La Jornada Semanal, 26 de abril de 1998



¿CUAL ES EL LEGADO DE OCTAVIO PAZ?


De diversas maneras poetas, narradores, ensayistas y, en general, estudiosos de la obra del poeta nos respondieron a esta pregunta.

Jorge Fernández Granados

Los aprendizajes cuestan. Tal vez, para distintos momentos de la vida, hay distintos libros; o un solo libro para muchas vidas. El lector puede cambiar; el libro ya no. Uno tiene que crecer. La mayor resistencia es de códigos, de enlaces permanentes entre orbes nuevos. Porque lo primero que puede perderse es la voz entre los ecos. Los aprendizajes se cumplen de maneras extrañas, esenciales. Jamás reflejos de superficie. Voces, permanentes voces. El aprendizaje tal vez son esas voces que siempre están ahí, significando. Pocos son los textos que sobreviven a dos o tres generaciones del azar y los lectores. Menos aún los que, con el correr de los olvidos necesarios, crecen y siguen fecundando, es decir, que no han cesado de aprenderse.

La muerte de Octavio Paz no es un acontecimiento trágico o inesperado. Es el encuentro de un hombre con su destino natural en un momento ya culminante de su itinerario biológico y, para su obra, es el instante del corte del cordón umbilical. Se trata de un segundo nacimiento, menos súbito de lo que parece. No hay que olvidar que fue su obra la que lo

llevó a ser quien fue. El mejor homenaje que podemos ofrecerle ahora es leerlo con atención. Sin embargo, no es lo mismo atención que publicidad.

Creo que la lección más vigente de este autor y, por desgracia, la menos practicada y proseguida, se encuentra en su testamento crítico. El recurso de la interrogación permanente hizo de su pensamiento una herramienta de precisión que no estaba al servicio del dogma sino del diálogo. Antes que solidificar una sola verdad, prefirió enriquecerse de las contradicciones de todas.

Por otra parte, pertenezco a una generación que ha frecuentado más a la obra que a la persona del autor; e incluso creo que la sombra del autor llegó a pesar demasiado en la transparencia de la obra. Por eso, el Paz del que puedo hablar es un orbe verbal inalterable, desde hace años. Lo que no quiere decir que sea indiscutible. Más allá de las controversias en torno a su persona (que han sido, por cierto, prueba de la vigencia en todo momento de sus exámenes), Paz fue un espíritu coherente de vida y de palabra. Le dio a su obra una altura universal y a su vida una dignidad terrestre. Alcanzó a ver los frutos espléndidos de su trabajo y fue uno de esos raros seres en el mundo que son visitados hasta el último día por una gran estrella.

No me cabe ninguna duda de que lo mejor de él está hoy más vivo que nunca. El gran aprendizaje de su testamento, en realidad, acaba de comenzar.

María Baranda

La aparición de un poeta es el hecho más tranquilizador que le puede suceder a una cultura. Significa que, más allá de la historia y sus conflictos, de la mitología y sus conjuros, hay alguien que la libera de su monólogo y la encarna en voz viva. La voz poesía: la nuestra. Su visión es y ha sido nuestro centro de convergencia.

Vivir y crecer en México como poeta no es cosa fácil, pero hacerlo como corrector de galeras de un poeta, o más aún, de un poeta traductor de otro gran poeta, a su vez también traductor de grandes poetas, es uno de los retos menos tranquilizadores que pueda tener un aspirante a poeta corrector de otros poetas.

En el año del 74 había salido la primera edición de Versiones y diversiones de Octavio Paz. En ese entonces tenía yo 12 años y no leía poesía. Pero mi padre, que sí lo hacía, se paseaba de un lado a otro de la casa como un alucinado recitando en voz viva un poema de John Donne, ``Elegía antes de acostarse'', que nada tenía que ver (pero que a la vez era el mismo, aseguraba) con ese otro, que él se sabía de memoria, ``Going to bed''. Yo, entonces, entendí que había una ``voz aquí/ahora'' y que era la misma voz que ``antes/desde el comienzo''.

Casi veinte años después ejercí el oficio de la edición en un espléndido libro de Eliot Weinberger de poesía norteamericana. Cuidé los poemas y ``los cuidé tanto como cualquier hombre cuida a sus hijos -de acuerdo con mis luces''... y fallé. En una línea de la versión-diversión de Paz sobre Asfódelo de William Carlos Williams, había leído Muerte donde debía decir Mente. El día de la presentación del libro salí al frente como el joven guerrero en el poema de López Velarde, y como el héroe caído esperé mi resurrección. Ahí, ante el poeta, balbuceé un Yo pecador y ``con rubor patricio'' esperé la sentencia. Pero el poeta habló, ``habló como en figuras del poema... del lugar que en nuestras vidas hemos hecho... del catálogo de naves y de Helena (no todas las mujeres son Helena, recordaba)'' y como en Asfódelo ``flor aún verde'' -la muerte no acaba con él- subrayaba.

Y así, cada noche, mientras los hombres en el poema de Williams ``se mueren miserablemente por no tener aquello que tienen los poemas'', a mí me toca anhelar mi propio asfódelo: morir en mi cama, bajo una clara sombra, reconciliada.

Christopher Domínguez

Mi primer contacto con Octavio Paz fue en mi adolescencia: una lectura inolvidable de un artículo en Plural que se llamaba ``El uso y la contemplación'' -era un ensayo sobre arte y artesanía-; francamente, no recuerdo si entendí alguno de los conceptos pero la prosa me deslumbró. Era un idioma, en el sentido más estricto de la palabra, que yo desconocía; un deslumbramiento que sólo había sufrido unos días antes con las Ficciones de Borges. Durante la adolescencia, la lectura de Paz fue una de mis actividades esenciales. Si yo no hubiera conocido personalmente a Octavio Paz, e incluso si yo no me hubiera dedicado a la literatura, el momento milagroso en que yo -como cualquier otro lector- me encontré con la obra de Paz sería un patrimonio irrenunciable para el resto de mi vida.

Hace diez años entré al Consejo de la revista Vuelta y tuve la oportunidad de trabajar con Paz y conocerlo, no tanto como amigo sino como discípulo, y quizá la pasión fundamental que me transmitió Octavio se encuentra en el título de uno de sus libros, La pasión crítica: la concepción de que toda idea debe estar sujeta a ser puesta en duda o dinamitada. Octavio Paz era una persona de trato difícil; cambiaba de la generosidad a la exigencia con mucha rapidez. En mi caso siempre le llamó la atención, para bien o para mal, mi temprana educación en la izquierda y las relaciones que tengo y que seguiré teniendo con ésta. Cierta vez me regañó por alguna cuestión política, se quedó callado y me dijo: ``Bueno, después de todo, yo también soy un comunista relapso.''

Me gustaría decir también que, al contrario de lo que se cree, en Vuelta imperó la discusión de ideas; nunca hubo consensos de grupo en cuestiones políticas delicadas, como ocurrió a principios de 1995 con la cuestión de Chiapas. Existió un desplegado que algunos firmamos y otros no, y eso no significó ninguna ruptura. Las discusiones al interior eran fuertes, como correspondía a una comunidad de intelectuales críticos.

En mi caso, hace dos años publiqué una reseña política de la obra de Paz donde me atreví a señalar algunos puntos de desacuerdo. Esto se publicó en Vuelta con la autorización y el estímulo de Octavio.

Para terminar, diría que algunas de las grandes alegrías de mi vida, quizá la más alta en la medida en que creo que hay gente que nos precede en las tareas del espíritu, que nos educa y nos dirige, fueron las veces -no muchas pero inolvidables- en que Paz me llamaba por teléfono para comentarme, ya fuera a favor o en contra, un artículo que yo había publicado. Octavio Paz es herencia de todos sus lectores y ojalá se repita en el próximo siglo el milagro que yo viví a los 11 años de encontrarme con un clásico.

Luis Ignacio Helguera

Las manos

La más joven de las Doce manos mexicanas dibujadas por Moreno Villa es la diestra de Octavio Paz, mano lozana, veinteañera, en la que el español destaca el tamaño pequeño, el aspecto infantil y ``la postura del índice casi dolorosa''. Cierto que cuando escribía, Paz se reconcentraba todo sobre la página en actitud algo infantil, y sin cesar llenaba la página esa letra también menuda, fina, redonda. Pero cuando hablaba, las manos crecían, acudían en auxilio de la voz débil, moldeaban la arcilla verbal, subrayaban la palabra: el brazo derecho se levantaba como una iglesia, la mano empuñaba una intuición luminosa y luego la soltaba, la dejaba volar como paloma. Como si la mano oprimiera una verdad en ciernes y, contrapunteando los ojos que se agrandaban y la voz que pronunciaba, el índice y el pulgar encendieran una chispa, abrieran fuego, arrojaran al aire una moneda, volado de palabra poética, ¿águila o sol?, águila de sol.

Los ojos, la risa

Los ojos eran de cielo que se abisma en el asombro. La risa, franca y piadosa, cerraba los ojos, mostraba los dientes, gruta de éxtasis.

La voz

La voz era de viento, de ventarrón cuando se enojaba. Voz débil que, sin embargo, se imponía a las más poderosas cuando sonaba. Voz que se oía en Vuelta todos los días, pendiente de cada detalle de la revista como de cada incidente de la realidad mundial; voz que se desdoblaba de manera insólita entre la intimidad de la poesía y la crítica del entorno político, sin tregua de lucidez.

Amaba el teléfono como odiaba los chismes. Le gustaba en cambio alternar las reflexiones y las discusiones intelectuales con anécdotas que retrataban de modo característico a los escritores y artistas. El privilegio de dialogar con él producía avidez y temor: avidez de aprender de una de las mayores inteligencias del siglo; temor de confontrarla. Porque a Paz no le satisfacía la pasividad de su interlocutor: siempre quiso conocer al otro, confrontar sus diferencias, descubrir sus posibilidades y sus carencias (``¿Pero cómo es posible que no haya leído usted a Mallarmé?''). Despreciaba la adulación y apreciaba al que en algún punto se le oponía con argumentos. Vaya que su carácter era indomable, pero atemperado frecuentemente con tintes conmovedores de tolerancia. El interés en la juventud hacía a Paz más joven que cualquier joven. Su generosidad con los jóvenes que tenía cerca podía ser tan abrumadora que no dejaba de generar tensión. Comprendo bien a un amigo al que acometían ataques de tos cada vez que se acercaba a saludar a Paz: ``Pero ¿qué le pasa?'', preguntaba extrañado el poeta, con esa voz en cuya imitación nos hicimos loros maestros muchos de sus admiradores y alumnos. Irreverencia, pienso ahora, que nos permitía relacionarnos más familiarmente con él, contrarrestar esa tensión, esa solemnidad que inevitablemente imponía su señorío, su mito tangible, su talla de hombre demasiado grande, hombre-árbol.

La palabra

Todo en Paz -manos, ojos, risa, voz- convergía en la palabra, a la vez imagen y pensamiento. Fe religiosa en el poder de la palabra: Palabras que son frutos que son actos. Con Hšlderlin, dijo siempre Paz que el lenguaje no es del hombre, que el hombre es del lenguaje; el hombre es lenguaje, libertad bajo palabra: ``Soy hombre, duro poco/ y es enorme la noche./ Pero miro hacia arriba:/ las estrellas...''

Pedro Serrano

Salí a la calle esa mañana, vi las hojas brillantes de los árboles, la fronda verde, el cielo azul intenso. No pensé en el país ni en la figura. Como si el aire, muy suave, contuviera el aliento y el sentido, no entendí que no estuviera ya, que no viera esa luz, los hilos apenas agitados por la inquietud, las reverberaciones, como una playa amaneciendo. Límpido, escribí, el desconcierto y el azoro. Y recordé sus palabras, hace poco tiempo: hay que hacer un frente amplio, me dijo, como cuando yo era joven, y se rió. Y busqué algo que René Char había escrito cuando murió su amigo Albert Camus: ``A la hora de nuevo contenida en que cuestionamos el peso todo del enigma, empieza de repente el dolor, ése de compañero a compañero.'' Llamadas por teléfono, todos callados después. Algo que se disipa entre nosotros, nos acompaña. Cuánta intimidad. La suya fue una vida entregada.

José Ricardo Chaves

¿Qué queda de Octavio Paz en mí, lector, ahora que el Hombre ha muerto, según me entero por la radio, antes de desayunar? De Paz, como obra, como texto, como poesía, como experiencia literaria. Nostalgias, poemas y rememoraciones: entonces se inicia el torbellino, el túnel de los recuerdos, y lo primero que me vieneÊa la memoria es la imagen de un joven costarricense de veinte años, lector entusiasta del poeta mexicano, del autor de Libertad bajo palabra, un libro que desde entonces se volvió lectura recurrente a lo largo de los años. Se unieron nuevas e inmarchitables flores al bouquet poético de Paz, pero el aroma de aquélla nunca menguó. Aquel joven, embelesado, leía en voz alta algunos de los poemas de Libertad... Recuerda en especial el dedicado a Sade, ``El prisionero'', que de alguna misteriosa forma se enlazaba con lo que el muchacho estaba sintiendo en aquellos momentos, alguien que acababa de dejar la casa paterna con la firme convicción de volverse escritor, eso que ahora, veinte años después, se supone que ya soy. Después vinieron, en mi trayecto de lectura, los ensayos de El laberinto de la soledad, Los signos en rotación, El ogro filantrópico, Los hijos del limo... abriendo nuevos mundos, entrelazándolos: política, literatura, poética, erótica, mística... A través de Paz, México y el mundo se volvieron paisajes literarios. Es más, mi propio país adquirió una especial luz en el contexto cultural e ideológico delineado en la ensayística paciana, como quedó de manifiesto políticamente en la década pasada, cuando las estructuras democráticas de Costa Rica sobrevivieron en un marco de guerra centroamericana, y no sólo sobrevivieron, sino que el paradigma democrático se impuso a los esquemas totalitarios en el resto de la región. Después, cuando vine a vivir a México, Paz siguió siendo -entonces con más fuerza- el punto de referencia inevitable para una adecuada apreciación de las letras mexicanas, hispanoamericanas y universales, reconociendo en él al ``héroe solar'' del siglo XX literario -según acertada expresión de Enrique Krauze. Utilizando su poema sobre Sade, de Paz podría decirse: ``Cometa de pesada y rutilante cola dialéctica, atraviesas el siglo [veinte] con una granada de verdad en las manos.'' Hay autores imprescindibles, de ésos que no se pueden ignorar, so pena de perder algo esencial de la experiencia humana y específicamente poética. Paz es uno de estos pocos. ¿Qué queda, pues, de Paz, en mí? Sus humanas palabras, mi admiración poética y moral, y mi perpetuo agradecimiento. No poeta, ``no te has desvanecido''.

Fabio Morábito

Siempre he admirado el ateísmo de Octavio Paz, su aceptación de nuestra orfandad y nuestro destino finito y, por ello, siempre he admirado su sentido, que él tenía en grado excepcional, de lo concreto. No hay una sola página en su extensa obra que pueda tacharse de nebulosa o aproximativa. Paz creía, ante todo, en la realidad física. De ahí partía siempre, y a ella siempre regresaba. Este negarse a aceptar cualquier fabulación trascendental (no sólo religiosa, sino también política) lo mantuvo siempre lúcido. Para él, como para todo verdadero poeta, la vida humana, con su complejidad, era garantía suficiente de poesía, y ésta, a su vez, con su belleza, prueba suficiente de lo insondable de la vida. Y este sentido tan agudo de lo terrenal que tenía Paz explica, a mi modo de ver, su pasión crítica. Cuando algo suscitaba su interés en el terreno del arte o de la literatura, se le presentaba con la rotundidad de algo inamovible, duro, eterno, antes que espiritual; había que afrontarlo como una realidad acabada y comprenderlo a través de un esfuerzo en que la inteligencia y la intuición debían aliarse. Por eso me gustaría verlo ahora, que ya no está con nosotros, como un descendiente de aquellos filósofos presocráticos que, al hacerse las primeras preguntas sobre las cosas más elementales -el aire, el fuego, la tierra o el agua-, unían su pasión física con su pasión crítica y, antes que filosofía, acababan por hacer, casi a su pesar, poesía.

Myriam Moscona

El poeta recogió en sus manos lo que venía en gestación: lo hizo suyo, lo puso al día (chillen, putas). Tomó a la belleza por los cuernos, a la luz de la conciencia la volvió maleable, erotizó la errancia, pluralizó al yo, escribió poemas cubistas, sembró, deshizo lo que hizo, dio de comer, fue un bosque de ceibas.

Quitó el pan de la boca y fue a un tiempo levadura, torrente de inventiva, viejo lobo, poeta de iniciación.

No todos coincidimos. Para mí es como si muriera Dante o Sor Juana; Eliot, Rilke o Pessoa. He aquí su obra, la enorme sombra derramada.

Paz lo tuvo todo: belleza, genio, carácter, estados de gracia, temple en el ejercicio del poder.

Su talento fue expandido en una lengua que él supo amasar, romper, renovar y devolver a la circulación. Fue un privilegio vivir un lapso de su tiempo.

Daniel Sada

Ha muerto una de las inteligencias más grandes del siglo XX. El afán indagatorio de Octavio Paz le permitió abarcar casi todas las manifestaciones estéticas, políticas e intelectuales de su tiempo, que es también el nuestro. Su lucidez deslumbra por su claridad, pero también inhibe. Jamás cayó en la autocomplacencia ni en ningún tipo de facilismo estético ni intelectual, y antes que adherirse a la comodidad frívola de la vanagloria, optó siempre por cuestionar el mercantilismo del arte y de las ideas, y así su paulatina degradación. Fue un escritor distante de las modas y un crítico permanente de las vanguardias, por las cuales se dejó seducir, siempre y cuando no fueran efecto de caprichos de última hora. Descreyó de la inmediatez sensiblera, porque -como los conceptistas del Siglo de Oro español- para él eran más importantes las ideas que la llaneza del simplismo emotivo. El impacto que produce su obra no podría entenderse sin advertir que nace de una mente sublimada, al margen de cualesquier escrúpulos académicos o ideológicos. Su pasión desborda pruritos y rigideces.

En particular, y siendo uno más de sus miles de lectores, he frecuentado con mayor denuedo su obra poética. Desde que leí a Paz por primera vez memoricé muchos de sus poemas. Como dominaba todos los metros de la poesía española, me fue relativamente fácil aprenderme poemas como: ``Virgen'', ``Trabajos del poeta'', ``Madrugada'', ``Alba última'', ``Viento entero'', ``Rotación'', ``Pueblo'', ``El muro'', largos fragmentos de Piedra de Sol, ``Himno entre ruinas'', Pasado en claro y ``El cántaro roto''; ahora me propongo aprenderme de memoria el poema Blanco, donde combina el metro yámbico, el isostiquio y la aposiópesis.

Creo que mientras el español sea una lengua viva, la poesía de Octavio Paz permanecerá vigente, y también pienso que si México es capaz de producir talentos del relieve de Paz, todavía se puede creer en este país.

Adolfo Castañón

Cuando leí los ensayos de Unseld sobre su experiencia editorial con autores como Hesse y Brecht, no pude sino evocar a Octavio Paz y la experiencia editorial que tuve la suerte de compartir con él, primero brevemente en Plural, y, luego, gracias a Jaime García Terrés, en el Fondo de Cultura Económica. Paz era un autor exigenteÊy alérgico a la fácil complacencia, sobre todo editorial. Tenía una virtud sorprendente en México: sabía escuchar y lo atraían los argumentos. Octavio Paz, ¿quién lo puede dudar?, sabía hacer libros en toda la extensión de la palabra. No en balde sus Obras completas en XIV volúmenes, realizadas a instancia de Hans Meinke para Círculo de Lectores y luego coeditadas con el Fondo de Cultura Económica, se presentan como una ``edición de autor''.

Es cierto, además del poeta, el ensayista, el traductor, el historiador y el contemplador solitario y solidario, Octavio Paz era un editor cabal, y no podrían comprenderse muchos datos de su biografía literaria -por ejemplo la edición de Libertad bajo palabra- si no se tiene en cuenta esa mirada editorial que sabía alinear las letras sobre la página de la historia sin descuidar ni la divina proporción ni el asiduo ejercicio de cotejar las cifras personales contra la escuadra del otro.

Un dato revelador: en un mundo en el que, bajo el pretexto de la profesionalización, los autores han perdido contacto con los editores por virtud ventajosa de las agencias literarias, él supo mantener una independencia y autonomía que sólo eran el reflejo de su celo por poner bien los acentos, los puntos y las comas, así en la página como en el mercado.

No es ninguna casualidad que su obra se erija en uno de los palacios encantados del idioma, una constelación de moradas para la imaginación y el pensamiento, cuya limpieza y decoro dependen ahora de nosotros, los lectores. Octavio Paz escribía para ellos -y no, como suele suceder, sólo para otros escritores. Verificaba un incesante proceso de traducción: no sólo entre lenguas extrañas entre sí, sino lengua adentro: entre una cultura (por ejemplo la antropológica) y otra (por ejemplo la literaria), entre una sensibilidad (por ejemplo la poética) y otra (por ejemplo la plástica).

Su obra, plural por lo diverso de sus escritos e íntegra por la calidad de su escritura, representa una lección que no dejará de impartir su enseñanza estrictamente tipográfica y editorial a los hacedores de libros en México. Actualiza una Gaya Ciencia cantada en verso y pensada en prosa. Encierra, y no tan oculto, un manual de estilo, un arte de hablar en verso y prosa, como pondría José Gómez Hermosilla, una de las referencias de Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, ese poeta que, mucho antes de conocer a André Breton, supo leer y re-leer Octavio Paz. Ese es uno de los legados de nuestro maestro: el del editor como poeta, el del poeta como editor.

Coral Bracho

Octavio Paz fue entre nosotros un astro. Su lucidez, su vitalidad, su pasión fueron deslumbrantes. Fue también un árbol. Un gran árbol en medio de nuestra tierra.

Y un torrente indetenible. Su inusitada y profunda fuerza proviene, quizá, de una voluntad de abarcar, de ser presencia y de ser voz. Una curiosidad sin trabas, sensible, inquieta, imaginativa, dispuesta siempre a volcarse en frutos, extendió con avidez sus raíces y dio a su sombra una unidad. Paz quiso leer en esa sombra, quiso cifrar desde esa sombra que su erudición y su experiencia vital proyectaron, un sentido. Un sentido, a la vez, esencial y profundo. Desde la poesía (mientras se preguntaba también por ella) se propuso seguir aquellos hilos que, a través del amor, de la naturaleza, de la confluencia de la vida y la muerte, y del sentir ante el fulgor del tiempo, nos ligan con los demás, con un momento y con nosotros mismos. Finos y grandes trazos, sumas y delicadas pulsaciones, vieron en esa sombra su inteligencia sutil y su rapto creativo. Como un viento, el lenguaje fluyó por él. También cristalizó en una voz de opinión, de presencia central. Aún tenemos que detenernos para mirar en ella, para oponer resistencias, para ver a través. Queda un hondo vacío. Queda también su hermosa sombra.

Eduardo Hurtado

A fines de los años sesenta, para muchas personas de mi generación Libertad bajo palabra (que recogía la obra poética de Octavio Paz de 1935 a 1957) representaba mucho más que un libro: era un sitio donde la poesía disipaba nuestros fantasmas cotidianos: el desarraigo, la frustración, la inmovilidad. Aquellas páginas eran un cosmos gobernado por ese ciclo poético llamado ``Piedra de sol'': en él hallamos algunas claves para comprender el origen de nuestra crisis, que sigue siendo una crisis de sentido, y las imágenes capaces de multiplicar el significado de nuestros actos.

Frecuento esas imágenes desde los 17 años y no exagero al decir que a partir de entonces me han acompañado en los momentos más difíciles. Cuando la realidad parece congelarse en el horror, los versos con los que empieza y culmina el poema me funcionan como una especie de conjuro.

El pasado lunes, en Bellas Artes, me tocó participar en una guardia junto al féretro del poeta. Duró dos minutos. Por un instante, bajo los mármoles, sentí vértigo: el palacio, el ataúd, el cadáver, ¿qué tenían que ver tantos blindajes con ese ``trascenderse sin cesar'' en el que Paz fundó la libertad de su poesía? Otra vez, sus palabras vinieron a rescatarme de la sensación de absurdo: ``un sauce de cristal...'' Por la noche, releí completa la estrofa que cierra y reanuda el poema, y en la que parece resonar el origen de los tiempos: ``quiero seguir, ir más allá, y no puedo:/ se despeñó el instante en otro y otro,/ dormí sueños de piedra que no sueña/ y al cabo de los años como piedras/ oí cantar mi sangre encarcelada,/ con un rumor de luz el mar cantaba,/ una a una cedían las murallas,/ todas las puertas se desmoronaban/ y el sol entraba a saco por mi frente,/ despegaba mis párpados cerrados,/ desprendía mi ser de su envoltura,/ me arrancaba de mí, me separaba/ de mi bruto dormir siglos de piedra/ y su magia de espejos revivía/ un sauce de cristal, un chopo de agua,/ un alto surtidor que el viento arquea,/ un árbol bien plantado mas danzante,/ un caminar de río que se curva,/ avanza, retrocede, da un rodeo/ y llega siempre:'' Libertad, movimiento del ser.

Manuel Ulacia

Poco puede decir uno, cuando la muerte de un amigo, una figura tutelar, un mentor, nos sorprende de pronto, por más esperada que ésta sea. Y más aún, cuando se trata de uno de los más grandes poetas y pensadores que ha dado nuestra lengua en toda la historia. Por una parte, sentimos que la persona querida y admirada, después del largo sufrimiento causado por un terrible cáncer por fin ha descansado, aunque al mismo tiempo experimentemos un vacío, un hueco, imposible de llenar. Por otra parte, ahí está su inmensa obra completa, como la estrella que iluminó a México y a la lengua española durante más de seis décadas y cuyo brillo no dejará de resplandecer.

Durante los últimos años me he dedicado a escribir, entre otras cosas, un libro, que pronto saldrá publicado, sobre su obra, titulado Octavio Paz: El árbol milenario. Me hubiera gustado que dicho volumen lo viera impreso. En los últimos meses, ya enfermo, Octavio Paz leyó parte del mismo. El diálogo constante que tuve con él, durante veinticinco años, sin duda, se ve reflejado en la escritura de ese estudio. Es el mejor regalo que le pude hacer, por su generosidad sin límites, por su interés constante hacia las nuevas generaciones que han hecho que México mantenga un lugar especial en el gran mosaico que comprende la civilización de lengua española, y en un sentido más amplio, las letras del mundo. Lo único que puedo decir es la palabra agradecimiento, por el tiempo vivido y compartido con él. Alguna vez, Octavio Paz diría que cuando escribía sentía que estaba dialogando con André Breton. A veces me sucede lo mismo. Cuando escribo parece que dialogo con él.

Marco Antonio Campos

Mi generación vio con asombro admirativo y respeto profundo la renuncia de Octavio Paz a la Embajada de la India, luego de la matanza del 2 de octubre. Paz envió entonces al suplemento de la revista Siempre!, que dirigía Fernando Benítez, un rabioso y despreciativo poema: ``México: Olimpiada de 1968'', y dos años más tarde publicó Posdata, admirable reflexión del México contemporáneo a partir de los sucesos estudiantiles. Para mí la renuncia fue el gran acto de valor civil en la vida de Octavio Paz, del cual me fue siempre difícil entender su cercanía con los presidentes mexicanos, pese a sus continuas declaraciones de la necesidad del intelectual de guardar las distancias con el príncipe, y su relación con el ex monopolio de Televisa, que durante lustros fue uno de los guardianes de la antidemocracia.

En los meses posteriores a su renuncia a la embajada, la canalla periodística se arrojó sobre Octavio Paz. Lo menos que le dijeron es que había renunciado porque estaba aburrido y porque tenía mejores proyectos de trabajo. Hace años estaba con el poeta Jean Clarence Lambert en su casa de Bougival, en los alrededores de París. Nada enorgullecía tanto a Lambert como su amistad con Paz. Guardaba como una reliquia el epistolario entre ambos. Surgió en cierto momento el '68. Me mostró cartas de la época. Una me conmovió profundamente: Paz comentaba su renuncia a la embajada, decía que no tenía trabajo y pedía a los amigos que vieran la posibilidad de hallar una salida laboral.

Si había alguna duda de la gran dignidad de su gesto, eso lo borra del todo. Octavio Paz, un poeta y ensayista que, como Borges o Camus, sólo escribió libros bellos. Un árbol máximo.

Antonio Deltoro

Para mí Paz es un ``modelo ético'', es decir, un ``modelo problemático'', dinámico, contradictorio, como para él lo fueron en su juventud algunos de los personajes de Los episodios nacionales de Pérez Galdós, pero también y al mismo nivel, el autor de poemas que me salvan en toda circunstancia, que me llevan a lugares más allá de todo problema. ƒl me ha vapuleado y me ha reconciliado conmigo mismo. Leo sus artículos, sus entrevistas, sus poemas y sus ensayos: en todos está con la misma intensidad. Admiro su vitalidad y su inconformismo: en un país donde es frecuente quedarse en el primer triunfo, él no se quedó a vivir de rentas después de Piedra de Sol, ni de lo ``mexicano'' después de El laberinto de la soledad. Si, como creía Borges, no hay nadie menos inglés que Shakespeare, menos alemán que Goethe, menos español que Cervantes, y los pueblos encuentran misteriosamente a los escritores que los representan, no en aquellos que exageran sus vicios o sus virtudes, sino en los que los equilibran llevándolos hacia lo otro, haciéndolos más universales; Paz es nuestro escritor.

En un país amante de la comodidad intelectual, Paz fue el rigor y la búsqueda; en un país caracterizado por la componenda, Paz dijo siempre su verdad a riesgo de ser impopular. Con su prosa y su poesía nos hizo sentir al filo de la época la belleza misteriosa y sempiterna, aunque siempre provisional, de estar vivos.

Héctor Manjarrez

Me entristece mucho la muerte de Octavio. No por él, pues la enfermedad lo atormentaba, sino por mí. A lo largo de 37 años, desde que me arrojó de la recámara a la ventana y al mundo la lectura de La estación violenta, Paz fue una voz permanente en mi cabeza, un poco como en otros lo pueden ser las enseñanzas religiosas, que uno obedece o desobedece o glosa, según el momento.

Paz fue para mí, como para muchos otros, un padre adoptado -y luego un abuelo- cuyas palabras siempre me importaban, hablara de lo que hablara; y sabemos que, salvo la música, casi no había temas ajenos para él. Muchas veces me enfurecieron sus opiniones, en particular las políticas y las que se referían a México; y a veces más por el tono que por el contenido. Pero, haciendo la suma que se hace a partir de la muerte, me queda claro que en muchas más ocasiones me dejé embelesar por esa voz suya tan vivaz e inquisitiva.

No creo que Paz fuera un pensador, los mexicanos no lo somos; pero siempre era hermoso oírlo mientras pensaba en la página. Luego ya tenía uno que volver y ponerse a desmenuzar sus argumentos, lo que no era nada fácil, pues siempre fue un escritor erótico, un seductor apasionado más que un razonador.

Recuerdo, a los 19 años, haber comprado Le labyrinthe de la solitude a un bouquiniste del Sena, y haberlo leído con pasión, con gula; con mucha perplejidad: su visión del mexicano no acababa de convencerme. Recuerdo también el 11 de diciembre de 1989 en su casa -un día antes de la fiesta de la Guadalupe y un mes después de la caída del Muro de Berlín-: llevábamos años de no tratarnos y durante siete horas platicamos y discutimos sobre la izquierda, Carlitos Castaneda, literatura francesa, otros veinte temas y nuestros puntos de vista, muy divergentes, sobre su obsesión, México. Cuando nos despedimos, ambos -y Marie-Jo, que se nos unió en las postrimerías- estábamos convencidos de que la relación de veintidós años se había reanudado. ``Alors, on est copains de nouveau?'', fue el comentario de Marie-Jo. Después me enteré de que ya en frío a Paz mis opiniones le parecieron impertinentes en ambos sentidos de la palabra. Su México y el mío debían de permanecer en esclusas aisladas.

Lo que estoy diciendo es algo personal, es lo que siento que puedo decir en este momento en que nos preguntamos qué fue Octavio Paz para nosotros. Agregaré que Paz y yo nos quisimos mucho, pero nunca fuimos amigos. Nos separaban 31 años que fueron menos insalvables mientras Octavio fue amigo de Antonio González de León y yo de Carlos Fuentes, porque ellos servían de puente. Con ellos dos, él en su cincuentena y yo en mi veintena, padecimos en Inglaterra los terribles dos años posteriores a la matanza de Tlatelolco. Luego, ya en México, Paz quiso que yo formara parte del equipo de Plural, y yo no quise. Y luego reñimos por razones políticas y nos alejamos, pero él votó por mí para que se me concediera la Guggenheim y una beca del FONCA.

Ahora que ha muerto, sé que Octavio Paz no era mi padre o abuelo adoptado; ni un amigo; ni tampoco un adversario o un protector, aunque voy a extrañar mucho a estos dos.

Y ahora voy a poder leerlo con ``objetividad''... aunque por el momento no creo que vaya a ser una lectura tan rica como las que hice antes.

Alí Chumacero

En la poesía de Octavio Paz se trasluce que, a pesar de lo dicho por Quevedo: ``El mundo me ha hechizado'', la suprema creencia en la belleza hace del artista el supremo destinatario de la esperanza. En él se sostiene lo que de más entrañable la define y con él muere eso mismo que por esperanza traducimos. Y seguramente que los límites entre esperanza y poesía no fuera posible marcarlos si una y otra no se dieran en un inmediato continuarse. Porque a pesar de lo efímero y pasajero del hombre la esperanza precede -poiética y poéticamente- a la existencia de la poesía. Sin una, la otra muere.

Es el constante juego de lo que el poeta intenta destrozar para erigirse, levantando su poesía como un maestro que, fiel a su misión, entre juegos y gritos cumple su tarea constructiva. No obstante que el poeta lucha contra el mundo, creándolo nuevamente y ordenándolo a pesar de la pasión, por medio de la inteligencia; y aunque la pasión tome tal o cual medio para hacerse verdadera, no por eso la inteligencia, descuidando sus orígenes de lo más alto -de lo más hondo también-, descuida su intensidad para encontrar el camino por el cual la poesía llegue a totalizar la vida del poeta.

El caso de Octavio Paz lo pone de manifiesto: nada hace más profunda y verdadera su poesía que esa unión de inteligencia y pasión que la equilibra, dándole el tono, tan peculiar en nuestra literatura patria, que no la deja desbordarse hacia la ingenuidad o el grito. Parece como si la poesía hubiese dado por supuesto que la contención y el amor la palabra se hermanan para crear el matiz distintivo de una obra lírica donde la armonía mantiene en vilo el incendio de la emoción.