La Jornada Semanal, 3 de mayo de 1998



TIEMPO FUERA

Cadenas

Fabrizio Mejía Madrid



La tarde del día en que me fue rechazada una crónica en la que trabajé durante un mes -``no sé si debas reescribirla; a mí me daría un ataque de narcolepsia si tuviera que volver a leerla'', dijo el editor y colgó-, me enterré en la planta del pie un aguijón de una abeja momificada -la abeja tenía dos semanas insepulta porque yo estaba escribiendo la crónica rechazada-, y tomé un metro en la dirección contraria que me arrojó a una terminal en la que me perdí, digo que, esa tarde, me dispuse a llorar. Pero no tenía cigarros. Así que calculé las posibilidades de que los perros de la veterinaria junto al depósito de tabaco se me aventaran a dentelladas o de que, en el camino, la policía me detuviera como sospechoso del homicidio de JFK. Y me arriesgué. Caminé hacia el depósito y todo habría tenido un final feliz -llorar y fumar el resto de la tarde- si no hubiera sido por las profecías de una señora que haraganeaba en el expendio:

-Si siguen fumando estos jóvenes, nos vamos a morir todos de cáncer- escupió al aire.

-¿Cómo dijo? -pregunté muy cordial, a cambio de no desprenderle la cabeza.

-No sabe lo que le espera: los dolores del cáncer, no lo sabré yo, son terribles. Pero, además, llevará en la conciencia otras muertes: las de los fumadores pasivos.

No quise entrar en una de esas polémicas higiénicas que siempre terminan en ontología -``¿qué entiende usted por tumores malignos?''-, así que, simplemente, encendí un cigarro y le soplé la primera bocanada letal en la cara. Me persiguió a bolsazos, los perros de la veterinaria se alzaron a la altura de mi nariz, y lo último que supe fue que la señora me amenazó con el fuego eterno de las metástasis.

Cuando entré al departamento, sudando, me encerré, presa de la extraña calma que brinda haber huido de la discusión pública sobre el uso que uno les da a los propios pulmones. Pero no duró la serenidad. En la puerta me esperaba un sobre blanco. Lo abrí. Era una fotocopia de un texto a mano que decía algo como:

``Esta carta te ha sido enviada para tu buena suerte. La original se encuentra en Nueva Inglaterra y fue escrita por Dikie Cumming el día de su noche de bodas: su esposa le brindó una ovación de pie, a la mitad de la velada. Recibirás un golpe de suerte como ese dentro de los próximos cuatro orgasmos fingidos al haberla recibido y tu obligación es enviarla a otros 50 conocidos en las próximas dos horas. Esto no es una broma. Un piloto de Aeroflot no lo hizo y recibió la visita de un grupo de scouts en la cabina que llenaron el tablero con migajas de galletas caseras, y preguntaron cosas como: `¿Por qué vamos directo hacia esa montaña?' Mientras que Clark Kent fue recompensado con un contrato millonario en Hollywood por quitarse la ropa dentro de una cabina telefónica. Por eso suponemos que envió sus 50 copias. En Rumania, Nadia Comaneci no contestó la carta y, a los quince minutos, perdió la inocencia contra la barra de equilibrio. No mandes dinero. Un hombre muy rico trató de hacerlo: envió a su esposa a retirar dinero de su cuenta en Suiza, pero la sorprendió Candid Camera mientras se guardaba los fajos dentro del sostén. El hombre rico perdió todo y hoy purga una condena en una prisión de alta seguridad donde lunes, miércoles y viernes, es sometido a una visita conyugal. POR FAVOR ENVêA 50 COPIAS Y VE QUƒ OCURRE DENTRO DE 4 DÍAS.

``La cadena viene de Calypso y fue escrita por el dueño de la franquicia de Xerox; estas copias representan el 80 por ciento de las exportaciones no bananeras de esa república. Para que este país siga existiendo, deberás mandar esta carta a tus amigos y conocidos; después de algunos momentos recibirás una sorpresa. Aunque no seas supersticioso, considera lo siguiente: Una mujer mayor se sentía mal porque era la única de sus amigas que no se había casado y tras enviar sus 50 copias de esta carta, todas sus amigas enviudaron. Hace unos meses, la señora se casó a los sesenta años con un arqueólogo al que hace profundamente feliz: entre más vieja se pone, su marido tarda más en descifrar sus jeroglíficos.

``No envíes dinero ni rompas la carta. Verás que funciona.''

Consideré los pros y contras. Desapués de todo, ¿qué pierde uno si se ajusta a hacer lo que se le indica? Yo habría logrado cobrar esa crónica si hubiera escrito lo que se esperaba de mí. O, quizá, me enterré el aguijón de una abeja sin inhumar como parte de la maldición egipcia por haber usado como cenicero la última carta de una cadena, que había iniciado Sir Walter Raleigh. O, si no fumara, me habría ahorrado el combate. ¿Quién sabe si uno tienta la otra cara de la suerte cuando la desdeña?

Así que miré por la ventana: la señora cuidaalveolos globales había desaparecido, a menos que estuviera disfrazada de cuidacoches. Los perros, en calma. La calle tan silenciosa, que escuché el canto de los grillos (más tarde comprendí que no eran grillos, sino mis pulmones) y me volví a arriesgar.

A los tres segundos de mi llegada, la fotocopiadora se descompuso: las encargadas se miraban unas a otras y, luego, echaban vistazos fugaces hacia el interior de la máquina como si guardara el secreto de los faraones. No pude sino encender un nuevo cigarro. Y caminé entre desconocidos, soplándoles grandes bocanadas a los ojos, seguro de que el humo los ataría de alguna forma a la suerte que me esperaba.