El padre de Enrique Creel también simpatizó con las motivaciones del gobierno de Lázaro Cárdenas y fue un gran admirador suyo, a pesar de que ``el reparto agrario ordenado por el Presidente hubiese acabado de menguar el ya debilitado patrimonio heredado de la familia''.
El joven de 17 años, de saco y corbata como todos sus condiscípulos, hará su entrada a la Escuela Nacional de Jurisprudencia y, al año siguiente, también a la Facultad de Filosofía y Letras para hacer una maestría, urgido de vivir cuanto representa el mundo universitario. Sus lecturas, estudios, maestros, amigos, participación política estudiantil, experiencias de toda índole y la ciudad misma completarán la aventura existencial de quien tuvo para sí un proyecto humano distinto del que sus padres soñaron, y que incluyó una real vocación literaria hecha materia en cuentos, ensayos, discursos, ponencias, obra de teatro, culminada ahora por estas memorias que nos entregan buena parte de nosotros mismos.
Porque más allá del profundo interés que el libro de Enrique Creel aporta en un fresco luminoso de nuestro pasado reciente, está la experiencia compartida por muchos de sus lectores. Yo, por mi parte, cargo con mis personales colores varios segmentos del fresco: esa colonia Juárez, ajena todavía a la Zona Rosa en que habría de convertirse pocos años después, y su calle de Copenhague con las casas contiguas de su familia y la mía. El Paseo de la Reforma con dos polos importantes: el religioso, con la iglesia de La Votiva, y el que contribuiría al despertar de nuestra afición por la lectura, situado en la esquina de Reforma e Insurgentes: la biblioteca del Sagrado Corazón y el préstamo de sus libros, adecuados a nuestras cortas edades, mediante una módica renta. Y en las estribaciones del Paseo de la Reforma, los llanos cercanos a Chapultepec que habrían de urbanizarse convirtiéndose en los límites de la Juárez y de la más reciente colonia Cuauhtémoc.
Unida a la nuestra, la colonia Roma con su iglesia de la Sagrada Familia y la congregación mariana integrada exclusivamente por niños y jóvenes, la mayor parte de ellos socios del club Vanguardias, dirigidos club y congregación por el sacerdote jesuita Benjamín Pérez del Valle.
Las puertas del club se abrían a las familias de los socios para las funciones dominicales de cine, kermeses y posadas --con procesión de peregrinos, piñatas y cuadros plásticos alusivos a la celebración--. Al lado del club, la casona de la avenida Chapultepec y, en ella, las De la Barra, primas del autor.
Al principio de los años cuarenta ambas familias --la de los Creel y la mía-- se cambian a la calle de Niza, hasta que el trajín de la naciente Zona Rosa las expulsa a colonias más tranquilas al poniente de la ciudad. Pero muchas de las experiencias se siguen compartiendo: Leonardo Alcalá, el mago, que por los rumbos del Canal del Norte preconizaba el advenimiento del tercer tiempo de la humanidad, secundado por sus apóstoles, que fue inspiración para la obra El de la túnica morada, con la que Enrique Creel obtuvo el premio en un concurso organizado por el Ateneo Español de México. El salón literario de la señora Moya, apenas entrevisto. Las fiestas en casa de Casandra del Rincón, que se entonaban con cocteles ``medias de seda''. La niña muerta, exhibida tras un balcón de la colonia Cuauhtémoc, que habría de inspirar una de las obras de Carlos Fuentes.
El Instituto Francés de América Latina, con su cineclub que nos inició en el gusto por el buen cine. Los bares y cantinas --Las veladoras, Los Eloínes, El golpe--, el memorable salón Los Angeles, ``la catedral del mambo'', en el que Dámaso Pérez Prado era el oficiante, entre otros, de esa música popular. Los Tés locos y los All Imperial en Tacubaya, en casa de Federico Sánchez Fogarty, quien dirigía con pericia los discos bailables.
En fin, la larga lista de personajes de la ciudad, muchos de ellos amigos, conocidos, o sólo referencia que de una forma u otra resulta familiar y que contribuyeron, en efecto, a hacer a esta urbe protagonista y testiga de un tramo importante de nuestras vidas.