (a veces con razón y otras por el puro placer) y hemos creado amistades duraderas en medio planeta. La única certeza que nos queda es que el debate, aún cuando se torna hostil, puede ser muy enriquecedor.
Naief Yehya
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