Para Cristina Solís
Uno de los peores defectos de la democracia es que le da demasiado poder a los abogados. La tendencia a reglamentar la conducta pública y privada se ha vuelto obsesiva en la democracias modernas. México debe estar atento, para no pasar del relativo caos donde la voluntad del que manda era la ley, al exceso de reglamentación legalista.
A invitación del jefe de gobierno del Distrito Federal, el PAN, PRI, PT y PVEM aceptaron integrar mesas para lograr consensos y facilitar la reforma integral de la entidad. El objetivo común es liquidar por consenso el régimen de disminución política de la capital, y emancipar a los capitalinos para que dejen de ser súbditos y comiencen su plenitud ciudadana.
Esta mesa es un buen experimento y un signo de madurez. Probablemente alguno de mis lectores se sienta preocupado porque la participación ciudadana en lugar de garantizarse podía ser severamente acotada y manipulada por el elenco de los partidos ``realmente existentes'', quienes --como es lógico y hasta sano-- están ``hambrientos de poder''.
¿Cuáles son los temas centrales? Adelanto dos, y sobre ellos resumo mis propias reflexiones y las del doctor Alberto Székely, coordinador del Taller de Especialistas que asesoran a la Secretaría Técnica de la mesa de reforma.
Uno: garantizar la participación, no controlarla. Probablemente usted que lee La Jornada los domingos, pertenece a algún grupo que realiza actividades de interés público. Puede defender la integridad de los bosques, el respeto a los derechos humanos, la rehabilitación de los delincuentes, u orientarse a la política (por ejemplo, luchar por los derechos de las mujeres). Usted ya es un ciudadano o ciudadana. Su actividad pública va mucho más allá del derecho del voto. El organismo al que pertenece no es una organización gubernamental ni tampoco está afiliada a los partidos. El ambiente propicio para el desarrollo de su grupo y su causa es la independencia y la libertad, y sus enemigos básicos son el control y la manipulación.
Pues bien, hay decenas de miles de estos grupos en todo el país y por lo menos cinco mil en la capital. Desde el terremoto de 1985 se han venido multiplicando. Estos grupos no necesitan que una ley garantice su existencia; la Constitución, en el artículo 9o., se encarga de eso. Mucho menos necesitan que se reglamenten su estructura interna o su operación. Lo que quieren estos grupos es que se les tome en cuenta cuando el gobierno toma decisiones. Y también que se garantice a ellos y a sus grupos, en caso de que las resoluciones de las autoridades administrativas que finalmente se adopten violen la ley, que cuenten con recursos administrativos y judiciales suficientes para impugnar esos actos. Este debería ser el objeto principal de una ley de participación.
Dos: participar, no estorbar. Nada es más importante que evitar un conflicto entre la ciudadanía y el gobierno ¡que ella misma eligió! No se trata de poderes en pugna. La ciudadanía puede proporcionar a la autoridad asesoría para que tome buenas decisiones y para que éstas se transparenten; pero no puede impedir las decisiones. Si la gestión gubernamental es buena, el partido en el poder ganará de nuevo el voto de los ciudadanos. Si no, la ciudadanía reprobará a sus servidores y elegirá a otros. Esto se llama alternancia. Lo que se quiere es que haya mejor administración pública y, por ende, mayor calidad de vida de todos. Si no se logra, la democracia no vale la pena.