Rodolfo F. Peña
Desconfianza
En Chiapas, el presidente Zedillo se apersonó resueltamente, acom-pañado de varios miembros de su gabinete y de un buen equipo de seguridad, en los lugares controlados por el EZLN y en los que ayer --un ayer de más de cuatro años-- se inició la insurrección indígena. Habló con verdad
cuando dijo que uno de los más graves escollos para la paz es la desconfianza entre quienes, según la ley, debieran dialogar y alcanzar acuerdos. Sí: casi se ve y se palpa la densa sombra de desconfianza que se ha posado en las regiones chiapanecas del conflicto y que, poco a poco, como el humo de los incendios, se extiende a gran parte del territorio nacional.
Pero no basta identificar a la desconfianza como el componente determinativo del silencio, y al silencio como la peligrosa negación del diálogo. Es preciso recurrir a la memoria e interrogarla sobre las causas de la desconfianza, porque todos sabemos que hubo tiempos distintos en que se dictaron leyes y se crearon órganos para favorecer el diálogo y buscar y lograr acuerdos. Esas leyes y esos órganos están vivos todavía, pero en fechas recientes el hostigamiento constante los hace ver como enfermos tambaleantes.
Si es tan importante y decisiva la acumulación de dudas por parte del gobierno sobre el EZLN, sobre los indígenas en general o sobre tales o cuales ideas o conceptos que se pretenden elevar a rango constitucional, esas dudas son las que debieron disiparse o afirmarse en la Cámara. Pero debió y debe hacerse a partir de un documento como la iniciativa de la Cocopa, cuya virtud mayor radica en el hecho de que proviene de una negociación consumada al menos en ese punto, y en que es producto orgánico e inseparable de un proceso pacificador inconcluso aún y cuya culminación depende precisamente de su destino. Ese documento es encomiable, además, por su contenido, que históricamente marcaría al actual gobierno nacional como el que hizo frente a trascendentales demandas indígenas, con lo que tal vez se olvidarían, andando el tiempo, otras caracterizaciones menos amables.
En vez de respetar y llevar a la discusión nacional, según el compromiso, la propuesta cuya elaboración se encomendó a la Cocopa y cuya fundamentación son los acuerdos de San Andrés, el gobierno envió a la Cámara una iniciativa que, por más virtudes que pudieran adornarla (en realidad es reductiva, medrosa y distorsionadora), no responde a la indispensable bilateralidad del proceso de paz, con lo que, en los hechos, equivale a una retractación y, por tanto, a una abundante cosecha de desconfianza. Por si fuera poco, el Ejército y las hordas paramilitares, amén de las policías federales y locales, han sembrado la inseguridad, el terror y la muerte entre las comunidades y los desplazados en una vasta zona chiapaneca.
Ultimamente, la hostilidad contra los órganos de mediación y coadyuvancia y contra la organización de derechos humanos de la diócesis de San Cristóbal, ha llegado a extremos peligrosamente ridículos. Se les acusa ahora de usurpación de funciones por expedir a los observadores extranjeros gafetes de identificación que burdamente se hacen equivaler a acreditaciones migratorias. Lo cierto es que la actuación de quienes han puesto a Chiapas en estado de sitio no resiste una observación con referencia a los derechos humanos y ni siquiera a las leyes de la guerra. Tal es el fondo causal de la vergonzosa xenofobia en que se ha comprometido al país.
Datos como los apuntados, niegan los valores del diálogo, no llaman a la buena voluntad e, indefectiblemente, generan desconfianza. Pese a las presiones para que se acelerara el dictamen de la Ley sobre Derechos y Cultura indígenas, ésta no será reabordada por la Cámara sino hasta fines de mayo, en un periodo extraordinario de sesiones. Hay tiempo, pues, para reconsiderar la estrategia de la desconfianza, que no conduce sino a la violencia y al desastre, aunque hora tras hora se diga que en Chiapas no habrá soluciones castrenses. En la ley unilateral, que necesariamente sería unaley-parche para responder a las distintas complicidades, no hay esperanzas para la paz, sino todo lo contrario: con su aprobación se desencadenarían las más censurables acciones de fuerza. Entonces, la responsabilidad de nuestros legisladores consiste no en hacer la apología cotidiana del diálogo, cosa que acaba por aburrir y por acrecentar la desconfianza, sino en actuar de conformidad con sus obligaciones, con el proceso de paz y con su conciencia.