De los más de 5 mil incendios registrados en el país, el de Chipinque provocó la mayor movilización civil y el empleo de grandes recursos para combatir el fuego que afectó una superficie de entre 350 y 600 hectáreas del llamado Parque Nacional Cumbres (ya en gran parte propiedad privada, vía múltiples maniobras) situado en la parte de la Sierra Madre Oriental que mira hacia Monterrey.
El espíritu de colaboración de los habitantes de la zona amenazada se manifestó como lo hizo hace diez años con motivo de los destrozos causados por el huracán Gilberto. Con ellos se solidarizaron los del resto del área metropolitana de Monterrey y de otras partes de Nuevo León. Hubo una razón adicional que estimuló la participación del voluntariado: Chipinque es una de las zonas residenciales más exclusivas y afluentes del país, y allí viven los empresarios, ejecutivos y funcionarios que constituyen la élite del estado. Una élite que bien podía aportar recursos para que la Sierra Madre contara con una guardia forestal encabezada por King de la Policía Montada.
Hace un par de meses escuché por la radio la noticia del incendio que devoraba, al sur de Nuevo León, la boscosa sierra de Abrego de Nuncio (``ya perdí lo que nunca tuve'', me dije). La noticia se confundió y perdió con otras similares. A las autoridades panistas les quedaron demasiado lejos los lugares donde ocurrían tales incendios. No tomaron medidas, ni siquiera porque se acercaba la época vacacional de Semana Santa, para lidiar con ese tipo de contingencias. El gobernador Fernando Canales Clariond tuvo que suspender sus vacaciones para regresar a Nuevo León y llamar a la población a aportar, con su esfuerzo, picos, palas, azadones, lámparas, pilas y otros objetos necesarios para combatir el fuego.
Al tercer día de captar múltiples aportaciones no se habían reunido ni 100 de las más de 200 lámparas que se requerían. Aunque, debe decirse, sobraba gatorade. Con pachorra evidente algunas empresas fueron aportando sus recursos; alguna un helicóptero, otra el agua para lanzarla con bentonita desde el aire. Una semana después llegaba el avión Hércules, rentado por Pulsar, para incrementar la acción. El Consejo de Protección Civil, el Comité de Protección Civil y otros organismos no funcionaron tampoco con la diligencia del caso, y entre las autoridades estatales y federales fue clara la ausencia de coordinación.
Con una infraestructura tan vasta como la que existe en Nuevo León, el gobierno tuvo que recurrir a los donativos de la población para dar herramientas a los voluntarios que se aprestaron a enfrentar el fuego.
El gobernador es uno de los grandes empresarios del estado (y del país) y no pudo desembolsar una cantidad para sufragar gastos elementales. Quizá pensó que esto debía hacerlo sólo en casos de verdadera emergencia, como la campaña política que lo llevó al poder, pagada en gran medida de su propio peculio. Argumentó haber recibido el estado con un gran déficit financiero. Pero no fue capaz de convocar a sus iguales para que hicieran una colecta suficiente al efecto. En Monterrey y su área metropolitana hay alrededor de 35 empresas que emplean a más de las dos terceras partes del personal que labora en el universo empresarial del estado. Tampoco su gobierno actuó con la celeridad a que obligaba el desastre, como lo señaló el presidente de la Canaco, ni logró hacer valer la autoridad del estado que representa ante las autoridades federales para conseguir un apoyo eficaz y oportuno. Sólo hasta después de cinco días de fuego pudo obtener una nave del Ejército mexicano y otros recursos destinados a la extinción del incendio, controlado por momentos, avivado después y que reptaba por la Sierra Madre como un colosal dragón chino quemando todo a su paso.
Ante la incapacidad para contener el incendio a casi una semana de iniciado, el secretario general del estado puso su suerte en manos de Dios. Fue una medida medieval y una táctica maquiavélica: si el incendio se apagaba, era por la voluntad de Dios; si no, también era por su voluntad. Al gobierno no se le podría atribuir ni mayor ni menor responsabilidad. Afortunadamente llovió y con ello el gobierno panista, además de legitimarse, refrendó la tentación integrista entre el PAN y la Iglesia católica.
Usualmente, los panistas --y no sólo ellos-- pueden, como se vio en Chipinque, generar acciones; pero son incapaces de desarrollar políticas. En la línea que divide a unas y otras se halla la diferencia entre el político más o menos improvisado y el gobernante.
Ya hemos perdido millones de hectáreas de selvas y bosques, y en los últimos cuatro años se ha llegado a niveles históricos. Si es cierto lo que dijo a La Jornada el asesor del Grupo Interdisciplinario de Tecnología Rural Apropiada, Omar R. Masera, de persistir la catástrofe habremos perdido, para el año 2030, la mitad de nuestras reservas forestales. Y no se visualiza la adopción de medidas efectivas para impedir que se profundice. Ni el gobierno federal ni los gobiernos locales --me disculpo si alguno sí-- se hacen cargo de lo que esto significará para el futuro del país.