El desprecio por las minorías que disienten es un elemento constante del pensamiento conservador. La exaltación de las diferencias, cualquiera que sea su índole, causa irritación en la piel de la derecha totalitaria que, por naturaleza, prefiere el orden y la regularidad, al cambio y la renovación. En el mundo occidental, la preservación de esa visión conservadora corresponde sobre todo a la Iglesia católica, que desde siempre vio en los heterodoxos a simples portadores de las ideas anticristianas. No tiene caso citar los innumerables casos que la historia universal registra como expresiones del misoneísmo católico. La propia institución ha tenido que corregir errores y abusos, rectificar juicios que en su tiempo se dieron como indiscutibles. Y, sin embargo, queda un trasfondo de intolerancia que permanece y de pronto brota cuando menos se espera.
Tal es el caso de la reciente homilía del cardenal Norberto Rivera en la que arremete contra los adversarios de la Iglesia católica reales o supuestos, en extraña mezcolanza, de cara a la próxima visita papal. Dijo el cardenal:
Ellos y ellas, ``feministas y homosexuales, tercermundistas y neoliberales, pacifistas y liberacionistas, representantes de todas las minorías, contestatarios y descontentos de cualquier ralea, conservadores a ultranza (sic) y sectas que nacieron ayer, quieren presentar a la Iglesia católica como la causante de los males en 20 siglos y la anuncian como una amenaza para el milenio en puerta''.
La Iglesia católica, pues, sigue sin salir de las sombras.
Pretender que habla por la mayoría, cuyos deseos y aspiraciones ellos interpretan, anulando a las ``minorías'', católicas o no, es una fantasía anacrónica dada la inevitable secularización de la sociedad. Estas palabras del cardenal constituyen un increíble salto atrás al lenguaje cerrado del viejo clericalismo, pero esconden un mensaje transparente y actual: la urgencia de ofrecer una prueba de unidad católica en torno al Papa, aun cuando los bamboleos de la nave eclesial, las zancadillas públicas y privadas de los jerarcas no la hagan tan firme ni la más segura. Las cabezas de la Iglesia han entendido que este viaje del Papa es crucial para la sucesión vaticana por el peso que tiene en el colegio cardenalicio el clero latinoamericano y en su seno el Opus Dei que aspira a consagrar a unos de los suyos. En consecuencia, el cardenal urge a la grey católica a ofrecer al Papa una visión de México como fortaleza de las posiciones conservadoras, metiendo en el mismo saco todos los temores, los tópicos y las viejas aprensiones que suscita la modernidad, a fin de hallar una línea de común entendimiento.
La Iglesia, a pesar de sus inevitables contradicciones, quiere ubicarse sin cortapisas como un factor real de poder en el nuevo orden político. La Iglesia busca lograr un papel protágonico, acaso más institucional, como mediador de última instancia en todos los casos conflictivos. Aspira a ser el árbitro moral de la nación. Chiapas es paradigmático al respecto. Un ejemplo: Genaro Alamilla, antiguo vocero episcopal, al comentar la visita de Juan Pablo II indicó que, para la Iglesia, ``el punto álgido es el problema de Chiapas''; Alamilla ``hizo énfasis que el problema se torna ya desesperante para la jerarquía''. (El Universal, 27 de abril).
Pero la decisión de actuar en el escenario público carece de sentido si la Iglesia no consigue imponer su visión de la familia y la sexualidad, sus valores éticos, asumiendo un papel activo en la educación y los medios de comunicación de masas. Ese es el terreno final de la batalla que hoy emprende el cardenal Rivera y otros muchos obispos, como el de Tapachula, Felipe Arizmendi, quien acusó al gobierno de emplear fondos de la ONU y el Banco Mundial ``para reducir los invitados a la mesa de la vida''.
Según el prelado chiapaneco, el gobierno de México promueve indiscriminadamente el aborto y la planificación familiar, especialmente en estados pobres como Chiapas, ``se trata de un verdadero asesinato de inocentes e indefensos que se disfraza con programas de salud reproductiva''. (Excélsior, 27 de abril) El gobierno, dijo, va a gastar grandes sumas de dinero ``para que los indígenas ya no tengan la única riqueza que a veces tienen, que son sus hijos''. A la luz de estas últimas afirmaciones, la homilía del cardenal Rivera no parece tan descabellada. Hay temas que unen, a pesar de los liderazgos.