El bárbaro homicidio del obispo auxiliar de la ciudad de Guatemala, Juan José Gerardi, además de constituir un crimen de suyo condenable es un signo ominoso para el desarrollo democrático del país vecino, para el accidentado proceso de reconciliación nacional que allí se vive y para el esclarecimiento pleno de las gravísimas y abundantes violaciones a los derechos humanos perpetradas, principalmente por el gobierno guatemalteco, durante las tres décadas de la guerra civil que culminó -formalmente, al menos- con los acuerdos de paz del 29 de diciembre de 1996.
Para poner en perspectiva este crimen, es pertinente recordar el perfil humano y político del religioso asesinado: un hombre moderado y buscador de equilibrios; antiguo obispo de El Quiché y, desde ese cargo, testigo de la política insurgente de ``tierra arrasada'' que puso en práctica el ejército guatemalteco en esa y otras áreas de su territorio en la década de los ochenta; exiliado en México a raíz de sus denuncias sobre las masivas violaciones a los derechos humanos y el genocidio emprendido por los militares contra la población indígena; impulsor del diálogo entre el régimen y la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca y, posteriormente, pieza clave del proceso negociador, en el cual Gerardi diseñó la estrategia de paz que impulsó, formalmente, el arzobispo Quezada Toruño.
Paralelamente, el obispo auxiliar de Guatemala fundó la Organización de Derechos Humanos del Arzobispado, creó el equipo de forenses responsables de las exhumaciones de las víctimas de las masacres y diseñó el proyecto para la Recuperación de la Memoria Histórica (Remhi), donde se documentaron abusos y violaciones de derechos humanos durante los 30 años de conflicto.
En el informe del Remhi, presentado tres días antes del asesinato de Gerardi, se documentaron tanto los crímenes cometidos durante el conflicto armado por el ejército, los escuadrones de la muerte, los aparatos de seguridad y la G2, como los perpetrados por la URNG.
Si se toman en cuenta estos datos, es inevitable concluir que el homicidio del religioso pone en grave entredicho la normalización democrática, la reconciliación y el esclarecimiento de los crímenes de guerra en Guatemala. Por ello, resulta indispensable que el asesinato referido sea investigado a fondo, a fin de garantizar que no quede impune, y que los responsables intelectuales y materiales de este acto de barbarie reciban el castigo legal que corresponda.
De otra manera, el deceso de Gerardi -que inevitablemente obliga a recordar las muertes de monseñor Oscar Arnulfo Romero y de los jesuitas de la Universidad Centroamericana encabezados por Ignacio Ellacuría, en El Salvador- podría iniciar un proceso de descomposición política, de polarización e incluso de pérdida de lo que se ha logrado hasta ahora en el ámbito de la pacificación y la institucionalización de la vida política en el país vecino. Tales perspectivas son por demás peligrosas e indeseables, tanto en el contexto nacional guatemalteco como en la esfera regional e internacional.