Jordi Soler
La fama de unas bragas

Hace unos días en Madrid, los noticiarios de televisión reservaban un espacio para consignar la noticia del arribo del cantante Luis Miguel al aeropuerto de Barajas. Las imágenes eran un clásico del género: un grupo de adolescentes desgreñadas trataban de desgreñar a esa estrella que, con la idea de cantar cosas de adultos, se cortó la greña. El resultado de esa peluqueada mercadotécnica no deja de ser una curiosidad: el cantante, con todo y su casquete corto y su atuendo de banquero, sigue siendo combustible sentimental de adolescentes desgreñadas. ``Una vergüenza que todo un país esté representado por este mamarracho'', dijo uno de los colegas con los que veíamos la tele, en la barra de un bar. De Barajas al hotel nos preguntaron tres veces, al enterarse del país de donde veníamos, por el cantante y sus pormenores. La primera respuesta, que fue al taxista, andaba por el rumbo de ``no nos interesa ese cantante'', pero ya la tercera, que fue a caerle entre las cejas a un muchachito que vestía uniforme y galones de bell boy, salió en clave de grito y en la frontera de ``no me estés jodiendo''. Luis Miguel es una plaga, concluimos.

Debemos considerar que la televisión tiene su propia realidad y lo que pasa en las pantallas casi nunca tiene que ver con lo que sucede afuera de ellas. El pulso de una ciudad, y del planeta en general, no se mide en la televisión, sino en la radio. Darle una vuelta al dial antes de salir a la calle equivale a nortear la brújula o definir el rumbo con la rosa de los vientos; y los pétalos de esta flor marcaban, en la zona de influencia mexicana en España, a Molotov y Plastilina Mosh.

Nuestro viaje estaba centrado en un festival de música, el anual de Móstoles, cerca de Madrid, de nombre Festimad. Bandas del calibre de Motor Head, Teenage Fanclub, Dover y Massive Attack desfilan, repartidas en cinco escenarios, al aire libre o con carpa de circo, durante dos días completos. La lluvia siguiendo la costumbre que la hizo famosa en Woodstock, se encargó de convertir el parque en un lodazal, sembrado de casas de campaña y puestos de paella fría, cerveza y kalimotxo (que es la mezcla de litro y medio de vino tinto con Coca Cola, o con el refresco de su preferencia).

Un paseo por las tiendas de discos en Madrid, confirmaba la orientación de la rosa de los vientos; en los exhibidores principales estaba la portada de Molotov, ésa que fue prohibida cuando la banda no era un negocio millonario, y permitida en el instante en que empezó a dejar dinero. Como sucede casi siempre: la moralidad termina en asunto económico. La secundarista que abre las piernas en la portada, en sitios tan correctos como, por ejemplo, El Corte Inglés, posee ahora los calzones más célebres de Hispanoamérica. Por su parte Plastilina Mosh, un poco menos expuesto que sus paisanos, ha sufrido una contracción típicamente madrileña, que los ha dejado, de un plumazo, en ``Los Plastimosh''.

La carpa de prensa del Festimad se llenó en cuanto apareció Molotov recién bajado del avión y mojados por la lluvia pertinaz. Los periodistas lanzaron una carga también pertinaz de preguntas que la banda atajó sin demasiada fortuna: ¿por qué Puto?, ¿por qué Perra arrabalera?, ¿por qué no hay una canción para Chiapas?, ¿qué quiere decir la palabra pendejo?, esto último lo preguntó, por supuesto, un pendejo, porque en Madrid ya todos saben, gracias a una de las canciones de la banda, que pendejo es una suerte de gilipollas.

Molotov subió al escenario bajo la lluvia más pertinaz. Se quedaron sorprendidos al ver la cantidad de público que los esperaba; nosotros no, porque llevábamos una semana oyendo en la calle, en los bares, en la rosa de los vientos y ahí mismo en Móstoles, que todos los madrileños de cierta edad querían ver a Molotov y a los Plastimosh, que no habían podido tocar por un retraso del avión. La gente se volvió loca desde la primera canción --conquistada por las consignas rasposas de los cuatro mexicanos-- y gritaba con gran soltura altisonancias como: ``recibes propinas de Carlos Salinas'', en la rola dedicada al locutor Jacobo; a aquélla de ``en la escuela le apodaban el come quesadillas''; o ese estribillo tan nítido y cristalino que dice ``chingo yo, chingas tú, chinga tu madre''. O ya el colmo, en el hit Himme the power, los madrileños gritando a cor ``¡viva México cabrones!''.

A partir del sábado pasado las posibilidades han quedado abiertas, los mexicanos que aterricen en Madrid próximamente podrán ser relacionados con Luis Miguel, con los Plastimosh o con Molotov. Que cada quien, según su filiación personal, aplauda o insulte al taxista que lo diga.

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