La Jornada Semanal, 3 de mayo de 1998
Acercamientos a la obra de Miguel Torga
Tal vez el título más apropiado para esta selección de textos de Miguel Torga sea el verso final del poema con el que inició la escritura de sus diarios: ``una estrella en el suelo'', pues en él se juntan la luminosidad y la penumbra, y se eleva y cae esa paradoja constante que es esencia, gloria y derrota de lo humano.
Miguel Torga (seudónimo de Adolfo Rocha) nació en São Martinho de Anta, provincia de Trás-os-montes situada al norte de Portugal. Estudió y se graduó en Coimbra, fue médico rural y practicó la otorrinolaringología en la pequeña ciudad de Coimbra y sus alrededores. Acusado de comunista (era más bien un libertario un tanto contemplativo, pero siempre afiliado a la causa de los derechos humanos), pasó un año en las prisiones salazaristas y regresó a su consulta y a su literatura con la sobriedad del ``decíamos ayer'' de Fray Luis de León. No frecuentó los salones literarios, pero cultivó buenas amistades e intercambios con escritores a quienes ``les hurgué las narices, las orejas y el gaznate''. Casi no tuvo premios y justo es decir que le interesaron poco los reconocimientos y los festejos. A su muerte fue saludado como ``el patriarca de las letras portuguesas''.
Su obra incluye nueve libros de poesía, colecciones de cuentos, las tres novelas autobiográficas de La creación del Mundo, otras novelas y los doce volúmenes
de su Diario (1932-1987).
Gracias a su solidario individualismo (en Torga, como en Unamuno, siempre funcionan las paradojas) y a su conocimiento amoroso de la lengua portuguesa, Torga es, a nuestro entender, uno de los cronistas más fieles e imaginativos del Portugal moderno, y uno de los grandes escritores de este siglo que se nos está yendo como el agua.
De Diario (1932-1987)
Coimbra, 3 de enero de 1932.
Déjenle, que va apenas
Viene de la tierra de todos. Allí mora
Que va lleno de noche y desconsuelo.Dejen pasar al que cumple su
jornada.
Dejen pasar
al que va lleno de noche y
claridad.
Déjenle pasar y no le digan nada.
a beber agua de Ensueño a cualquier
fuente,
o a coger azucenas
a un jardín que él presiente.
y allí regresa después de
amanecer.
Déjenle pues pasar, ahora.
Que va a ser
una estrella
en el suelo.
Coimbra, 6 de febrero de 1932. Paso por esta Universidad como pasa el perro por viña vendimiada. Ni yo me fijo en ella ni ella se fija en mí.
Coimbra, 8 de febrero de 1935. Me gustaría escribir hoy un bello poema, fuerte, cálido, luminoso, airoso, en honor a la vida. Es que, sin saber por qué, acabo de responderle con un optimismo impresionante a un joven poeta que estaba exhibiendo ante mí su decadencia precoz. Y a pesar de lo que me dolía la garganta en ese momento, me sobrepuse para decirle: ``¡Qué muerte ni qué ocho cuartos!'' ``¡Viva la vida!''. Esa vida que se conquista luchando, como la planta de maíz que empieza a empujar, a empujar y termina por levantar la tierra y ver el sol. ¡Quién habla de morir, hombre de Dios! ¿Usted ha visto alguna vez que un pino se suicide?
Esto es lo que me gustaría dejar escrito en un bello poema.
Coimbra, 26 de enero de 1942. Después de la Ilíada, la Odisea. De vez en cuando tenemos que templar nuestro coraje en estos antepasados de la poesía. Y no hay duda de que el pasaje de Nausicaa es perfecto. El bueno de Cames no supo verlo, o en todo caso se equivocó rotundamente al pensar que era posible poner en el jardín de la pureza griega la pornografía lusitana. Pero lo más sorprendente de estos helenos es la sonrisa amable con que sabían hacer frente a la vida, incluso cuando se encontraban ante una tragedia sangrienta. Fueron los únicos que tuvieron la idea profunda y satánica de mostrarnos a los lectores, simultáneamente, las marionetas y los que manejan sus hilos. Fueron los únicos que supieron hacer en la literatura lo que después los romanos hicieron en la vida, cuando colocaron en el carro triunfal de César un esclavo que entre las aclamaciones le susurrase el memento homo de su condición. Fueron los únicos que supieron hacerla terrena. Los héroes, por muy grandes que nos parezcan, tienen siempre algún defecto que los reduce a la pequeñez de los hombres. Incluso los dioses son afectados por esta trivial regla de moral. Y tanto en el Olimpo como en Atenas, por detrás de cada hazaña asoma un mísero y mezquino talón. Héctor habla; pero, antes de que él abra la boca, ya ha hablado Neptuno. Ulises lucha y vence; sólo que, antes de que su espada triunfe, ya tiene asegurada la victoria. Esto en lo referente a los hombres. En cuanto a los dioses, como viven en el cielo, la cosa es un poco más discreta. Pero incluso así, ni siquiera se salva el viejo Júpiter. La carne es débil, Venus es guapa... En fin, ¡una pena! Pues bien, no hay nada más saludable en la educación de un pueblo que este contrapunto, que coloca en el mismo rasero la heroicidad y la falta de heroísmo. Se establece un equilibrio entre la marea alta y la marea baja, y creo que es precisamente en la oscilación entre estos dos polos en lo que reside la fuerza del mar.
Coimbra, 12 de julio de 1947. Acabar con la muerte como agonía diaria de los seres humanos, es tal vez el mayor bien que se le puede hacer al hombre. El cristianismo ha transformado la vida en una cruz, porque ha colocado la conciencia de la muerte a su cabecera. Y todos, creyentes y ateos, vivimos bajo el mismo terror. Pero es que la idea terrorífica del fin no forma parte del hombre ni fisiológica ni intelectualmente. Ni los griegos, ni los romanos, por ejemplo, sentían la muerte con esa irreparable angustia que nos devora a nosotros. Es absolutamente necesario, pues, arrancar las raíces de ese dolor, cueste lo que cueste. Esclavizados como estamos por la obsesión del Más Allá, nuestros días aquí no pueden tener libertad ni alegría. Toda doctrina que le niegue al hombre el derecho a una plenitud en su tiempo físico, es una doctrina de castración y de aniquilamiento. Ir a buscar al post mortem las leyes que han de limitar la expansión abusiva de nuestra personalidad, es el artificio mayor que se podía inventar. Que se predique una moral y que se le exija al individuo contención y disciplina, pero que éstas nazcan de su propia armonía. Que se cree una ética con raíces en ese mismo suelo en que el hombre asienta sus pies.
Coimbra, 30 de enero de 1948. Han matado, a Gandhi, a tiros. ¡En la India ha habido un hombre capaz de apretar el gatillo contra su propia alma! La mercantil y tolerante Inglaterra a lo mejor no fue capaz de entenderlo, pero al menos respetó siempre a este hombre que se ponía a ayunar y hacía que la tierra se estremeciera. ¡El fanatismo religioso puede disparar contra la luz, y apagarla! Nadie en el mundo merecía menos la violencia brutal de un asesinato que el Mahatma. Su apostolado fue la expresión más elevada de la intangibilidad de la persona humana. El mismo Jesucristo llegó a coger un látigo, empañando con esta agresión sus enseñanzas de amor. En este sentido, Gandhi ha sido el primero en conservar intacta la belleza de su doctrina. Era un Sócrates de la acción. Y lo mismo que el griego, murió a manos de sus contrincantes. El filósofo de lo justo bebió la cicuta de la injusticia; el resistente de los brazos caídos cayó fulminado por las balas. Pero, del mismo modo que Atenas, al matar a Sócrates, le dio la razón, la India, al asesinar a Gandhi, se la da también. La justicia no se puso del lado de la cicuta, ni la resistencia ha de ponerse al lado de las armas. El gran mal de quien se dedica a apagar estrellas es olvidar que la vida no puede ser alumbrada con candiles.
Coimbra, 24 de febrero de 1948. Otra vez me han denegado el pasaporte para poder salir de Portugal. ¡Estoy preso! ¡Y vean qué absurdo es el celo de estos policías! Están convencidos de que me mueven sombríos propósitos de minar el orden establecido, y lo que yo pretendía, se lo digo con el corazón en la mano, era ir a ver los Velázquez del Prado y los Memlings de Brujas...
Coimbra, 27 de marzo de 1962. Huyo de los viajantes de la cultura como el diablo de la cruz. Pero hoy he tenido que soportar a uno. Como hijo ilustre y mimado de Francia, se pasó hablando de ella dos horas, con una locuacidad incansable e incestuosa. Cada vez que yo intentaba sacar a colación a Portugal, este excelentísimo señor, con una habilidad propia de un prestidigitador, me calaba hasta las cejas el gorro frigio.
-Hace treinta y cinco años que vivimos bajo una dictadura...
-¿Y qué es eso, si lo comparamos con los días terribles de la Ocupación?
Me cosí la boca en espera de otra oportunidad. Me pareció que se presentaba poco después y la cogí por los pelos.
-En cuanto a la juventud, no sé si se ha dado cuenta...
-Nosotros, allí, tenemos el mismo problema, pero más grave aún...
Me callé de nuevo haciendo de tripas buena educación. Pero, dispuesto a salirme con la mía, volví a la carga en cuanto pude.
-La vida literaria, aquí...
-Si conociese la nuestra, es terrible...
Renuncié. Y entonces, pacientemente le oí relatar las hazañas que llevó a cabo en la Resistencia -¡sí que hubo resistentes en esa nación!-, contar con todo detalle cómo lo nombraron académico, describir las ventajas de ser conocido en todo el mundo, etcétera, y cuando se dio por satisfecho, y apuró su copa de Oporto y se fue, me puse a pensar en el significado de estos intercambios intelectuales entre grandes y pequeños países. En estas relaciones desiguales, de señores y colonos, siempre que hay un trueque de visitas, los amos exhiben desdeñosamente su opulencia, mientras los siervos, con la boca abierta, se pasan torpemente el sombrero de una mano a otra.
Coimbra, 7 de mayo de 1974. Cuanto más me aventuro por las veredas de nuestra literatura y más desahogos releo en mis hermanos de oficio, más se arraiga en mi espíritu la convicción de que en Portugal todos los verdaderos escritores escriben en tensión negativa. Con rabia, con sarcasmo, con ironía o con amargura. No hay más que ver las páginas agrias que se deslizan en lo mejor de la obra de cada uno de ellos. La paz de unas grafías sin crispación no es cosa nuestra. Todo lo hace imposible, desde el medio hostil en que vivimos, incapaz de comprender el acto de la creación, hasta las mismas relaciones inter pares, siempre difíciles y tormentosas. De aquí que hagamos de la pluma una estaca, un cauterizador, una flecha envenenada o un cilicio. Un instrumento de agresividad y de mortificación al mismo tiempo.
Coimbra, 14 de junio de 1976. Estructuralismo. ¡La fuerza que tiene un texto! Una vez llamado a la existencia impresa, no puede dejar de ser tal y como es, hasta la eternidad. Existe un poder de cohesión, una recíproca necesidad interna, que transmuta dos palabras ensambladas en una realidad inviolable. Es una alquimia tan misteriosa y tan provocadora, que, en cuanto el hombre organizó su primer pasaje escrito, otros hombres se esforzaron obstinadamente en destruirlo. ¿Qué puede ser sino voluntad de destrucción esta ansia sistemática de análisis, que disecciona encarnizadamente una página hasta dejarla exangüe, momificada? Metodológicamente ajenos a la pasión de la lectura, se empeñan en no poner en ella ni la más leve sombra de simpatía. No soportan la hipótesis de dejarse acunar, de rendirse a su encanto, y se defienden deliberadamente con un acervo de sutilezas mecánicas y áridas. Es como si quisieran desmentir el escándalo de la levitación por el simple enunciado de la ley de la gravedad. Pero el verbo encarnado va resistiéndolo todo. En otro tiempo, la testarudez añeja de los gramáticos; en la actualidad, la presunción de los científicos. Escribir es un acto ontológico.
Coimbra, 11 de julio de 1976. Fusilamientos en Angola. Sé que mi protesta no sirve de nada, pero incluso así protesto igual que protesté en vano contra otros fusilamientos del pasado y protestaré, seguramente en vano también, contra otros del futuro. No quiero convencer a los vivos. Lo que quiero es honrar a los muertos.
Praia do Pedrógão, 23 de agosto de 1981. Los maleficios del tabaco. No se trata del mérito o demérito de la obra de Chéjov, sino los de ese cigarrillo concreto que fumamos. Mi interlocutor era un profesional de la salud. Y me puso delante unas estadísticas que yo, claro, conozco bien. Lo que ocurría es que yo navegaba en otras aguas. En las de esa angustia humana que, desde que el mundo es mundo -en la China, en la India, en Egipto, en América y en Oceanía-, recurrió a determinados tóxicos que la calmasen, que la apaciguasen al precio que fuese. Lo que cuesta es vivir. Morir no duele tanto. Nadie duda en tomar un comprimido cuando le duelen las muelas. Y hay dolores más profundos y duraderos que esos que podemos mitigar con aspirinas. Dolores que piden un lenitivo especial, que nos sepa bien y que sea un compañero solícito, un confidente discreto, un amigo fiel en cualquier momento y circunstancia. Un amigo que, aunque termine tiranizándonos y desgraciándonos, consiga librarnos de nosotros mismos gracias a la obsesión que tenemos por él.
Coimbra, 25 de mayo de 1982. A pesar de mi edad, no acostumbrarme nunca a la vida. Vivirla hasta el último suspiro con el credo en la boca. Como si fuera siempre por primera vez, con la misma apetencia, con la misma admiración, con la misma angustia. No consentirle que se convierta en algo trivial en mis sentidos ni en mi mente. Olvidar en cada atardecer el del día anterior. Saborear los frutos de cada día sin que su gusto permanezca en mi memoria. Nacer todas las mañanas.
S. Martinho de Anta, 3 de julio de 1982. He señalado en el jardín el sitio en que me gustaría ser enterrado.
Coimbra, 2 de enero de 1987. Un paso más en este camino de lucidez despiadada, y ya no podré hacer pie en la vida.
Esperamos que la presente selección de textos pertenecientes al Diario y a Bichos, publicada gracias a los generosos permisos de Alfaguara y de la traductora Eloísa çlvarez, permita a nuestros lectores acercarse de nuevo, o por primera vez, a la obra de Miguel Torga, narrador, poeta y médico, nacido en un poblado de Trás-os-montes, provincia de Portugal, ese extremoÊde Europa que navega hacia todos los puertos y las playas de los hombres.
Esta es la verdadera historia de Tenorio, el gallo.
Nació de una nidada que la señora Maria Puga había puesto cariñosamente bajo las alas cluecas de la Pinta, el 12 de enero, a las tres de la tarde. En cuanto la vieja lo vio salir del cascarón, dijo:
-Ese es pollo.
Y lo era, efectivamente. Aquel simulacro de cresta que traía del huevo, pocas semanas después parecía una mitra. Y nadie volvió a poner en duda que era un pollo. Respecto a sus dos hermanos, tiñosos y frioleros, se mantuvo la incógnita durante mucho tiempo.
-Antonio, ¿a ti qué te parece?
-No sé qué decirte, mujer.
-El de delante sí, no puede negarlo. Aquellas tres son pollitas, seguro. Ahora, estos dos engendros...
Pollos también, pero unos inútiles. En cuanto veían un gavilán sobre el corral, daban pena:
-Pío, pío, pío...
¡Incluso escondidos bajo sus alas se cagaban de miedo! l, sin embargo, seguía al descubierto, desafiando a aquel enemigo que planeaba allá en lo alto.
-¡A éste lo dejo para gallo!
Y ¡era una mujer de palabra! En mayo, por la Ascensión, cuando se encontró a sus hermanos degollados y desplumados, no pudo evitar un escalofrío. ¡Menuda broma! Gracias a Dios, su ama sabía distinguir el trigo de la cizaña y lo dejaba para simiente... ¡Un bello porvenir, no podía quejarse! Es cierto que en ese momento no estaba todavía en condiciones de apreciar debidamente la suerte que había tenido. A pesar de que la simple certidumbre de seguir viviendo le llenase el alma de una fe ciega en el futuro, sólo tiempo después llegó a ver claramente la grandeza de su destino. Y cuando lo comprendió, a punto estuvo de reventar de orgullo.
Fue en octubre, al amanecer... ¡Qué gran día aquel! Tras un sueño profundo, se había despertado temprano, cuando el alba comenzaba a colarse por los agujeros de las cerraduras. Un silencio de iglesia. El olor fuerte del mosto que fermentaba en la bodega, dulzón, se le metía en el cuerpo y le inspiraba sueños de voluptuosidad. Y, en medio del mutismo de las cosas y de aquel perfume embriagador, empezó a sentir un ansia tal de hinchar el pecho y ponerse a cantar, que llegó incluso a pensar que tenía fiebre y estaba delirando. Pero no. Felizmente, su salud no podía ser mejor. Esa extraña sensación que le atormentaba no era más que una necesidad de expansión, un querer anunciarle al mundo algo, pero sin saber qué. Aterrado, paralizado por el miedo y el pudor, con un movimiento instintivo de defensa, cerró la garganta. No le sirvió de nada. ¡De haber seguido impidiendo la salida de aquel himno de saludo a la luz que estaba naciendo, hubiera reventado! No había voluntad capaz de amordazar el grito irresistible que lo ahogaba.
Y cantó:
-¡Ki-ki-ri-kii!...
Despertó a todo el mundo. Fue como si de repente hubiese caído un rayo en el gallinero y los hubiese despertado a todos: a su madre, a sus hermanos y a sus primos. Hasta él, en cuanto el grito le salió de la boca, se quedó de piedra. Y, al igual que los otros, todo él era interrogación y asombro. Pero cuando todavía no había terminado de entender lo que había pasado, ya brotaba de su pico un nuevo canto:
-¡Ki-ki-ri-kii!...
Esta vez el sonido le pareció más sano, más seguro. Y, durante unos momentos, acarició el dibujo fino y agudo de las notas que resonaban en sus maravillados oídos. Después repitió:
-¡Ki-ki-ri-kii!
¡Ni miedo, ni pudor, ni nada! ¡Cómo no iba a ser él un gallo de verdad! ¿O es que no veía que, en todo el gallinero, tan alborotado, la sorpresa había dejado paso a un rumor de pura admiración?... En el gallinero, y también en la casa.
-Antonio, ¿no has oído al pollo?
-Sí.
¡l, un pollo! ¡Qué estúpidos! Y poco después, en cuanto la mujer les abrió la puerta, fue y galló en sus propias narices a la Caluda. ¡La madre abadesa del corral! La verdad es que la había pisado alocadamente, hirviendo, temblando, y que ni siquiera estaba seguro de haber dejado su simiente en la overa. ¡Pero había conseguido montarla como un gallo! Como lo que realmente era.
¡El, un pollo! ¡A ver si es que ahora resultaba que eran falsas esas plumas doradas que le engalanaban el pecho, y que eran postizos los espolones que veía crecer día a día en sus patas lisas y musculosas!
¡El, un pollo!
A pesar de todo, esta fue la última vez que su ama se refirió a él sin la debida consideración. Poco tiempo después le hacía unas advertencias a su comadre con otro tipo de lenguaje:
-Mira a ver si encierras a tu gallo, que no quiero que se pase la vida de pelea con el mío...
Y ahora ¿qué? ¡Pues claro! ¡Se veía obligada a darle la razón a él, no le quedaba más remedio! Y no le hacía ningún favor. Era un gallo, y que no fuese a pensar aquel cagón de la vecina que, porque él fuese joven, iba a andarse toda la vida con miramientos. ¡No faltaba más! El podría ser atento con los viejos, pero hacer el payaso, ¡eso sí que no! A partir de ahora, le pesase a quien le pesase, el que iba a mandar allí era él, y el otro tendría que aguantarse. ¡Y mucho respeto! Pero el vecino se empeñaba en conservar sus antiguos privilegios y, al primer jaleo, su dueña ya había avisado a Teodora. En vano, después de todo, porque estas cosas no pueden arreglarse más que a golpes. Y así fue.
Hacía un frío invernal. Una helada de las que ya no había memoria. ¡Y ni siquiera así el bellaco del vecino dejó de atender a la llamada del vicio! Muy arropado en sus plumas, se presentó en el corral como el que venía a echar una brisca. Le había puesto buena cara, evidentemente. Si lo que quería era distraerse, charlar un rato, que entrase y se sintiese como en su casa. Pero el ladrón de él sacó las uñas en un decir Jesús. No había terminado de darle la bienvenida y ya le estaba seduciendo a la Garnisé. Se cegó. ¡El muy cabrón! Y ajustaron cuentas allí mismo.
Sin embargo, el bribón conocía bien su oficio. ¡Tenía experiencia, aquel hijo de mala madre! Una tanda de picotazos criminales, sin fallar uno. Y eran golpes bajos, de rufián. ¡Tiraba a matar, el muy bandido! Gracias a que le descubrió a tiempo el juego. Y, como el que ríe el último ríe mejor, lo dejó que arremetiese, mientras él lo esquivaba como podía. Un salto adelante, otro atrás, lo justo para irle tanteando. El otro, sin olerse la estratagema, siempre con la espada en alto. Sólo que ya no era un niño. Le pesaba el buche. Terminaría echándolo de allí. Pero ahora, que siguiese. Poco importaba que el mujerío del gallinero, deslumbrado, animase a aquel tunante. Las hembras son así. No hay que fiarse mucho de ellas. ¡Que esperasen a que llevase él la voz cantante! La pelota todavía estaba en el alero... Y durante un rato, efectivamente, todo consistió en provocarle, hurtar el cuerpo, hacer tiempo. Y cuando aquel pedazo de burro empezó a ahogarse, agotado por un cuarto de hora de lucha, le cayó encima como un rayo. ¡Y sin treguas! Aquel necio, que se creía que iba a arrasar... ¡Pues ahí tenía! Una paliza de tal calibre que provocó un murmullo de sorpresa. Cuatro embestidas más, y se fue por el mismo camino, acusando el castigo y hecho un guiñapo.
¡Gallo! ¡Y tan gallo que ahora, en cuanto fruncía el ceño, se echaba a temblar todo el corral! ¡Y bonito de verdad! La cresta le caía a ambos lados graciosamente doblada. Dos bellos pendientes junto a ella. ¡Y en todo el pecho, sobre el buche redondo, un delantal de plumas que parecían de pavo real! Para no hablar ya de sus alas, un prodigio de hermosura, de sus espolones, más blancos que el marfil, y de su poderosa voz, legítimo orgullo del ama.
-¡Qué bien canta su gallo, tía Maria!
-No hay otro igual...
Ufano y seguro de sí mismo, como es natural, no se limitaba a cantar al amanecer. Cantaba a medianoche, a las tantas de la mañana, y varias veces durante el día.
Lo de medianoche era por pura exhibición. A esa hora, le gustaba lanzar en el silencio recogido del lugarejo su grito petulante y subversivo. Debilidades humanas. Aprovechaba que todos estaban durmiendo para dar su toque de alerta. ¡Y, claro, despertaba hasta a los muertos!
De madrugada, abría su pecho por grata fidelidad a aquel amanecer en que había despertado a la vida y la había sentido palpitante en sus sentidos. Era el recuerdo más gratificante que conservaba... Y lo celebraba religiosamente.
Durante el día, entonaba su himno por motivos particulares... ¡Ay, bien sabía él que no debía hacerlo! ¡Que está feo que usemos nuestros dones naturales para perturbar hogares ajenos! Fue precisamente por esto por lo que le dio al vecino la zurra que lo había llevado a la sepultura, pero no por ello dejaba de meterse en líos a cada momento. Y, sobre todo, sin ninguna necesidad. Quince mujeres en el harén... ¡Qué diablo! Pero somos como somos. ¡Maldita naturaleza la suya! ¡No se veía harto! Y cuando en casa ellas comenzaban a ponerse fuera de su alcance, no le quedaba más remedio que hacer llegar
a otro sitio su grito de hambre. Además, que a todos nos gusta variar... Siempre sabe bien echar una canita al aire..
-¡Este gallo suyo es el mismo diablo! Es el que manda en todos los gallineros. No hay pollita en la aldea que no haya probado.
Era Júlia, la Pirraas, que estaba charlando con su ama. l escuchaba haciéndose el modesto, y derritiéndose de gusto, evidentemente. A todos nos gusta que nos alaben... ¡Ay, si no fuese por esa espina que estaba clavándosele en el corazón!...
-Y tengo ahí un hijo suyo que no va a desmerecerle en nada...
La espina. Entusiasmada con su virilidad, la vieja había decidido perpetuar su casta. Estaba dejando para gallo un pollo de la penúltima nidada. ¿Y no es que el mocoso prometía ya? ¡Mal rayo le partiese, qué mala suerte! Cuando todo le iba a las mil maravillas -abundancia, salud y tranquilidad-,¡ahí tenía! Y claro, empezó a cavilar, a sentirse preocupado. Cumplía con sus obligaciones, cantaba, daba un poco de conversación, pero no podía dejar de mortificarse. Por mucho que quisiese disimular, no había manera.
-Al gallo viejo le pasa algo...
¡Gallo viejo, él! ¡Vaya vida!.... Que ande uno Dios sabe cómo, concomido por dentro, sin ganas siquiera de enseñar los dientes, y encima una sentencia sin apelación posible: ¡gallo viejo! No creía haberle dado motivos a nadie para que pensaran eso de él. El mujerío seguía poniendo pies en polvorosa en cuanto lo veía acercarse, y todavía no había ninguna que se quejase de falta de asistencia. Al menos, eso era lo que le constaba a él. A no ser que alguna revoltosa... ¿No habría presenciado la vieja alguna sinvergonzonada? Tendría que andar con los ojos bien abiertos.
-Pues se mata y nos lo comemos en salsa. A su hijo ya se le puede dejar solo...
¡Así que entonces era que el señorito estaba empezando a hacer de las suyas! ¡Ah, pues, le iba a salir cara la travesura! ¡Vaya si le saldría cara! ¡Golfo!, un renacuajo, recién salido del cascarón, ¡y ya pasándose de listo! Como lo cogiera con las manos en la masa...
Empezó a espiar al muchacho día y noche, devorado por unos celos atroces. Pero no consiguió descubrir nada. Durante el resto del invierno no le dio motivo de queja. El mozo se portaba como Dios manda. Y empezó a respirar más tranquilo.
Y fue justamente en el mes de octubre -tres años hacía que él se había estrenado- cuando estalló la tormenta. Se había despertado temprano para dar el toque del alba. Un profundo silencio llenaba la noche igual que entonces, y el mismo olor a mosto, fuerte y dulzón, lo inundaba todo. Y, al abrir el pico, rompióÊjunto a él un canto tan cristalino y tan puro que se calló.
-¿Has oído al pollo?
-Sí.
No había duda: aquel fanfarrón estaba sacando los pies del plato. Tenía que cortar el mal de raíz, o estaba perdido.
Empezaba a clarear, y con la luz del día comenzaba el trajín en la casa. De repente, la vieja empezó a afilar el cuchillo en el barreño.
¿Qué? ¿Sería posible? ¿Aquel demonio de mujer tendía el valor de cortarle el pescuezo?
Pero no había terminado él sus reflexiones teóricas, cuando ya estaba echándole mano.
-¡Ki-ki-ri-kii!...
Su hijo, otra vez. Aquel maldito hijo que su ama no había sacrificado al mismo tiempo que a sus hermanos.