En 1948, la creación del Estado de Israel fue la manera de satisfacer el incuestionable derecho del pueblo judío de tener un territorio y un Estado propios, y permitió que cientos de miles de judíos de múltiples nacionalidades encontraran, luego de la persecución y el Holocausto que padecieron durante la Segunda Guerra Mundial, un espacio dónde reconstruir sus formas de vida, reafirmar sus orígenes y tradiciones y establecer una nación. Sin embargo, la decisión de las grandes potencias de crear un Estado artificial en Medio Oriente dio pie a una saga de guerras entre el país naciente y sus vecinos árabes, y afectó a otro pueblo, el palestino, con derechos a la autodeterminación tan legítimos como los que reivindicaron con éxito los israelíes hace 50 años.
Hoy nadie cuestiona la existencia del Estado de Israel y sus notables logros económicos, sociales, científicos y culturales, pero es igualmente indudable que es una nación sin paz, pese a los considerables esfuerzos en pro de la reconciliación que realizaron, en 1993, el fallecido primer ministro israelí Yitzhak Rabin y el presidente de la Autoridad Palestina, Yasser Arafat. Y aunque concretar los acuerdos de paz para Medio Oriente es una necesidad nacional y geopolítica acuciante, el gobierno del actual primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, parece empeñado --al incumplir el compromiso de entregar a la Autoridad Palestina la soberanía plena sobre los territorios de Gaza, Cisjordania y Jerusalén oriental-- en mantener la hostilidad hacia el pueblo palestino y el conflicto con las naciones árabes vecinas. La instalación de nuevas colonias judías en los territorios ocupados y las constantes dilaciones para el retiro de las tropas israelíes del territorio cuya soberanía corresponde a los palestinos han impedido no sólo poner punto final a la prolongada y dolorosa confrontación entre ambos pueblos, sino que han exacerbado las tensiones, alentado a los grupos extremistas de ambos bandos y puesto nuevos obstáculos a la paz en la región.
A 50 años de su fundación, Israel atraviesa por un momento dual. Por un lado, la existencia del Estado israelí es motivo de justa celebración, pero la obstinación del gobierno de Netanyahu en no ceder a los palestinos la soberanía y los territorios a los que legítimamente tienen derecho es un motivo de alerta, pues con ello se atropellan los logros del histórico proceso de paz conducido por Rabin y Arafat en 1993. Por ello, la comunidad internacional deberá redoblar sus esfuerzos para que el gobierno israelí cumpla los acuerdos de Campo David y para asegurar el retiro de las tropas de los territorios ocupados. Negar a los palestinos su derecho a la autodeterminación equivale, al hacer un análisis en retrospectiva, a vulnerar la legitimidad con la que los israelíes reclamaron hace medio siglo el derecho a constituir un Estado independiente.
Ofrecer al pueblo judío una nueva época de paz y convivencia armónica con sus vecinos árabes y palestinos sería, sin duda, el mejor regalo que el gobierno de Tel Aviv podría ofrecerle a su población en el cincuentenario de la existencia de Israel y la mejor garantía de paz y desarrollo para el futuro.