MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Juegos de espejos
A Carlos Monsiváis: feliz cumpleaños
Sandra deja de sonreír cuando llega a su departamento. Cierra la puerta y se recarga en ella para recuperar fuerzas, luego tira su bolsa y prende la luz. Una claridad amarilla cae sobre la mesa donde quedaron, desde la mañana, vasos, tazas, frascos de vitaminas y la caja del cereal. El desorden la irrita y la hace maldecir: ``con un demonio, ¿por qué siempre me toca hacerlo todo?''
Su desaliento se borra cuando escucha el timbre del teléfono. Se apresura a contestarlo: ``¿Verónica? Me imaginé que eras tú. ¿Qué pasó, vendrán el domingo?'' Antes de oír la respuesta agrega: ``te prometo que tu papá y yo no discutiremos lo de la hojalateada... No, si estoy de acuerdo en que vaya él primero, lo que me choca es que sea tan indeciso y me haga perder tiempo. ¿Te imaginas lo que eso significa para mí? Se lo recordé anoche... No, imposible. Si se tratara de algo distinto, quizá lo haría. En este caso tengo que esperarme a que estemos de acuerdo. ¿Los dos juntos? Imposible, y menos ahorita. Nos toca pagar los seguros de los coches y subieron muchísimo. Juro que no es un pretexto. Sabes que nadie está más interesada que yo, y es que cada mañana que me veo en el espejo me dan ganas de llorar. Ay, Vero, gracias por querer levantarme la moral... No es que esté obsesionada... Mira, no lo comprendes porque todavía no enfrentas el problema. Sí, ya sé que tiene otros, pero dale gracias a Dios de que al menos este no... De acuerdo, hablamos el domingo. Cuéntame: ¿cómo está el Junior? Dile que aquí le tengo su regalito por el Día del Niño. Le compré una selva. Claro que no son figuras tóxicas y están preciosas, hasta me gustaría jugar con ellas... Ya sé que hablo mucho. Tu papá se enoja porque siempre que me llama encuentra el teléfono ocupado. Ah, no: te juro que en estos momentos quiero todo menos otro pleito. De acuerdo, los esperamos el domingo''.
Sandra entra en la recámara. La penumbra y la frescura le producen una sensación de serenidad que se desvanece cuando enciende la luz y se descubre reflejada en el espejo. Se aproxima al tocador y se lleva la mano al cuello: ``desde muy chica tuve collar de Venus, igual que mi mamá''. Con un movimiento decidido baja la mano, cierra los ojos y repite lo que tantas veces le ha dicho Verónica: ``No debo obsesionarme con la edad. Lo que me está sucediendo es natural. ¿Que quería; tener 20 años y una hija de 30?''
Sandra desvía la mirada y comienza a desabrocharse el saco talla seis. Suspira satisfecha al recordar la expresión admirativa de la empleada que se lo vendió: ``Usa usted ropa de jovencita. ¿Le digo una cosa? Para su edad está muy bien''. El eco de esas palabras le provoca el deseo de mirarse otra vez. Ladea la cabeza mientras con la punta de sus dedos recorre el nacimiento de sus senos, firmes aún; luego, con el dorso de la mano, oprime la curva que deforma la línea de su barbilla: ``Con que me hicieran nada más esto quedaría estupenda''.
Al sonreírle a su imagen, Sandra encuentra reflejado en el espejo su retrato de bodas. Cuando ella y Manuel se lo tomaron no imaginó que al cabo de treinta y dos años lo vería con una expresión tan nostálgica como ahora. En realidad nada fue como ella y su esposo lo imaginaron; pero lo importante es que ha sabido proteger su matrimonio, que Verónica está bien casada y tiene al Junior. Sandra se entristece al pensar que, tarde o temprano, su nieto se enfrentará al problema que ahora tiene Manuel. Cierra los ojos tratando de imaginarse a Junior cuando cumpla 51 años, la edad que tiene ahora su abuelo.
Sandra no puede menos que reír cuando recuerda la forma en que su marido se atrinchera en el baño para teñirse el cabello y el bigote. Ella le ha dicho mil veces que se vería mucho mejor si empleara un tinte menos oscuro, pero él insiste en que así está bien porque no se le ven las canas. Recuerda conmovida la cantidad de veces que Manuel le ha preguntado: ``¿se nota que me pinto el pelo?'' Para tranquilizarlo ella le asegura que no. Mentir le deja un resabio de culpabilidad y de tristeza que hoy, a solas en su habitación, resume en una frase: ``Se le nota algo más: el miedo de que en su oficina lo vean viejo y lo despidan''. No quiere imaginar lo que sucedería si despidieran a Manuel; los planos son su vida, la única compensación de no haber podido jamás construir un puente.
Suenan las ocho en el reloj. Sandra imagina a Manuel observando la pantalla de la computadora a través de los bifocales que tanto lo envejecen y jura que cuando su esposo vuelva del trabajo le insistirá en que sustituya los anteojos por unos lentes de contacto. Para convencerlo, le demostrará con papeles en la mano, por allí tiene el presupuesto que le dio su oculista, que no será un gasto excesivo y menos si los compara con los beneficios.
Sandra recuerda el tiempo en que los lentes de contacto eran algo inalcanzable. Se alegra al suponer que cuando Verónica o Junior cumplan cincuenta años las operaciones de cirugía plástica costarán una bicoca y serán algo tan accesible como el salón de belleza. Sandra le pregunta a su reflejo por qué no abaratan ya las reconstrucciones faciales. Si eso ocurriera ella y su esposo no estarían en el dilema que se ha convertido en motivo de discusiones constantes. Manuel insiste que en su medio la apariencia es mucho más importante que en el de ella, y por lo tanto debe hacerse la cirugía primero que Sandra. Además, cada año salen de las universidades hordas de ingenieros civiles con quienes se ve obligado a competir.
Para demostrarle a Manuel que está equivocado, Sandra recurre siempre a los mismos argumentos: ``no sabemos de lo que estás hablando. Mi medio es mucho más exigente, yo diría que hasta cruel porque a nosotras nos perdonan todo menos que envejezcamos. Si crees que exagero consulta el aviso oportuno. Todas las ofertas de trabajo para secretarias bilingües dicen muy clarito: jóvenes de excelente presentación. En mi área es requisito indispensable tener menos de 25 años. Eso es lo único que importa. Lo demás -la constancia, la experiencia, la honradez- no sirve de nada''.
Manuel no lo manifiesta con frecuencia, pero está orgullosísimo de su mujer. En las fiestas, apenas se le suben las copas, abraza a Sandra y pide a la concurrencia un aplauso para la secretaria más trinchona de México. Al oírlo, Sandra recobra la seguridad en sí misma; pero la sensación se esfuma cuando vuelve a su oficina y mira al personal: muchachas de veinte años que se comportan como triunfadoras y se permiten indisciplinas que los jefes consideran algo tan decorativo como las minifaldas que visten sus nuevas colaboradoras.
Sandra también está orgullosa de Manuel. En privado y en público lo reconoce como excelente esposo y magnífico padre. Además, admira su vocación, su amor al trabajo. También le gusta como hombre y el apetito por su cuerpo sigue vivo a pesar de las décadas de convivencia. En las reuniones, a Sandra le complace descubrir la forma en que algunas mujeres observan a su marido; la estremece adivinar en sus miradas el deseo de algo con él. De vuelta a su departamento, mientras viajan solos en el automóvil, lo confiesa. Satisfecho, Manuel le asegura que está loca, que a su edad ya no puede gustarle a nadie. ``A mí me encantas'', afirma Sandra. Manuel le agradece la amabilidad y más tarde, cuando entran en su recámara, el agradecimiento adquiere los tonos de la pasión.
Absorta en sus pensamientos, Sandra apenas oye el saludo de Manuel. ``¿Qué pasó bonita, qué haces allí?'' Sandra miente: ``Iba a desmaquillarme''. Nerviosa, intenta abotonarse el saco, pero no puedo hacerlo porque su esposo la toma por los hombros y la obliga a permanecer ante el espejo mientras le dice: ``Deberías usar más escotes. Te rejuvenecen, te quedan muy bien''. Sandra se vuelve hacia Manuel y le acaricia el cabello aún oloroso al tinte que le cubre las canas pero exhibe su miedo.