MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Pestañas postizas
Ahora tengo menos clientela, pero mejor. La atiendo en mi departamento y no en el salón de belleza: lo quité porque no pude con los gastos. Cuando iba a desmontarlo les dije a mis mejores clientas que en el futuro les daría servicio en mi departamento. Casi todas aceptaron. Otras dejaron de frecuentarme porque sus maridos se lo prohibieron pensando que el cambio se prestaba a otras cosas. Se ve que no me conocen. Tengo por sagrado mi negocio y para mí sigue siendo ``La Ilusión'', aunque ahora los sillones y la mesita de manicure estén donde tuve el comedor. Lo vendí pero no me dolió. Total: vivo sola y para comer siempre lo mismo -cuando no habas, lentejas y cuando no lentejas, habas- qué fuerza era conservar la mesa y las ocho sillas.
Me costó mucho acostumbrarme al cambio porque nunca me gustó que la gente se metiera en mi casa. Me resigné diciéndome: ``Será por un tiempo nada más''. Ya pasaron tres años y las cosas han mejorado algo. Si quisiera podría reabrir ``La Ilusión'' pero voy a quedarme aquí. Las clientas están de acuerdo. En la casa se sienten muy a gusto: ellas mismas se preparan el café y atienden la puerta. Saben que bajar dos pisos, con mis piernas malas, es una tortura. Pero con todo y eso, los lunes a las siete yo misma bajo para abrirle a don Casto.
Siempre que él viene nos reímos sólo de acordarnos cómo fue su primera visita. Ya mero no lo dejaba entrar: me dio mala espina que un señor me solicitara un servicio cuando estaba solita. Además, nunca antes había atendido hombres. Ni siquiera a mis hermanos quise cortarles el bigote o las patillas, menos iba a aceptar ponerle a un tipo pestañas de una por una. Es lo que don Casto viene a hacerse una vez a la semana. Los lunes tempranito me llama y me dice: ``Doña Maru: por ahí le caigo al rato''.
Don Casto vive en Contreras. Desde allá hasta la Vicente Villada es un viajesote: dos horas, mínimo, y eso que él viene en su cochecito. Hace como siete meses, una noche yo necesitaba ir a recoger un material y él se ofreció a llevarme. Acepté porque era tardísimo, pero cuando vi cómo maneja me arrepentí. Y es que, lo queramos o no, con el tiempo se amuelan los reflejos. Se lo comenté y él soltó una carcajada tremenda. Como ya nos teníamos cierta confianza, me confesó que mientras actúa se aviva mucho: ``Usted no se imagina cuánto''. Ver cómo se le iluminaron los ojos me cohibió y preferí cambiar de tema. Estoy seguro de que si no lo hubiera hecho, don Casto me habría contado allí mismo todo lo que hace. Luego me arrepentí de no haber permitido que el hombre se explayara. Total, dije, ¿qué puede contarme un viejo que no haya oído antes? Ahora sé que mucho.
Imagino que don Casto anda por los setenta años. Es un viejo muy guapo, se ve fuerte, anda derechito y tiene unos ojos preciosos pero muy tristes -lo sé muy bien- y precisamente para quitarse la expresión me pide que le ponga pestañas de una por una. La primera vez que vino, dice que me le quedé viendo muy feo. Por eso se atrevió a explicarme que necesitaba de mis servicios para que le dieran trabajo en el cine. Eso bastó para que consintiera en atenderlo. A mí todo ese mundo de las películas y de los artistas me fascina desde chica.
En aquella ocasión me tardé más tiempo del que siempre ocupo en aplicar unas pestañas porque a Don Casto le ardían mucho los ojos con el pegamento. Gracias a la demora supe que llevaba nueve años viudo y que sus hijos desaparecieron ante la perspectiva de cargar con él. Comprendí que ese abandono le pesaba mucho y para que no se sintiera tan mal le recordé que los hijos somos ingratos por naturaleza. Y hasta dije: ``Lo sé porque aunque Dios no me concedió la gracia de la maternidad, fui hija''. ``¿Vive solita?'', me preguntó. Le respondí que sí y punto.
Mucho después me preguntó qué había pensado cuando oí su pregunta. ``Me dije: atención, Maru. No te dejes envolver por este viejo mañoso. Sabe que es muy guapo y que si se lo propone te enredará y así tendrá casa y mujer que lo cuide y lo mantenga''. No lo ofendió mi sinceridad, pero lo impresionó mi desconfianza hacia los hombres. Le respondí que tenía motivos: ``Hasta mis hermanos me han demostrado que nada más los mueve el interés. Nunca me visitan, a menos que les urja dinero''.
A la siguiente sesión no pude resistir la curiosidad y le pregunté por su trabajo en el cine y con qué actores trabajaba. ``No los conoce. Todos son nuevos.'' Para romper su hermetismo le confesé que ese ambiente me encanta y que ojalá un día me llevara a los estudios para verlo actuar. Prometió que iba a pedirle autorización al director.
Desde entonces esperé inútilmente una respuesta concreta y acabé pensando: ``Este viejo es un mentiroso. No es artista de cine. Se pone las pestañas porque seguramente le gusta vestirse de mujer cuando está solo''. La idea me enfureció -no sé por qué- y entonces decidí vengarme arrinconándolo: ``Bueno, ya que no puede llevarme a los estudios, al menos dígame cuándo estrenan la película donde actúa para ir a verla''. Oí puras vaguedades. Dos semanas después me confesó que había adivinado mi desconfianza y hasta había temido que llegara a negarle mis servicios, así que estaba dispuesto a contarme toda su historia.
A la muerte de su esposa don Casto sintió pánico de imaginarse arrimado en la casa de alguno de sus hijos, soportando las malas caras de sus nueras y recibiendo como limosna lo que quisieran darle para complementar su pensioncita: 224 a la quincena después de 35 años de obrero en no sé dónde.
Lloré cuando enumeró los trabajos que había tenido que hacer a cambio de recibir tan sólo propinas -allí me identifiqué mucho con él- y cuando recordó todos los sitios que había recorrido en busca de algo mejor. Inútil: siempre lo rechazaban sólo por ser un viejo. Al darse cuenta de que su situación se agravaba a cada minuto pensó en darse un tiro: era necesario comprar una pistola, pero de oferta porque con su pensión le resultaba imposible hacerse de una nueva y ni modo de pedirles a sus hijos para eso.
Una tarde se puso a leer la sección de avisos de un periódico. No encontró lo que necesitaba, pero al final de la columna de ofertas descubrió un anuncio: Videoasta solicita caballero, de entre 65 y 70 años de edad, para filmación. Interesado, presentarse en horas hábiles en... Resignado a que lo utilizaran para un documental acerca de la tercera edad, don Casto acudió a la mañana siguiente al lugar del anuncio. El pobre se llevó una gran sorpresa al encontrarse frente a un edificio destartalado y más cuando entró en el departamento: ``aunque era un sitio horrible me recibieron muy bien. La secretaria me dio café mientras el director me hacía preguntas raras: desde cómo funcionaba mi corazón hasta cómo se oía mi pajarito. Furioso le dije: Chifla muy bien, lástima no tener dónde... Muerto de risa, el tipo fue al teléfono y oí que le decía a su socio: Está perfecto para el papel, sólo que tiene unos pinches ojos bien tristes y en esto, como que nomás no'''.
Don Casto estuvo a punto de llorar y cuando el director volvió para despedirlo, no dudó en asegurarle que haría lo necesario con tal de que le dieran el trabajo. La secretaria, que estaba oyéndolo todo, sugirió la solución: ``¿Por qué no le ponen pestañas de una por una? Yo tengo su mismo problema y me funcionan muy bien''.
Al miércoles siguiente apareció don Casto en mi casa y al otro lunes se convirtió en estrella de videos porno. No tiene miedo de que lo desplacen: no hay nadie que se atreva a hacerlo, como él, sin sombrerito -así llama a los condones en señal de respeto-.
La noche en que don Casto me lo dijo lo regañé: ``¿No se da cuenta de que pueden pegarle el sida?'' Su respuesta me dio al mismo tiempo gusto y tristeza: ``Pues sí, pero tardaría cinco o diez años en declarárseme. Pero entonces, Maru, ya estaré muerto. Vale la pena el riesgo: soy independiente, gano dinero para cubrir mis gastos y hasta para llevarla a cenar, si algún día me acepta la invitación''. Desde luego, le dije que sí.