Ayer, los gobiernos de los 15 países de la Unión Europea acordaron que, a partir del 1o. de enero de 1999, el Euro será la moneda única para 11 naciones comunitarias: Alemania, Austria, Bélgica, España, Finlandia, Francia, Holanda, Irlanda, Italia, Luxemburgo y Portugal. El carácter histórico de este acuerdo es indudable, no sólo porque representa el establecimiento de una unidad monetaria fuerte que servirá de contrapeso, en un momento de severa inestabilidad financiera internacional, a la hegemonía que el dólar de Estados Unidos ha tenido en la economía mundial desde el abandono del patrón oro, sino porque para suscribir el compromiso de lanzar formalmente al Euro fue necesaria una amplia labor diplomática y política para vencer las resistencias que muchas naciones mantenían, hasta hace muy poco, ante la moneda única europea.
La adopción del Euro es, además, un ejemplo notable de cómo es posible mantener la soberanía de las naciones y preservar sus particularidades y, al mismo tiempo, crear mecanismos de integración económica de alcance continental. A diferencia de América, donde los tratados de libre comercio han estado condicionados por las enormes asimetrías existentes entre la economía estadunidense y la de las naciones latinoamericanas, los europeos tendrán en el Euro un instrumento que les permitirá ampliar su peso en la economía internacional frente a Estados Unidos y Japón, dinamizará sus mercados, ampliará sus intercambios comerciales y estrechará sus vínculos políticos, económicos y sociales.
Con todo, este lanzamiento implica retos y problemas nada fáciles de superar. En primer lugar se encuentran las cuestiones económicas, pues si bien es cierto que el Euro beneficiará el comercio, tanto local como internacional, de los 11 países que lo adoptarán como moneda única europea en 1999, los estrictos controles monetarios y las políticas económicas restrictivas que debieron establecerse fueron causa de un incremento desmedido del desempleo y de un recorte sustancial en el gasto dedicado a la seguridad social. Si la integración monetaria en el viejo continente no se traduce en el corto plazo en beneficios concretos para los millones de europeos desocupados, el descontento social podría ampliarse aún más y provocar inestabilidad política e incertidumbre financiera en muchos países, en especial en las llamadas naciones mediterráneas: España, Italia, Grecia y Portugal. Grecia, incluso, permanecerá fuera del Euro hasta que cumpla con los requisitos macroeconómicos del Tratado de Maastricht.
Por otra parte, las cuestiones políticas en torno al Euro no se encuentran cabalmente despejadas. Gran Bretaña, Suecia y Dinamarca decidieron no sumarse por ahora a la moneda única pese a cumplir con los criterios de Maastricht, ya sea por particularidades en sus economías o porque en esas naciones existen fuertes grupos opositores, tanto económicos como políticos, a la integración europea. Y aunque se vencieron las resistencias a la entrada de las naciones mediterráneas al Euro -oposición cuyo argumento principal era que la participación en la unidad monetaria de países con economías inestables redundaría en el nacimiento de un Euro débil- es evidente que todavía está en duda la forma en que las relaciones económicas y comerciales en la Unión Europea afectarán o beneficiarán a las naciones menos poderosas, y permanecen inciertos los efectos políticos y sociales que la integración económica generará en los países con mayores problemas de déficit y desempleo.