Como un adiós a Balderas
Por alguna oscura razón , asocio esos tiempos con un determinado azul que se deslavaba en las superficies y sobre el ánimo con una triste alegría de puro bop. Cuando Cannonball soplaba, solo y su alma, las delgadas burbujas de Blue Funk, y a José Luis le venían unas ganas largas de cantar el blues, aunque se llamara José Luis nada más.
Con excesiva frecuencia recalábamos en el Chato de la Roma, lo más parecido al jazz esos años que todavía había jazz, y nunca tirábamos sobre el pianista, porque éramos muy civilizados. Recuerdo que una noche de esas tocó Olivia Revueltas, como escondiéndose en el piano. Muchas otras noches tocó quien tú me digas del team local. Ah, pero el whiskey. Entonces conservábamos el hígado, y ese ámbar era el rey, pero aún sostengo que los desmanes de José Luis la noche que defendió a Minerva de un pendejo, siendo una declaración de amor, fueron injustamente atribuidos a una presunta y banal intoxicación etílica. Sobrio hubiera ejecutado su desmán con idéntica pasión.
Vamos a orientarnos: Miles Davis no había muerto. Era el anciano más raro del mundo, un niño arrugado y milagrosamente íntegro, algo así como un humano pero de otra galaxia. Poco a poco se le había retirado la piel y le quedaban sólo unos inmensos ojos. No sé como podía ser él y seguir sonando la trompa como lo hacía. Había enterrado a Cannonball. ¿Te das cuenta? Su alumno, el magnífico elefante.
No me tienes que recordar que también enterró al venerable, mil veces venerable Coltrane. Que lo diga el Santo Trane: la mala vida a veces paga mejor que la buena. Como si haber visto irse al Bird con su jeringa le hubiese asegurado a Miles sobrevida suficiente para lo que fuera. Ya ves que cumplió el pacto, cabal.
Volviendo a José Luis, lo de Minerva se convirtió en destino. No sé si manifiesto.
Minerva irradicaba ese azul que decía al principio. Y no por sus ojos, que eran negros, tizones como se dice. Más bien por el rebrillo azulado de su cuerpo de mora, y su pelo negro y largo, doblemente negro sobre la alarmante blancura de su rostro como una aparición. Justo los ingredientes que necesitaba José Luis para despertar vecinos a las cuatro de la mañana por toda la escalera, creyéndose Eric Burdon, que se creía Ray Charles, que se creía un predicador de Chicago de principios de siglo que ni siquiera conoció.
¿Cómo recuerda uno a los amigos? ¿Cuándo están locamente bien, florecientes, dados al impulso, o cuando se los lleva el cuerno? Por eso es tan fácil ser injusto con los viejos, por el egoísmo suyo, y el nuestro.
Era llegar a Des femmes desparaisent, Art Blakey bullendo en el limbo de las Grundig, y el siseaba como escobilla para disimular las imperfecciones de su tocadiscos aguja -de- diamante.
-Eso, azul, ess....
Otra de sus frases predilectas era pero nadie como Miles para hacer sonar la distancia. Era de los que tienen repertorio de frases y se inspiraba a partir de motivos y lugares comunes. Como el jazz.
En ese tiempo revuelto, donde daban ganas de hartarse de decir no a todo, y era un privilegio tener el corazón en alguna parte, José Luis resistía, y tenía un lugar para su corazón.
Al principio, la difícil de convencer fue Minerva, me acuerdo. Para ella todos- los-hombres-habían-sido-iguales-. José Luis la invocó en las noches litúrgicas del caso con demencia en espiral. Para él lo menos íntimo del mundo era el corazón.
Como si sus lamentaciones de soltero fueran plegarias a alguna deidad yoruba de sus ancestros, de tanto salmodiarla Minerva se le hizo. Y lo primero que él hizo entonces fue cambiarle el nombre. Le puso Narda ¿Narda? Sí, Narda, y te chingas.
Manque su naturaleza rejega, a ella le pareció bien. De él, todo le pareció bien, menos el nombre; pero para que veas que cada quien tiene su modo, nunca se lo cambió. Le dijo José Luis, según José Luis, hasta cuando hacían el amor. O sea, en todas. Y eso sí es amor. Aceptar el nombre del otro es estar listo para lo que sea.
Las sesiones de alto, tenor y barítono, si acababan bien, sabían a Wyne Shorter tirándole al blanco, y si dos-tres, se adorminaban con el empalagoso Garbarek -quien poseía no obstante el mismo azul de los días, los rostros y la voz de todos nosotros. En particular la de Narda- Ella sí nació para cantar.
¿Cómo pudieron borrarse esos tiempos del perímetro de nuestras vidas, y dejar a sus espaldas sólo un brochazo de determinado azul? Algo más elemental que las magdalenas de la memoria: un color audible.
La culpa no fue nuestra, ni de la labia de José Luis, ni de Cannonball. La culpa fue del tiempo. En venganza contra el adiós, quiero recordar una noche que la felicidad se fumaba entre jaibol y jaibol, y Minerva, la Narda más espléndida, se puso a cantarle a José Luis y sólo a él, aunque esa vez éramos como veinte, o sea pocos, y gracias a que no llegaron los adolescentes que seguido se nos pegaban, los sobrinos de José Luis y los primos de Sergio, que se acababan como termitas nuestro whiskey y lo vomitaban luego en las alfombras.
La noche que te digo éramos pura gente seria. Librado, que venía de un hueso en un antro tropical, sacó su saxo del estuche y se puso a soplar, despácito, azul como nada en el mundo. Y Narda garganteó un arrullo en scat con un desgarramiento azul celeste, aunque el azul que te decía antes es más profundo, de una tonalidad que nunca aparece en un cielo, ni de día ni de noche, ni siquiera de neón y ciudad.
Pero sí era el color de la atmósfera de la covacha de José Luis en el undécimo piso donde anidaba. De la mayor parte de nosotros no me acuerdo esa noche, aparte de la voz de Narda en el vacío, la expresión de José Luis redimido, y Librado soplando despacito, moody. Y nosotros ahí, callados, casi sin respirar, presenciando un milagro.
Recordar un determinado azul, aquel, es recordar todo. Uno es los amigos que ha tenido. A José Luis le hubiera gustado saber que así íbamos a recordarlo. Si algún día regresa a lo mejor le platico. Si me busca, si lo encuentro, si le importa saber que todavía hablamos de él y de Minerva, y ponemos algo de Miles para que nada cambie.