México firmó en marzo de 1981 la Convención Americana de Derechos Humanos, en la que se establecieron dos instancias que velarían por los derechos humanos en el continente: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El Estado mexicano se comprometió entonces a observar las recomendaciones que emitiera la primera, aunque no aceptó la jurisdicción de la segunda.
La aceptación de la competencia de la Corte fue desde siempre un reclamo de diversas organizaciones no gubernamentales, al que se sumaron pronto algunas de las internacionales. Se consideraba fundamental que, dada la dependencia y parcialidad del sistema de procuración y administración de justicia en México, existiera la posibilidad de que un órgano imparcial juzgara aquellos casos en donde los responsables de violaciones a los derechos humanos pudieran quedar impunes.
La cancillería anunció el sábado de la semana pasada que nuestro país aceptaría la competencia de la Corte. Tras la alegría que esto causó entre quienes durante años hemos pugnado por el respeto a los derechos humanos de los mexicanos y de todo aquel que se encuentre en nuestro territorio, surgió una pregunta: ¿por qué hasta ahora? Pues hemos de recordar que desde mediados de 1996 se inició una campaña que, intentando desprestigiar a las organizaciones civiles, aludía a la soberanía nacional y a la ``indudable'' posibilidad de que los mexicanos resol- viéramos nuestros conflictos y diferencias a través de nuestras instituciones. En 1997, y los meses transcurridos de 1998, la campaña en cuestión se agudizó, al expulsar a decenas de observadores internacionales que se preocupan por la situación de los derechos humanos en México. Incluso organizaciones de prestigio como Amnistía Internacional fueron descalificadas e ignoradas por el gobierno de nuestro país. Al mismo tiempo los gobiernos de México y Perú encabezaron un intento de modificación del sistema interamericano, que pretendía, entre otras cosas, reducir nuestras posibilidades de acceso. Hasta hoy cualquier persona u organización puede interponer quejas ante él. Nuestro gobierno proponía que fuese sólo el sistema público de protección a los derechos humanos quien tuviera la facultad de presentarlas, empobreciendo sustancialmente al propio sistema y limitando sus posibilidades. En el caso mexicano, la sola probabilidad de que esto ocurriera dejaba al descubierto las verdaderas intenciones gubernamentales: el sistema público no jurisdiccional -con honrosas excepciones- se ha caracterizado por su tibieza al resolver casos de violaciones a derechos humanos, carece hasta hoy de independencia efectiva del poder Ejecutivo y posee un mandato muy limitado, que deja fuera varios de los derechos reconocidos en el plano internacional. Dejar exclusivamente en sus manos el acceso al sistema interamericano, significaba tanto como eliminarlo del panorama de México. Por fortuna las intenciones de la representación mexicana fueron detenidas en la 57 asamblea general de la Organización de Estados Americanos, llevada a cabo en Lima el año pasado.
Más aún, varias organizaciones no gubernamentales hemos llevado casos a la Comisión Interamericana, buscando presionar a nuestras autoridades para que sean resueltos, haciendo justicia a las víctimas. En ninguno de ellos ha habido una respuesta gubernamental favorable. La conducta del gobierno ha dejado mucho que desear, sea en casos donde se ha ameritado una recomendación, como en el del general Gallardo, condenado a 24 años de prisión a pesar de la opinión de la comisión, o en aquellos que siguen al procedimiento de solución amistosa, como el de Pedro Peredo Valderrama, cuyos asesinos fueron absueltos y liberados hace tres semanas, a pesar de que su responsabilidad era evidente. Tal actitud no sólo impide a las víctimas y a sus familiares obtener justicia, sino que desacredita y desestabiliza al propio sistema interamericano.
Con estos tristes antecedentes, la Cancillería ha anunciado el reconocimiento de la competencia de la Corte, cuyos juicios no podrán ser desestimados. Por ello, y sin menoscabar la importancia que esta decisión tiene en materia de derechos humanos para nuestro país, no podemos menos que preguntarnos ¿por qué?, y sobre todo, ¿por qué hasta ahora?