La crisis chiapaneca y el complejo asunto de la intentona de pasar a deuda pública los enormes recursos comprometidos en el rescate bancario, han desatado una disputa de profundidades no conocidas y, por tanto, de significados que marcan la actualidad del país. De la visión y práctica que prevalezca dependerá el tipo de sociedad y gobierno que se habrán de tener. El contenido de la disputa descubre una república que va surgiendo con dificultades, atorada por las desavenencias entre la legalidad y la justicia, entre las exclusiones y los privilegios de unos cuantos y los derechos postergados de las mayorías a las que no se les entregan cuentas claras. Bien se podría decir que se trata de abrir esa aspiración democrática que secularmente ha estado sitiada por el autoritarismo centralizador de un sistema establecido que diariamente la niega y combate, y la decadente hegemonía de un partido que se ha rigidizado al extremo de su extravío.
La misma modernidad de la sociedad se empieza ahora a definir a partir de los resultados de la discusión en marcha alrededor de la vigencia de observar un real orden constitucional. Esto como diferencia respecto del manido uso del Estado de derecho como excusa para imponer, a los demás, usos y maneras de conducir la política acorde con los intereses de un grupo incrustado en los mandos del gobierno y no como expresión efectiva que responde a la soberana voluntad de las mayorías.
México fue comprendido y descrito, desde sus inicios, como un recipiente homogeneizador de ciertas diferencias. Por la voluntad colectiva, tal y como se interpretó hace ya casi doscientos años, se instituyó como Estado nación. Pero en esa noción, no se le dio el debido lugar, ni se respetó tampoco a las minorías que lo integraban. Sobre todo a las naciones indias preexistentes, a las que se les sobreimpuso un nacionalismo que acarreaba un idioma oficial, una concepción republicana, una ley y unos intereses que fueron, ahora se aprecia con nitidez, los de los vencedores de la independencia, la reforma y la revolución. El otro México, el que se comenzó a llamar profundo, el de los pueblos excluidos y vencidos, no tuvieron en ella cabida armónica, equitativa, respetuosa.
El México que emerge con fuerza y determinación está compuesto de un conjunto de diferencias de tal naturaleza, que forman un enorme mosaico de pluralidades donde lo diferente es igual o mayor a lo que unifica. Hasta ahora, casi todos parecen aceptar el destino común de ser mexicanos. Pero unos, millones de ellos, lo quieren ser a partir de sus más básicas identidades de choles, yaquis, mixes o tzeltales y ciertos más desde su realidad de desiguales. Este es un hecho disturbador para algunos criollos o mestizos civilizados que forman parte de esa inmensa capa social que llamamos clase media. En especial para aquellos individuos o grupos que están al mando de los aparatos institucionales y que han sido impermeables a los nuevos tiempos. Esas personas han visto un peligro inmenso en las autonomías que no sean las que ensanchan sus dominios y por eso las combaten con argumentos torpes. No se han dado cuenta que, en la realidad, las nociones que rechazan, son prácticas cotidianas de esos pueblos abandonados por el desarrollo y, a los que otros, aliados suyos, apoyan con visión de futuro.
La legitimidad que se busca otorgarle al rescate bancario llevado a cabo desde y por el Ejecutivo, pasándolo ahora por el Congreso, es una experiencia que bien puede ser traumática para los mexicanos y una falta de respeto a la división de poderes. ¿Cómo se puede apechugar con semejante desaguisado que comprometerá el futuro de cuando menos tres generaciones de mexicanos? El razonamiento que se trata de imponer, a riesgo se dice de desquiciar el aparato productivo del país, es que tal salvamento era inevitable. No señores. Ni era inevitable, ni fue el mejor medio a la disposición, ni se tiene que apechugar con él, ni tampoco se debe olvidar lo que contiene de trampas, tramposos y de torpezas inconmensurables. La responsabilidad de panistas y perredistas es grande. También lo es para aquellos priístas que vean en la olvidadiza aprobación al vapor el peligro mayor de sus inminentes derrotas o, lo más grave, la abdicación de su dignidad si acceden a la urgida, interesada y hasta cómplice solicitud de un grupo de sus dirigentes.