En una fotografía que pertenece al Museo Metropolitano de Nueva York aparece Lola Montez, célebre feminista del siglo pasado, sosteniendo con una displicencia cercana al desmayo, un cigarro que era un mensaje y una provocación. Una mujer fumando en 1850, el año de esta imagen, significaba una afrenta contra las buenas costumbres, la sexualidad y, en un descuido, el orden del universo. La idea de alterar el equilibrio social por la simple yuxtaposición de ser mujer y fumar, fue propuesta en realidad por George Sand, quien a su vez copió de Montez la costumbre de salir a la calle vestida con traje sastre negro. Montez y Sand ganaron la batalla; a principios del siguiente siglo, el nuestro, las mujeres se volvieron doblemente atractivas por la misma yuxtaposición de ser mujeres y fumar.
Muchos años antes, en 1627, Johann Joachim von Rusdorff, embajador de las orillas del Rhin y poseedor de un nombre que debiera mejor ladrarse, informaba en sus elucubraciones diplomáticas sobre el acto de fumar recién importado de América y lo calificaba, luego de condenarlo rabiosamente, como ``la borrachera de nubes''. En 1658, el escritor y predicador jesuita Jakob Balde lo bautizo como ``la ebriedad seca''. Ese extraño proceso de jalar humo por el extremo de un tubito que arde en el otro extremo y luego echar el mismo humo por nariz y boca debe haber sido impresionante en aquella época donde los placeres más bien se bebían.
En un capítulo de sus memorias, Luis Buñuel habla de los placeres del mundo, porque de los placeres del otro mundo ya se había ocupado Nazarín, su personaje. En esas páginas por donde desfila lo que se bebe, lo que se fuma, lo que se come y lo que se palpa, aparece desde luego su cariño entrañable por la ginebra, que iba desde el Martini con su receta especial, hasta la ginebra a pelo, disimulada en una bolsa de papel de estraza que bebía en la sala de abordar de algún aeropuerto, con los ojos fijos en cualquier parte y su maleta de mano entre las piernas. El cineasta practicaba este ritual solitario para quitarse el miedo que produce el volar en un aparato que va tripulado por un desconocido.
Buñuel, por una parte disimulaba su botella de ginebra y, por otra, como Lola Montez, exhibía su cigarro y llenaba de humo la sala de abordar. Luego de explicarnos que los extremos del acto del amor deben estar marcados por un trago antes y un cigarro después, Buñuel sostiene que en gran medida, desde su perspectiva de fumador experto, el acto de fumar es un placer visual que empieza desde que se abre la cajetilla y se descubren los cigarros ordenados en dos o tres filas. Luego viene la llama, la calada, el tabaco al rojo y el placer de verse la mano con el cigarro echando humo entre los dedos y la expulsión, por la nariz y por la boca, de esa nube enorme que se estaciona en una esquina de la habitación, de la sala de abordar, de un museo en Nueva York, o que escapa por la ventana rumbo al cielo abierto. Como prueba de todo esto, aseguraba que era incapaz de fumar con los ojos cerrados.
A Buñuel le gustaba fumar y verse fumando; a Lola Montez le gustaba fumar y que la vieran; el embajador de las orillas del Rhin los hubiera odiado.
En ese capítulo dedicado a los placeres, el cineasta confiesa que a su edad, la suficiente para ponerle a su libro Mi último suspiro, ha perdido todo el gusto por el sexo, anuncia la total desaparición de su instinto sexual, y advierte que si se le apareciera el diablo con la oferta de devolverle su virilidad, le contestaría: ``No, muchas gracias, no me interesa; pero fortaléceme el hígado y los pulmones, para que pueda seguir bebiendo y fumando''.