Gilberto López y Rivas
La lumpenización de la política
En una breve reflexión sobre distintos acontecimientos que se han suscitado últimamente en la Cámara de Diputados, nos encontramos con que los niveles de la discusión en torno a diversos temas caracterizados por su algidez resultan, las más de las veces, poco productivos y carecen de la seriedad y el respeto que merecen de los parlamentarios.
Probablemente la acción filibustera de un gobernador que, con parche en mano y su séquito de incondicionales, irrumpió con toda clase de ademanes e improperios en San Lázaro en días pasados, haciendo gala de su amplia cultura televisiva y de la impunidad de la que goza, orille a este análisis sobre la calidad de los debates y el intento de lumpenización de este recinto y de la política en general.
Efectivamente, el protocolo de la Cámara de Diputados no exige ni vestimentas ni lenguas ni civismos característicos sólo del Manual de urbanidad de Carreño. Hablar en tribuna para vituperar o recibir toda clase de insultos de la más amplia gama del caló popular, degradando la discusión a una jornada de vandalismo verbal caracterizada por la poca creatividad, por decir lo menos, de quienes se han nutrido no precisamente de una amplia cultura sino de su incapacidad para debatir con la palabra, es sólo sinónimo de la falta de representatividad y compromiso político con sus electores, y de la subordinación de los diputados oficialistas a los dictados del Ejecutivo.
La generalización del legendario Bronx a toda una bancada resulta de mayor interés para la prensa que el contenido del debate sobre el conflicto chiapaneco; una hora de discusión en torno al uso de un sombrero en la tribuna y el supuesto irrespeto al lábaro patrio, en un arranque de súbito patriotismo de la bancada del gobierno; la autocompasión de indígenas priístas, haciendo apologías del Ejército acompañadas de recordatorios a las madres de unos cuantos oradores en tojolabal y en náhuatl, y hasta la vulgaridad de gritarle: ``¡perro rabioso!'' al orador en turno, como reacción espontánea del mesurado coordinador Arturo Núñez ante la mención de la existencia de grupos paramilitares de filiación priísta, por ejemplo, son sólo algunas muestras.
Lo cierto es que existe una pretensión por trivializar y degradar los espacios políticos ganados por la oposición para despertar la animosidad de la opinión pública, así como por romper la confianza y la legitimidad obtenida por ella en las pasadas elecciones federales. En la debacle y el descrédito del gobierno y su partido, quieren llevar a todos los actores políticos por el despeñadero de la virulencia, la rijosidad y la verborrea. No se trata de convencer al adversario sino de insultarlo, amenazarlo y estigmatizarlo. Ante la carencia de argumentos, de polemistas, y sobre todo de razones, siempre quedan los recursos de acciones punitivas encabezadas nada menos que por gobernadores y coordinadores de grupos parlamentarios, la acción judicial iniciada por los victimarios y verdugos de la dignidad parlamentaria o la amenaza llana a la integridad física de los diputados.
Todo este ambiente coincide con la ofensiva, desde la cima misma del poder, contra quienes no piensan como el régimen. La beligerancia contra los disidentes en todos los tonos es el signo de los tiempos. El Presidente, desde Venezuela, equipara a los zapatistas con sicarios; la Conai y especialmente don Samuel reciben presiones y agresiones de casi todos lados; los extranjeros que acompañan a los indígenas en su sobrevivencia amenazada, son expulsados como delincuentes, mientras crece el número de presos políticos y el cerco militar y paramilitar se estrecha sobre las comunidades rebeldes, con el propósito de destruir las aspiraciones autonómicas de los pueblos y buscar su rendición.
Como siempre, es importante no caer en la provocación que pretende degradar el ejercicio de la política y, ante todo, deben prevalecer la razón, los principios y la dignidad.