La Jornada Semanal, 17 de mayo de 1998
La aparición de la novela de Orhan Pamuk, El libro negro, es un acontecimiento mayor no sólo en el ámbito de una literatura turca o escrita por turcos sino también en el de la, por lo común, conservadora y anémica narrativa europea de este fin de siglo. Pasada la época de los Proust, Joyce, Biely, Svevo, Céline, Dblin, Bulgákov, Faulkner, Lowry, Gadda, Arno Schmidt, etcétera, el impulso renovador vino de Iberoamérica. Las obras más enjundiosas y ricas de los últimos treinta años las debemos a la lectura moderna de Cervantes y Góngora por Borges y Lezama Lima, gracias a la cual se produjo la espléndida floración novelesca de los años sesenta y setenta. Pero los escritores jóvenes del Nuevo Mundo no están aún a la altura de sus maestros y la fuerza y vitalidad creadora nos vienen ahora de autores turcos (Orhan Pamuk), egipcios (Gamal Ghitani) y çfrica, el Caribe del subcontinente hindú (de ordinario en lengua inglesa).
La trama de El libro negro emparienta a primera vista con una novela policiaca. El protagonista -un oscuro abogado llamado Galip- descubre un buen día la desaparición simultánea de su esposa y prima Ruya y de su primo -hermanastro de Ruya- Celal, un periodista célebre, columnista del diario Milliyet. La busca de los dos próximos misteriosamente desvanecidos ocupa grosso modo la mitad de la novela, pues los capítulos consagrados a los lances y aventuras de la misma alternan, según advertimos poco a poco, con otros escritos en primera persona: los artículos o crónicas publicados por Celal. La astucia narrativa del autor se funda así en un relato escindido, una historia fragmentada como un mosaico gaudiano, una lectura que se desdobla y refleja como en la galería de espejos de una feria. Dicha alternancia podría resultar artificial y mecánica si Orhan Pamuk no se hubiera encargado de engarzar o imbricar los capítulos mediante fundidos encadenados en los que la última frase de uno introduce a la temática del siguiente o referencias concretas, anticipadas, en el relato principal a los títulos de las crónicas -``La tienda de Aladino'', ``La historia del verdugo y la cabeza que lloraba'', ``El príncipe imperial'', etcétera- que aparecerán poco después o centenares de páginas más tarde. Como los guijarros sembrados por Pulgarcito, guían al lector atento por la espesura silvana del texto, dejándole no obstante la facultad de perderse en él, convertido en ese inveterado rompesuelas de Estambul que se extravía con gozo en el bosque urbano de la ciudad.
A diferencia de las novelas de consumo fácil, de superficie barnizada y lisa, la de Orhan Pamuk, cuyo verdadero protagonista es Estambul, cala en las honduras y entresijos del mismo, desvela sus rostros sucesivos y estratos superpuestos, se suma en las galerías y cisternas subterráneas de las civilizaciones extintas sobre las que se erige la moderna metrópoli: Bizantion, Buzos, Nova Roma, Constantinopolis... Incansable lector de planos, el autor reconstruye a través de ellos la realidad evacuada en los sumideros, muestra que los sedimentos históricos no se cubren enteramente unos a otros y afloran como un mineral precioso a la superficie urbana por la que millones de peatones transitan. Su novela exalta la imagen de la cives abigarrada y mestiza con la fuerza de una visión no empañada por la rutina: es el anticlisé.
Hace algunos años, en un texto que escribí sobre Estambul, citaba unas líneas del célebre lingüista Iuri Lotman: ``La ciudad es un mecanismo que revive constantemente su propio pasado, el cual dispone así de la posibilidad de confrontarse con el presente de un modo prácticamente sincrónico. Desde este punto de vista, la metrópolis, como cultura, es un mecanismo que se opone al tiempo.'' La sabia combinación de juegos de sincronía y de diacronía que evocaba entonces es precisamente el núcleo generador o fuerza matriz de la empresa creadora del novelista. El Estambul por el que callejea Galip tras las huellas esquivas de Celal y Ruya es una ciudad palimpsesto cuya construcción convierte a su vez a la obra en lo que denominé en otra ocasión un texto-medina: ``la yuxtaposición de planos históricos y étnicos de la gran urbe'', escribía, ``propicia la existencia y proliferación de colisiones espacio-temporales, fenómenos de hibridación y mezcla dinámica de discursos que representan a mis ojos el sello inequívoco de la modernidad''. El libro negro, con su abigarramiento y frondosidad, es un magnífico ejemplo de esta estética de la estereofonía y pluralidad de voces propia de nuestro fin de milenio y de su arriesgada representación del mundo.
Frente a la cultura empobrecida y anémica del kemalismo, condenada a una servil imitación de Europa, Orhan Pamuk hace suyo el lema de Gaudí: ``la originalidad es la vuelta al origen''. De golpe, Estambul deja de ser la ciudad chata, desconectada de su trasfondo histórico, escenario de tantas novelas y relatos presuntamente realistas, para alcanzar una dimensión y espesor paralelos a los del libro:
Parecía que los diferentes fragmentos de
esta ciudad trabada de pendientes, cubierta de hormigón, piedra,
adoquines, maderas de armaduras, cúpulas y plástico iban a abrirse
-como la superficie de un planeta en vías aún de completar su
revolución- para dar paso a la luz rojiza de su subsuelo lleno de
misterios.
La fusión de la ciudad-tema con la novela-lenguaje es así completa. El rastreo urbano del protagonista deviene el rastreo literario del lector. Orhan Pamuk ha asumido los peligros de su buceo y nos hace partícipes de su empresa. Nuestra aventura es la aventura de su atrevida y singular inmersión.
En uno de los capítulos compuestos por las crónicas cotidianas del desaparecido Celal, ``Los hijos queridos de Maese Bedii'', el novelista nos introduce en el museo de un fabricante de maniquíes representativos de la sociedad tradicional turca. Creados con esmero de orfebre en la época de la occidentalización frenética de los primeros años de la República, Maese Bedii los propuso en vano a los dueños de las nuevas sastrerías y tiendas de confección surgidas conforme a la moda europea en el barrio elegante de Pera -hoy Beyoglu- para descubrir, consternado, que estas auténticas copias de sus conciudadanos, estos auténticos turcos, no atraían ni interesaban al eventual comprador. Los turcos no querían ser ya turcos, querían ser otra cosa: imitar a los maniquíes importados de Europa, pulcros, afeitados, de sonrisa dentífrica. Maese Bedii pensaba entonces que se podía cambiar la manera de vivir de un pueblo, su indumentaria, alfabeto, historia, tecnología, pero no sus gestos. Al cabo de un tiempo, comprobó que se equivocaba: por culpa del cine y sus actores abandonaban sus ademanes y actitudes típicos por los de otros pueblos, se identificaban con los modales, deseos y aspiraciones de los personajes que veían en la pantalla.
Las crónicas de Celal -no sólo la de los maniquíes sino también ``La tienda de Aladino'', ``El príncipe imperial'' y otras -ponen el dedo en la llaga de la actual crisis de identidad y de valores de la sociedad turca. El advenimiento de la República y establecimiento del nuevo Estado sobre bases occidentales y laicas salvó sin duda a Turquía de su desmembramiento por las potencias de la Entente y de la colonización griega del oeste de Anatolia: pero el método aplicado para conseguirlo se hizo a costa de una ruptura radical con el pasado, de una lobotomía que despojó al pueblo de su memoria y algunas de sus tradiciones centenarias. Medicación drástica ``que arrojaba el agua sucia con el bebé dentro'' y cuyas consecuencias se manifiestan hoy con creciente agudeza: lo expulsado por la puerta se cuela furtivamente por la ventana. La tentativa de hacer tabla rasa no tiene en cuenta la persistencia y arraigo de los valores subyacentes, prestos a emerger con lozanía y vigor si la ocasión lo permite. Aferrarse a los principios y normas occidentales de modo mimético y mal asimilado en mengua de la rica y en tantos aspectos admirable civilización otomana -dejándola, con increíble cortedad de miras, en manos de los partidos religiosos y ultranacionalistas- es una política errónea, contraproducente y suicida. El nuevo Estado turco -y en pos de él la intelectualidad laica y marxista -no ha sabido conjugar aún armoniosamente la tradición cultural con la modernidad. Yunus Emre (siglo XIII) es un contemporáneo mío en este agitado fin de milenio; aunque buen poeta, Nazim Kikmet no lo es.
El libro negro tiene el gran mérito de abordar el debate sin recurrir a esquemas simplificadores ni dogmas maniqueos: el instrumento elegido para ello le veda la tentación de la respuesta fácil y el remedio salvífico. Desde Cervantes, la novela es el reino de la duda y, cervanteando tal vez sin saberlo, Orhan Pamuk añade nuevas incertidumbres y preguntas a las que perturban ya al lector:
¿Cómo explicar que madres e hijos, hombres y
mujeres, jóvenes y viejos hayan compartido el deseo de colgar en las
paredes y puertas de sus casas el mismo retrato, el de un niño de tipo
europeo, de rostro melancólico y sobre cuya mejilla resbala una enorme
lágrima?
Veinte años después de la crónica de Celal sobre Maese Bedii, en uno de los episodios seminales de la accidentada búsqueda de su primo por un Estambul laberíntico y fantasmal, Galip acompaña a un misterioso caballero calvo tocado con un sombrero de fieltro y a un grupo de periodistas de la BBC deseosos de entrevistar a Celal en su visita al museo de maniquíes, sepultado ahora en un subterráneo, en las entrañas rezumantes de la ciudad: moradores de las galerías y meandros de la historia oculta, al acecho del momento de vengarse, de emerger a la luz. La labor de los descendientes y discípulos de Maese Bedii se funda en su convicción de lo que Freud denominaba ``retorno de lo reprimido'': una nueva fase del perpetuo tira y afloja entre un Oriente mítico y un Occidente allanador y brutal que, gracias a su dominio político-económico y de la información audiovisual, uniformiza y desvirtúa cuanto abarca y toca.
Las reflexiones que la crónica de Celal pone en boca del príncipe imperial reflejan el trauma histórico de quienes vivieron a redropelo la europeización realizada por Kemal Atatürk: ``todas las naciones incapaces de ser ellas mismas, todas las civilizaciones que copian a las otras, todos los pueblos felices de escuchar las historias ajenas'', están condenados a su pérdida, a la desaparición y al olvido. Predicción pesimista en extremo que si vale para las civilizaciones aisladas, primitivas o víctimas de su soledad histórica, como las de Mesoamérica antes de la llegada de los españoles, no se cumple en el caso de una gran civilización como la turca, resultado de mezcolanzas y choques continuos con culturas ajenas. Una determinada concepción del mundo y de los poderes que lo rigen se impone en cada época a las anteriores, sin conseguir no obstante borrar del todo sus huellas. Asiria, Persia, Grecia, Roma, Bizancio, los árabes, las Cruzadas, las dinastías selyúcidas y otomanas componen los distintos pisos o estratos de la cultura. Negar el pasado y comenzar de cero o intentar el salto atrás y forjarse una identidad ``pura'' y mítica son empresas vanas y condenadas al fracaso. Las culturas son permeables y se fecundan mutuamente por ósmosis: se suman, no se restan; no se destruyen sino en parte y en parte se complementan. Un novelista del fuste de Orhan Pamuk lo ha comprendido bien y, a diferencia de sus colegas cegados como falenas por el brillo de la ``occidentalidad'', se ha forjado un linaje otomano, farsi y árabe cuyas raíces se remontan a más de diez siglos. Profundamente arraigado en un subsuelo heterogéneo y nutricio -las frecuentes alusiones a Simorgh, al monte Kaf, a Ibn Arabi, El Attar, Ibn Zerhani, Al Kindi, Ibn Tufaíl, Mawlana, chij Galip, los hurufíes, bektachis, etcétera, disipan cualquier duda tocante a la extensión de sus lecturas-, su árbol de la literatura sobresale en frondosidad y belleza, con sus esquejes y plantas adventicias, en medio de esa moderna ``geografía de la novela'' (Carlos Fuentes dixit) que entronca con la universalidad de la invención cervantina.