Todos sabemos que México necesita y merece un cambio. Ello dejó de ser un secreto a voces en las elecciones de 1997, cuando arrolló el voto contra el continuismo. Sólo resta encarar una pregunta que, por cierto, alude al mayor desafío --ético y político-- del mundo de la posguerra fría: ¿seremos capaces de cambiar sin la necesidad de revoluciones violentas, es decir, de manera civilizada?
En la recién superada época de los dogmas fatales, mucho se decía que para cambiar a fondo, los baños de sangre eran inevitables (la-revolución-partera -de-la-Historia). Y lo malo es que ese dogma ha encontrado innumerables sustentos en la realidad. Lo bueno es que ya nos enfilamos hacia una nueva época. Ciertamente falta superar otros dogmas, como el del libre-mercado-supersabio-y-todopoderoso, pero ya pueden verse algunos ingredientes de una época de mayor civilidad (junto con todo lo contrario).
México, entonces, vive una doble y grandiosa oportunidad. Uno, acrecentar esos ingredientes de civilidad mundial. Y dos, dejar atrás su propia historia de cambios sangrientos. Es hora de que México vuelva a ser ejemplo en cuestiones positivas, en vez de seguir acumulando trofeos vergonzantes: apertura neoliberal, privatizaciones, pago de deudas externas, bajos salarios, corrupción... aguante de la sociedad. Y sobre todo es hora de que nuestro país coloque los cimientos de un verdadero desarrollo: soberanía, justicia, democracia y, por supuesto, solución pacífica de sus conflictos.
¿Estamos aprovechando esa oportunidad histórica? Obvia y estúpidamente, no. Basta con mirar Chiapas. Por fin ahí estalló un conflicto que tarde o temprano tenía que estallar, y no sólo ahí. Y más allá de preferencias ideológicas o de cínicas autoexculpaciones, claramente es uno de los llamados conflictos positivos (Simmel, Galtung). Lo es, porque de haber continuado en el subsuelo, todavía estaríamos drogados por los gases de la ``modernización'' salinista, amén de que su posterior estallamiento hubiese sido ya incontenible. También, porque brinda la oportunidad de reconstruir a México y colocarlo a la vanguardia de las naciones armoniosamente pluriétnicas y multiculturales (las únicas con futuro en el próximo siglo). Para dicha reconstrucción, pone a la mano el pilar de una democracia profunda: la autonomía de los pueblos indios.
El conflicto chiapaneco ofrece (todavía) la oportunidad de solucionarse con una organización acorde con los principales imperativos --de ética política y de política ética-- del siglo XXI, si éste ha de inaugurar deveras una época más civilizada. A diferencia de las viejas guerrillas de aquí y todo el mundo, el EZLN no reclama el poder; exige un México nuevo, donde quepamos todos (indios y no indios) y donde los gobernantes se dediquen a gobernar bien: garantizando democracia, libertad y justicia.
Ese multifacético valor del conflicto en Chiapas está siendo dilapidado peor que nuestras riquezas naturales. En lugar de encauzarlo como un conflicto positivo, está a punto de escalar hacia una guerra seguramente más cruenta que todas las de nuestra historia. Cual incendiario compulsivo, el gobierno no atina sino a echarle más leña al fuego.
Baste ilustrarlo con algunos hechos de los últimos días. Represión de las autonomías indígenas (ahora en el municipio Tierra y Libertad); ello en nombre de un Estado de Derecho que no hace sino pulverizarse más, si alguna vez existió en Chiapas. Hostigamiento a extranjeros solidarios con nuestros indígenas (esta vez 135 italianos), so pretexto de una soberanía y con discursos más huecos que nunca. División aún mayor de la sociedad, ya no sólo con argucias racistas y religiosas, sino ``nacionalistas''. Embestida ya letal, tipo sentencia de muerte, contra la más prometedora instancia de mediación en el conflicto, la Conai (ver la declaración del coordinador gubernamental del ``diálogo'', el día de ayer). Y mientras tanto, siguen envalentonándose las nefastas bandas paramilitares, así como sus patrocinadores y corifeos.
Es obvio que así la paz nunca llegará. Lo que llegará es otra revolución, y más sangrienta, junto con el hundimiento de México en los sótanos más bajos del siglo XXI. ¿Lo vamos a permitir?