Gilberto Guevara Niebla
1968: el valor de la verdad

Persistir en la postura de que los hechos criminales de 1968 se investiguen -en particular la masacre de Tlatelolco- no es un capricho, como lo han querido hacer ver algunas personas. Tampoco es un afán de revancha de parte de las víctimas de la represión. Lo que se desea es, en primer lugar, que se haga justicia, procesando, en su caso, a los culpables, o al menos esclareciendo la verdadera naturaleza de los actos de violencia que se perpetraron contra los estudiantes, y, en segundo lugar, que se tomen medidas para que lo que sucedió no se olvide y no se repita.

A veces se formula un dilema ético diciendo que, dado que la evocación de los crímenes de 1968 divide a los mexicanos, debemos guardar silencio. ¿Es esto correcto?

Pienso que ese conflicto de valores es falso, en primer lugar porque ese efecto de la memoria -desunir a los mexicanos- es parte del argumento para exigir una revisión del contenido de esa memoria: lo que nos divide no es la verdad sino la mentira que se ha pregonado durante 30 años como ``verdad oficial''. Lo que pedimos es que la ``verdad oficial'' sea sometida a escrutinio riguroso y no hay motivo legal alguno que lo impida. En cambio, constituye un imperativo moral para la nación.

La historia humana no es un fatalismo sino una práctica continua de ensayo y error, y sería estúpido que México renunciara a aprender de su pasado. Octavio Paz se quejaba de eso. Es verdad que el Holocausto ya sucedió, pero su memoria es la mejor arma para impedir que vuelva a surgir un Hitler. El problema en México comienza porque el poder político no reconoce que ocurrió un crimen contra la humanidad, porque las autoridades sostienen que ese crimen jamás tuvo lugar.

Según el gobierno mexicano de hace 30 años -y ese punto de vista no ha sido corregido desde entonces-, el movimiento estudiantil de 1968 fue una conspiración comunista; los estudiantes violaron la ley y subvirtieron el orden social para sabotear las Olimpiadas; los actos terroristas contra las escuelas fueron realizados por miembros del movimiento estudiantil; Tletelolco fue una emboscada preparada por los jóvenes que dispararon contra la policía, los soldados y contra -¿quién lo creyera?- sus propios compañeros; finalmente, los crímenes de 1968 fueron acontecimientos menores, de carácter meramente policiaco y sus responsables fueron los líderes estudiantiles, algunos maestros y decenas de jóvenes más que fueron detenidos y encarcelados a raíz de los acontecimientos.

Este catálogo escandaloso de burdas mentiras constituye el bagaje explicativo de un acontecimiento que condensa y simboliza el nacimiento de nuestra democracia moderna. ¿Debemos aceptarlo? Estamos en 1998, al filo del siglo XXI, tenemos vivo el recuerdo de los horrores y calamidades que trajo el siglo XX, seguimos escandalizados por la injusticia y la corrupción, nos proponemos construir algo nuevo, una sociedad democrática, transparente, fundada en la honestidad, la libertad y la responsabilidad, ¿podemos, en estas circunstancias, resignarnos a elevar estas mentiras al sitio de honor de la Historia?

Creo que hacerlo equivaldría a renunciar a nuestra inteligencia y a nuestra dignidad de personas libres. Decía Luis Donaldo Colosio que nuestra generación tenía una deuda con el futuro: el mundo que construyamos es un mundo que habrán de heredar nuestros hijos. Luis Donaldo tenía razón, pero en el caso de los hechos de 1968, el saldar esa deuda con el futuro nos obliga a saldar, previamente, la deuda que tenemos con el pasado.

Yo no quiero -y, junto a mí, creo, muchos otros mexicanos- heredar a mis hijos un mundo de mentiras, empezando por ese catálogo de falsedades monstruosas que el gobierno de Díaz Ordaz inventó para ocultar su responsabilidad en los crímenes de 1968.