Guillermo Almeyra
Elogio del cosmopolitismo

En la época de la mundialización, cuando ninguno de los problemas principales (ecología, desforestación y, por consiguiente, clima y agua, mantenimiento del precio de las materias primas, como el petróleo o los alimentos, fijación del valor de la propia moneda, defensa de la cultura, la soberanía, la democracia, por ejemplo) puede ser resuelto sólo sobre bases nacionales, hay que ser no sólo insensible sino también inconsciente para no preocuparse por los problemas internos (que son sólo una expresión local de un problema mundial) de todos los países. ¿Acaso el logro de la autonomía en Irlanda o Nueva Caledonia no dice nada a Euskadi o a los indígenas latinoamericanos? ¿ Acaso las leyes contra la economía de mercado libre no afectan el desarrollo local de las regiones de donde éstos provienen, su remesa de dinero al país de origen, la economía de los países que los ``exportan''? ¿Acaso el nivel de producción petrolera (y la situación política interna que hace que, por intereses de la clase gobernante, se produzca más a costa del precio del producto y del futuro del país) digamos, en Arabia Saudita, no afecta a México o Venezuela? ¿Y la posibilidad de que Japón tenga excedentes de capitales para invertir en el resto del mundo no es acaso un problema interno de todos los países que dependen de la inversión extranjera para no tener déficits en su balanza de pagos? Para ser chauvinistas y xenófobos hay que ser, realmente, muy cínicos o muy estúpidos o ambas cosas, como lo demuestra el ejemplo del Frente Nacional de Le Pen, en Francia...

La mundialización, sin embargo, trae aparejada el crecimiento del esas dos perversiones del nacionalismo y el de los regionalismos, precisamente cuando la relación interno-externo se ha modificado profundamente y el carácter mundial de la economía, de la toma de decisiones, de la cultura y de la tecnología productiva hace que, para los países altamente industrializados sea interno todo lo que se refiere a los países dependientes (México es un problema interno de Estados Unidos, Argelia lo es de Francia, Albania de Italia, etcétera) aunque sólo fuere desde el punto de vista de la inmigración, mientras que los países menos industrializados dependen totalmente de los resfriados o pulmonías de los dominantes y toda su vida económica está dictada por los intereses del capital financiero y las órdenes de las instituciones internacionales.

¿Cómo no ser entonces internacionalistas cuando se trata de defender la democracia que, si es pisoteada en algún lugar de la Tierra se debilita en todas partes, o hay que defender la libertad, que es una e indivisible pues nadie puede ser libre al lado de un esclavo? La xenofobia intenta en vano evitar el cosmopolitismo que es impulsado y estimulado por la mundialización. Esta quita al plano nacional o local la determinación de la economía, pero como el poder se hace a nivel del Estado, localmente, cuanto más se restringe, como la piel de zapa, la soberanía y más se enajenan los recursos del Estado al extranjero, más crece la tentación de reemplazarla con los símbolos desgastados del poder (un ejemplo claro es el presidente Carlos Menem que descubre que una investigación sobre las torturas y desaparecidos en la Argentina hecha por la justicia española o francesa es una violación de la soberanía argentina, himno, bandera y picanas eléctricas incluidos). El mercado no se identifica ya con los límites nacionales ni la política y la economía se hacen ya dentro de los linderos políticos estatales, pero el Estado echa mano al argumento más primitivo y tribal --el supuesto lazo de sangre que excluiría al otro, al extraño, pues tal es el sentido de la palabra extranjero-- precisamente cuando estamos en la época de la gran internacionalización y mezcla demográfica, cultural, tecnológica y, con el desarrollo de las comunicaciones, se está mucho más cerca de los problemas de Burundi de lo que se estaba entre una provincia y otra de un mismo país hace 50 años.

Ser internacionalista no sólo es un deber: es una necesidad, incluso desde el punto de vista nacional, si se quiere prever las cosas y defender lo que aún es defendible. No serlo, en cambio, es signo de servilismo a las instituciones internacionales y de ruptura con los intereses nacionales que, precisamente porque el capital financiero es internacional, necesi- tan en cada país aliados democráticos e independientes del mismo.