Jorge Camil
El Constituyente del 2000

Al diputado Santiago Creeel

Empezó como un rumor sotto voce entre los miembros de la sociedad civil, pero pronto pudiera convertirse en un clamor nacional. ¡Los mexicanos necesitamos una nueva República! Un nuevo contrato social que refleje el México democrático que todos queremos, y nos permita abrazar --sin reservas ni subterfugios legales-- a los once millones de compatriotas que desean continuar siendo mexicanos, aunque conservando su lengua, su autonomía, la riqueza de su cultura milenaria y un título de propiedad que les permita preservar el significado mágico-religioso de sus tierras ancestrales. En una palabra, el México pluricultural mencionado con un dejo de paternalismo en el artículo 4¼ constitucional.

No todos la llaman una ``Nueva República''. Algunos --cansados del círculo vicioso de la economía nacional-- insisten en la urgencia de adoptar un ``nuevo modelo de país'': uno que borre, como por arte de magia, todos los errores e ineficiencias del pasado. Los líderes de oposición, desesperados por un desarrollo democrático que no acaba de consolidarse, esperan con ansiedad la oportunidad histórica de formar una ``nueva nación''. Y los juristas pregonan --cada día con más insistencia-- las bondades de una ``nueva constitución''. Lo importante, es que casi todos coincidimos en la necesidad de adoptar un nuevo pacto social.

Nuestra vieja y remendada Constitución, admirada en 1917 por su novedosa protección de los derechos sociales, se ha convertido en una telaraña que impide la modernización del sistema político. Después de todo, tres cuartos de siglo de autoritarismo la convirtieron en un instrumento para justificar las oscilaciones ideológicas del péndulo presidencial, los más descabellados modelos económicos y las aspiraciones de quienes buscaban la inmortalidad aportando su ``granito de arena'' a la Carta Magna.

¿Cómo continuar confiando en la aptitud de una ``ley fundamental'' que encasilla a las 56 etnias en la apretada promiscuidad del artículo 4¼, coexistiendo con la ``igualdad del varon y la mujer'' y la ``paternidad responsable''? Es evidente que la reforma política del Estado --el único camino hacia la plena democracia-- sólo podría florecer en el marco jurídico de una nueva Constitución.

¡Ultima llamada! el presidente Ernesto Zedillo aún puede ser el arquitecto de la transición democrática. ¿El camino?: un plebiscito nacional --¡ahora!, a dos años del cambio-- pidiendo el mandato popular para investir al congreso elegido en el 2000 con facultades para adoptar una nueva Constitución. El ``Constituyente del 2000'': ¡qué manera más auspiciosa y democrática de iniciar el tercer milenio! Dejar a los mexicanos asumir, conscientes de que el nuevo Constituyente pudiera cambiar las reglas del juego, la responsabilidad histórica de escoger los partidos, los candidatos, las plataformas políticas y las prioridades nacionales. ¡Ah!, y al nuevo presidente.

La elección de un Congreso Constituyente en el 2000 reduciría la magnitud siempre desmedida de la elección presidencial, enfocando a los electores y al sistema en las propuestas partidistas y en las personalidades de los constituyentes. Después de todo, iniciar una ``Nueva República'' debiera ser más importante que elegir un nuevo presidente. Además, pudiera evitar el proverbial ``choque de trenes'', eliminando la tentación militar como medio para ``mantener la tapadera hasta el 2000'' (Ver La Jornada 26/4/98, p. 1). Es preciso tenerlo siempre presente: el problema chiapaneco muestra signos ominosos de convertirse en la Argelia mexicana: ``una guerra civil larga y dramática --habla el destacado periodista Jean-Jacques Servan-Schreiber-- que terminó desgarrando a Francia, a sus políticos, a sus intelectuales, a sus instituciones y, finalmente, a sus fuerzas armadas''.

Cuando todas las luces se hayan apagado, y los corifeos del presidencialismo mexicano callen sus gargantas, Ernesto Zedillo Ponce de León no será juzgado por los puntos marginales de crecimiento económico, ni por los pagos anticipados al tesoro estadunidense. Tampoco será juzgado por salvar al sistema financiero. Será juzgado, inexorablemente, por su habilidad para resolver el conflicto chiapaneco, y por su liderazgo para conducir la transición democrática. Esos son, para bien o para mal, los retos históricos de su atribulada presidencia: los casos prácticos que le tocaron resolver en la rueda de la fortuna de la política nacional.