Teresa del Conde
¿Cuánto vale? o cuánto cuesta

Los valores --estéticos o de cualquier otra índole-- no tienen precio ni por tanto debieran estar sujetos a la ley oferta-demanda. Tenemos así que el valor de un Vermeer (que no sea inventado por Van Mergeren) o de un Rafael puede ser incalculable y sin embargo cuando hay que asegurar cuadros de uno u otro se paga en contante y sonante. No hay valor esencial en la obra artística y eso determina que los precios fluctúen de acuerdo con los tiempos, al costo del dinero y a las modas.

Es cierto que hay valores artísticos que tienden a permanecer, aunque los precios se modifiquen en función de los gustos. Universales existen pocos, pero se dan. A nadie se le ocurriría negar valía cultural, estética y espiritual a la Piedad, de Miguel Angel, encerrada desde que fue agredida tras el cristal antibalas en la capilla de Nuestra Señora de las Fiebres de la Basílica de San Pedro. Antes del atentado era posible asomarse de canto para mirar su parte posterior, hoy día es una escultura frontal que paulatinamente va perdiendo su condición de obra artística para convertirse en lo que fue al principio: objeto de culto. ¿Alguien podría calcular cuanto cuesta?, nadie, porque ya no va a ocurrir que sea trasladada a otro país y que se erija una rampa movible como las que hay en los aeropuertos con objeto de que el público transite por unos segundos delante de ella como ocurrió en la exposición universal de Flushing Meadows en 1964.

Robert Hughes que la vio, dice que parecía una réplica de sí misma confeccionada en margarina. Muchos son quienes se oponen hoy día a que las obras artísticas del pasado, consagradas sea por siglos o décadas de continua veneración, deban ser enviadas por todo el mundo como si fueran embajadoras turísticas.

Pero no hay demasiadas obras que guarden esa condición, tan sólo constituyen un discreto porcentaje de las que existen en cada país con arraigada tradición estética. Así, es interesante saber que en 1967 la National Gallery de Washington pagó aproximadamente 60 mil dólares a la Colección Liechtenstein por la posesión del único óleo de Leonardo da Vinci que existe en nuestro continente, la Ginevra de Benci, pintada en 1474-78, cuando que en 1989 un Jasper Johns alcanzó 17 millones de dólares.

El pulso del mercado de arte tiene mucho que ver con eso. Por ejemplo, a finales de los años cincuenta las pinturas de Guido Reni (1575-1642) costaban muy poco; se dice que era posible conseguir originales suyos hasta por 300 dólares. Esto se debe, entre otras cosas, a que Reni a la vez que pintor de fama era jugador empedernido y necesitaba producir mucho y vender barato para tener siempre dinero para saldar sus deudas de juego. En 1979 el Museo Kimbell de Fort Worth (Texas) presentó una muestra suya muy bien seleccionada y entonces sus precios empezaron a subir. Fue así que su Lucrecia, pintada en 1624 (en ese tiempo Artemisia Gentileschi estaba en su apogeo) se subastó en Christi's hace dos años por una suma más alta que la asignada a su estimado superior, calculado en 300 mil dólares. Reni había vendido esa pintura en 100 scudi.

No me es posible realizar la equivalencia, sólo comparar con lo que recibió Caravaggio 25 años antes por las dos primeras pinturas del ciclo San Mateo en San Luis de los Franceses (Roma). En el contrato que firmó se dice que recibiría 400 scudi. Poco después, cuando ya se le consideraba Egregius in Urbe Pictor, vendió otra pintura de dimensiones menores por 200 scudi. No había inversionistas, quienes coleccionaban obras o hacían encargos no pretendían ganar dinero con ellas, su libido estaba dirigida a la posesión, al disfrute, al enaltecimiento espiritual, real o supuesto y al statuts cultural.

Hace poco cierto pintor que concursó en el certamen de Johnnie Walker estaba seguro de ganar premio (50 mil pesos). Había obtenido una beca y dejó el país antes de conocer los resultados. Se le preguntó lo siguiente: si no obtiene premio y alguien se interesa por su cuadro, ¿en cuánto lo vende? Respondió: en lo que ofrezcan, pero que no sean menos de mil 200 dólares. Este pintor anduvo cerca de su realidad, pues el cuadro, que tenía sus ``pretendientes'' encontró quien ofreciera un poco más que esa cifra. Eso es entonces lo que costaba, aunque posiblemente, ¿quién puede saberlo? Su valía era superior.

Hoy día un grupo pequeño de promotores bien informados puede hacer subir los precios de un joven o no tan joven artista estrella casi ad libitum, siempre y cuando éste goce de demanda verificable. De no ser así, ya puede el artista considerarse un auténtico astro, fijar él mismo sus precios de acuerdo a su autovaloración y al cotejo con precios de sus colegas en galerías y encontrarse con que ni reduciéndolos a la tercera parte encontrará compradores. Los 100 scudi de Guido Reni resultaban bastante realistas. Si hubiese pedido 300, sus deudas de juego lo habrían llevado al deshonor y quizá el suicidio.