Invitada primero al estreno y después a una representación posterior, en ninguna de las dos ocasiones me fue posible asistir, en una con disculpa y en la otra sin ella, para ver Master class con Maria Callas, de Terrence McNally; no era el caso abusar de la cortesía de los responsables de OCESA, así que intenté comprar boleto. Imposible en las primeras semanas y para una buena localidad; posible al fin adquiriéndolo con toda antelación. Sirva esto como explicación de mi tardanza en ocuparme de un estreno importante y para constatar el éxito de público que está teniendo este serio intento de OCESA Presenta y de Producciones Gilbert de ofrecer un teatro de calidad.
La obra de McNally es igualmente exitosa en todas partes, un poco por la magia que todavía evoca La Divina, un poco por ese interés que existe en muchos espectadores por acercarse a la creación escénica y algunos de sus secretos, lo que entre nosotros se ha comprobado con las clases teatralizadas de Héctor Mendoza. Escribí antes de la magia que todavía evoca y escribí mal, porque con el tiempo se acrecenta hasta llegar a lo legendario; la Callas es la gran diva de nuestra época y un personaje de trayectoria fascinante. Fea, gorda, sin gracia y con una voz cuyo timbre no a todos agradaba, la Galatea griega fue moldeada por sucesivos pigmaliones -que en gran medida la incluyeron a ella misma-- hasta convertirse en una bella mujer aclamada en los escenarios operísticos del mundo. Dieron que hablar sus arranques y sus caprichos, su traicionado amor por Aristóteles Onasis. La clase maestra del texto se da cuando la diva ya perdió la voz y al amante y ha sufrido todas las derrotas, pero es recibida con admiración y casi medroso respeto por los discípulos de ese conservatorio estadunidense.
Según dicen los que saben, el gran éxito de Maria Callas se debió en gran parte a su capacidad histriónica, a esa gran fuerza de su rostro y sus actitudes; Luchino Visconti es quien la condujo por los secretos de la actuación lo que, sumado a las calidades de su voz, la convirtieron en lo que fue. Terrence McNally aprovecha esto y en Master class la diva intenta enseñar a los tres discípulos los rudimentos de la disciplina actoral, como sería colocar al personal en situación; las dos discípulas representan dos tipos de cantantes opuestos entre sí y a la Callas: Sophie de Palma (Irasema Terrazas) es la soprano de buena voz, pero de presencia borrosa, y Sharon Graham (Tere Cabrera) es la que puede tener la fuerza, pero carece de la convicción y no desea ``cantar peligrosamente''. El discípulo Anthony Candolino (Rolando Villazón), un tanto zafio, pero intuitivo y de bellísima voz que conmueve a la maestra.
Supuestamente, el público representa a ávidos estudiantes que asisten a la clase maestra impartida a tres de sus compañeros, lo que permite a la actriz dirigirse con toda amplitud al patio de butacas (y eso me lleva a recordar la chistosa declaración del director de otra obra, de que su escenificación es interactiva porque ``se establece una catarsis entre la obra, los actores y el público''. Joya que no pude abstenerme de compartir con el lector), como si la diva improvisada de maestra intentara establecer una cierta complicidad con su auditorio. Este es un atractivo más del texto, al que hay que añadir la música y los recuerdos que de su propia vida le traen las diferentes arias que se interpretan. La suma de todo ello da una obra de ricas posibilidades que están bien aprovechadas por el director, Francisco Franco.
En una escenografía diseñada por Laura Rode y que reproduce la austeridad de un salón de clase neoclásico en algún conservatorio y con la ayuda del pianista Emmanuel Weinstock (Gustavo Rivero Weber), la Maria Callas que incorpora Diana Bracho se desenvuelve y por momentos es creíble. Conspira contra la actriz su propia delicada belleza que impide que la fuerza, la pasión y la ira (porque el autor nos propone a una diva ardiente de odios a la hermana, a la madre, al mundo) de la Callas se proyecte con esa cierta brutalidad que sin duda la mujer real tuvo. Franco consigue muy buenos momentos que se afean con las inútiles proyecciones, muy fea la del mar cuando se habla de Onasis, poco certera la de los palcos de la Scala de Milán a los que Callas saluda de espaldas. De cualquier modo, es un agradecible producto que incide en el camino del buen teatro con éxito taquillero.