La Jornada Semanal, 10 de mayo de 1998


La manipulación de la tinta: la mujer trazada por la prensa

Roberto García Bonilla

¿Es usted una ``solterona típica'', una ``feminista histérica'', o una ``oradora masculinizada''? Según Elaine Showalter, estos epítetos responden a un ideario iniciado en las letras y divulgado, en su versión moderna, por los medios de comunicación. García Bonilla resume y rescata los avatares de un discurso donde la misoginia ha sido vista como una alternativa preferible al feminismo.



El título ``Anarquía sexual: la mujer sola'', parece un típico encabezado de artículo periodístico, pero no el título de un ensayo de la prestigiada académica feminista Elaine Showalter cuyo propósito es mostrar cómo la prensa ha distorsionado la imagen y la condición de la mujer y su posición en la sociedad. Se sitúa, inicialmente, en Inglaterra hacia 1861: el censo de ese año reveló un alarmante número de mujeres solteras, sinónimo de mujer sobrante; asimismo, representó un problema social al tener éstas que rivalizar con los hombres en los espacios laborales, y al ser obligadas a una vida independiente pero incompleta; muy lejos de su función secular: ``complementar, suavizar, y embellecer la existencia de otros''. Las cifras de mujeres solteras históricamente evidenciaron la fractura y desintegración de los roles femeninos tradicionales. Hubo posiciones muy variadas sobre el tema, Jessie Boucherett (1869) defiende la posibilidad de que las mujeres ``se ocupen libremente de cualquier actividad para la que fueran aptas''. Hubo luchadoras por la causa que propugnaron por la integración de su género en la vida social e institucional. Emily Davis peleó por la participación de la mujer en los exámenes profesionales, y otras activistas pugnaron por su ingreso a las escuelas de medicina. En ese momento el matrimonio era la única opción de liberación de la mayoría de las obreras que deseaban abandonar sus empleos. La inquietud sobre el hecho fue de todos, hombres y mujeres por igual: se debió a la transformación de esas mujeres solteras en un naciente y pujante grupo político y sexual.

En las mujeres solas -dice Showalter- se concentró la impugnación al medio ambiente; encarnaron, de manera natural, el movimiento sufragista de la mujer, y el voto fue su bandera de autosuficiencia y un gestador de una cultura sexual feminista. La soltería femenina a su vez llamó la atención por la redefinición de la sexualidad, alejada de la noción victoriana de la mujer desprovista de pasión o ``anestesia sexual''. En el siglo XIX ya se pudo aceptar la capacidad de la mujer para gozar sexualmente. Por otra parte se habló de las desventajas sicológicas y biológicas de la abstinencia evidente, sobre todo, en las mujeres. Showalter menciona que hacia 1882 un obstetra recomendó a las mujeres ``sexualmente desocupadas'' ejercicios físicos y lecturas, pero fue suficientemente aséptico y moralista al no mencionar la masturbación, el lesbianismo o el sexo premarital. Con todo, una transformación históricamente significativa se estaba dando en las mujeres que crecieron pensando que la superioridad ante el hombre residía en su ``espiritualidad''.

Showalter destaca la importancia de las campañas puritanas desplegadas a través de artículos periodísticos, que dejaban ver a las mujeres como agentes de inmoralidad, mientras que el hombre encarnaba la esencia del sexo: lo masculino.

Al finalizar el siglo XIX algunas feministas y sufragistas veían el celibato como una ``huelga silenciosa''. Otras concibieron una ``clase femenina soltera'' para reivindicar la causa del género femenino. A diferencia del Dr. Charles Taylor -el obstreta mencionado arriba-, aseguraban que el celibato no era perjudicial, sino al contrario, saludable: ``la mujer es físicamente completa sin sexo''.

En ese vaivén de posturas con marcas extremas, Frances Swiney sostuvo que la relación sexual era, en sí misma, un acto abusivo y peligroso y el esperma un veneno virulento compuesto de alcohol, nicotina y gérmenes venéreos; para esta escritora los hombres eran una ``variación defectuosa'' del gen femenino.

Posiciones intermedias defendían el celibato femenino en beneficio de su autosuficiencia, independencia y realización laborales. La verdad es que, observa Showalter, un abismo separaba el matrimonio del celibato. Había pocas alternativas sexuales para las mujeres respetables. Las relaciones heterosexuales fuera del matrimonio se identificaban con prostitución y lesbianismo, aunque nada había de nuevo en esta última condición ya tratada por la literatura. La asociación lesbianismo-feminismo era natural. Al parecer esta impresión ahora es vigente en ciertos sectores de la sociedad cuyo conocimiento del tema proviene de esos inefables educadores llamados medios de comunicación. Significa que ahora, con excepción de los estudiosos y los estratos ilustrados llamados ``liberales'' y ``librepensadores'', todos estamos manchados por la tinta de no pocos periódicos y las impresiones de reportajes televisivos que han abordado el tema.

Flujos y reflujos informativos e interpretativos, respectivamente, han delineado imágenes selladas en etiquetas en torno a las mujeres solteras: la solterona típica, la feminista histérica, la oradora masculinizada que Eliza Linton llamó ``hermandad chillona''.

Pero, a todo esto, qué pasa con los hombres solteros en el siglo pasado, se pregunta Showalter, y prosigue su descripción histórica que no deja de explicar el lugar común y la costumbre -aunque tendenciosa, no del todo equivocada- de que ``la soltería masculina no representaba un problema''. Los hombres podían llevar una vida honrosa y digna. La misoginia -señala Showalter- era vista más naturalmente que el feminismo. Es observable que la simple designación -misoginia- establece una confrontación, por lo demás inútil y prejuiciosa, que en sí misma ya vuelve incomprensible y menosprecia los movimientos y las conceptualizaciones feministas.

En síntesis, para el hombre, la soltería no implicaba celibato y -añadamos detalles costumbristas- el soltero no deseaba unirse a una mujer emancipada que pudiera tener necesidades y ambiciones propias. Alfred Marshall, profesor de Cambridge y enemigo de la obtención de grados por la mujer, decía: ``La mujer es un ser subordinado, y si deja de serlo, no hay ninguna razón para que un hombre la despose [...] El contraste es la esencia de la relación matrimonial: la debilidad femenina contrapuesta a la fuerza masculina; el egoísmo masculino y la devoción femenina. `Si ustedes compiten con nosotros, nosotros no nos casaremos con ustedes', concluyó con una carcajada.''

Showalter también sitúa contemporáneamente el tema: se repite que sobran mujeres y que ``el movimiento feminista traicionó a la mujer al incitarla a anteponer su vida profesional al matrimonio''. Sociólogos de la Universidad de Yale observaron que las feministas que posponen el matrimonio en favor del desarrollo profesional ``se arriesgan a la soltería permanente. Y según un artículo del Newsweek, de las mujeres solteras a los 30 años sólo un 20 por ciento tienen posibilidades de casarse. Las imposibilidades de matrimonio al paso de los años aumenta y según el mismo estudio las mujeres de 40 tienen sólo un 2.6 por ciento de posibilidades de contraer matrimonio. Cómo se ve, la descripción de Showalter se basa en publicaciones periodísticas con tintes, digamos, machistas.

Significa que ahora los prejuicios persisten, aunque modernizados, como a mediados del siglo pasado; de esta manera se equipara soltería femenina con la propagación del sida entre homosexuales masculinos por las transgresiones de las víctimas. Así se concluye que en la búsqueda de su libertad y desarrollo la mujer engendró su propio ``castigo''.

Y al referirse a los hombres solteros contemporáneamente, Showalter menciona un artículo del New York Times en el cual distintos solteros señalan que el matrimonio los espanta, aducen que esperan a la mujer correcta, pero también admiten que nunca estarán preparados para el matrimonio. Parte de la solución ahora está en su afición por los deportes y las obsesiones laborales.

Esos artículos -agrega Showalter- son parte de una propaganda ostensible para ``aterrorizar'' a la mujer en relación con el feminismo; la afirmación no deja de ser exagerada, pero ciertamente a través de los medios de comunicación se ha manipulado a la opinión pública sobre el término, sus objetivos, implicaciones, alcances y variantes conceptuales e ideológicas. Hace suyas las palabras de Judith Walkovitz y Judith Newton: ``...las feministas contemporáneas no han encontrado todavía la forma de articular una política sexual feminista que compagine las posibilidades de placer sexual de la mujer y el real peligro sexual''.

El texto señala la reaparición en los ochenta de la mujer como víctima sexual: acosadas, violadas, vejadas por el propio marido.

No hay remedio, persisten los mitos en torno al tema: soltería, celibato, igualdad de condiciones entre los sexos, homosexualismo, son términos que desembocan en esa palabra inasible, compleja y no pocas veces vaga: feminismo. Así se explican tantas posiciones extremistas como la de Andrea Dwarkin que señaló hacia 1987 (Intercause) que ``La cópula es la base y signo de la opresión de la mujer'', (una) ``mera y estéril expresión formal de desprecio del hombre por la mujer''. Otras feministas, por su parte, consideran que, pese a la represión sexual de su género, su vida ha cambiado mucho durante el último siglo. Como señalan Linda Gordon y Ellen Dobois, las mujeres ahora tienen un mayor conocimiento fisiológico de la sexualidad, un bagaje que les permite a ellas -y, claro, también a los hombres- entender la conformación fisiológica y social de la sexualidad, además de poseer una historia de 150 años de teoría y praxis feminista sobre el tema. Pero cuánto nos ha ayudado ese conocimiento de la teoría y el reconocimiento de las condiciones sexuales de la mujer, sobre todo al enfrentarnos a los mass media: industria del cine, series televisivas, revistas para mujeres que parecen estimularlas a la emancipación cuando sólo las educan para ``astutas pasivas'' que han de sacar el mayor provecho de su dependencia, sometimiento cuando no opresión; eso sí, con maquillajes esplendorosos y rebosantes escaparates sociales; por cierto, sólo las privilegiadas, ancestrales hijas de la burguesía, podrán equipararse con los iconos de esas publicaciones. Habrá que preguntarse de paso la razón del éxito de revistas cubiertas con más imágenes que texto donde aparece el boato y el ocio de las clases pudientes, más atrayentes si las fotografías son de princesas y demás divinidades de alguna corte, célebres actrices o artistas populares famosos. Cuanto más lejos se esté de la realidad, más placentero será el sueño creado por los media y la publicidad. Sólo hay que decidirse a ``actuar'' e ir, ya no a los polvosos puestos de periódicos, sino a una iluminada tienda de autoservicio y observar toda la literatura para las mujeres -y, claro, no pocos hombres tienen la curiosidad de saber qué leen las mujeres para acercarse o alejarse de ellos.... Si no es posible cubrir esos pequeños ``lujos'', al menos se podrán hojear las revistas y así mitigar el fastidio de una larga fila de usuarios -y sobre todo diligentes usuarias- antes de llegar a la caja; por un momento más seguirá la evasión que representan ahora los supermercados. La realidad irrumpirá de nuevo al ver la suma total de las compras.

Habrá que terminar con la digresión y el texto de Showalter y la imagen trastocada que de la mujer y las feministas ha hecho la prensa. No deja de extrañar que incluso podamos encontrar periodistas talentosas y con oficio, convencidas de la emancipación de las mujeres y de la importancia suprema de su género y que al pretender exaltarlo sólo lo dejan en entredicho a nombre de la franqueza y los detalles reveladores. Quien escribe, ahora recuerda los artículos de la notable periodista y escritora española Rosa Montero, que publicó hace unos años en El País retratos de mujeres célebres en la historia, como Agatha Christi, Mary Wollstonecraft -madre de Mary Shelly-, las hermanas Bronte, Frida Kahlo, Camile Claudel, Simone de Beauvoir, Alma Mahler, Margaret Mead. Luego, los juntó y los volvió un libro, Historias de mujeres, que sólo entre noviembre del 95 y octubre del 96 alcanzó nueve ediciones (Editorial Alfaguara). A nombre de un estilo franco que aspira a la desmitificación de las figuras históricas y la revelación anecdótica que pretende la testimonialidad -ingredientes importantes del periodismo-, la escritora española va del enaltecimiento de sus personajes, que han destacado en un mundo de viles machos, a la denigración de seres que no se impusieron a su circunstancias -entiéndase hombres-, sin dejar de deplorar que hayan existido mujeres que sacrificaron su vida y sus virtudes por el engrandecimiento de sus esposos o amantes. Sin duda hay que apreciar estilos ágiles como el de la señora Montero, pero uno de los grandes retos del periodismo es su manejo de la ética ante la exigencia de las ventas. (Aunque es innegable que el periodismo ante todo es negocio y poder.) Por otra parte, sabemos, según las encuestas, que los lectores de periódicos son más hombres que mujeres. Y todo lo que se diga en torno a la intimidad de la mujer, más que información necesaria, es venta multiplicada.

Los medios de comunicación han contribuido, así, a fortalecer esa muralla divisoria existente entre hombres y mujeres; cada género parece tener mundos distintos, sólo compartibles en instantes de pasión o de momentáneo bienestar cotidiano en que pensamiento, fisiología y emoción se funden -al menos imaginariamente- aunque casi nunca se equilibren. A lo anterior se añaden las grandes diferencias biológicas.

Elaine Showalter, en su recorrido histórico, deja entrever un optimismo deseable para hombres y mujeres. Hay que nombrar a las minorías sexuales que, al parecer, mucho más rápido de lo que imaginamos dejarán de serlo.

La verdad es que la realidad, muy lejana de la teoría, revela más escepticismos; si es innegable un nuevo sistema sexual femenino, no es menos cierto que un poder intrínseco respira en torno a la vida sexual de mujeres y hombres por igual; del uso que del poder se haga dependerá la salvación o la perdición de unas y otros. Aunque sea una obviedad, hay que repetirlo: la vida sexual no se restringe al espacio de la unión física; ya se respira en la calle, el restorán, la oficina, la estación de autobuses, o en los estadios, y está presente en la forma de ver el mundo y aprehender la fantasía.

Con todo lo anterior no se quiere minimizar y menos negar la importancia de la teoría y prácticas del feminismo que sin duda ahora es una de las grandes puntas de lanza en los cambios de las sociedades que intentan abrirse o transformarse. Uno de los grandes retos del feminismo en sus distintas vertientes es no quedar condenado y esclavizado por sus principios.