Ilán Semo
Dios en la Selva

La distancia que separa la geografía política de Chiapas de su abigarrado mosaico de religiones es un laberinto intrincado y abrupto. Desde los Altos hasta Guadalupe Tepeyac, religión y política se mueven como planetas en órbitas contiguas; se atraen y se rechazan mutuamente. Visto desde la perspectiva de sus identidades religiosas, Chiapas se asemeja a un continente desgajado o a un archipiélago: un conjunto de islas separadas entre sí por aquello que las une: la religión/las religiones. En su mayoría, son islas donde priva el monólogo. Por Ricardo Pozas y Antonio García de León sabemos que los rasgos esenciales de ese archipiélago religioso han sido, a lo largo del siglo XX, la fragmentación y la convulsión.

Las diócesis de Tuxtla Gutiérrez y de San Cristóbal de las Casas, por ejemplo, son tan distintas como la historia de ambas ciudades. La primera es burocrática y obediente de la jerarquía eclesiástica nacional; la de San Cristóbal, en cambio, nos hace pensar en el cobijo institucional de una antigua república de indios. Tradicionalmente, entre ambas ha imperado la rivalidad y la discordia; hoy están separadas por teologías que no se escuchan entre sí. La parroquia de los chamulas responde a un orden estático, amurallado; la de los coletos, por el contrario, es política y cambiante. En el norte, las órdenes y sus filiaciones eclesiásticas varían frecuentemente de pueblo en pueblo. Al hablar de catolicismo en Chiapas, es preciso imaginar una realidad que, por vasta y diferenciada, excluye toda posibilidad de generalización. La razón es sencilla y compleja a la vez. Cada una de las culturas indígenas y no indígenas ha acabado por crear e institucionalizar su propio Olimpo de dioses.

La dispersión de los centros de la Iglesia ha traído consigo la erosión de la centralidad católica. El equilibrio religioso que se forjó después de las revueltas de los años 20 empezó a sufrir conmociones y trastornos a mediados de los 70. El más notable ha sido el boom de los credos protestantes. En tan sólo 25 años, un puñado de iglesias protestantes ha atraído a más de la tercera parte de los creyentes de Chiapas. Al principio, la mayoría se contaba entre los emigrantes cuya reciente y masiva llegada explica otro boom: la súbita triplicación de la población. Actualmente se han arraigado incluso en las regiones donde la hegemonía católica data del siglo XVII. La fisonomía de su evolución no ha sido distinta a la del catolicismo. En ella dominan el descentramiento y la dispersión. Acaso los antiguos dioses han acabado por doblegar también a Lutero y Calvino.

Toda analogía histórica está condenada al error. Sin embargo, hay en la evangelización protestante de Chiapas algo que nos hace recordar, salvando las insalvables proporciones, la evangelización católica del siglo XVI; una transformación súbita e intempestiva de la geografía de la fe. La historia y sus vueltas. Una conquista espiritual en sentido opuesto: aquella fue obra de curas y frailes españoles; ésta es una cruzada de pastores y predicadores indígenas.

Hoy se afirma que las iglesias en Chiapas están en ``auge''. Es una redundancia. Nunca han dejado de estarlo, sobre todo entre los pueblos indígenas. Sus funciones han sido las que un Estado secuestrado por caciques y castas se ha negado a realizar: la política social y el mínimo arreglo civil. Sin su existencia, el drama de los indígenas sería más dramático aún. La rebelión del primero de enero de 1994 descorrió la fachada. La implosión del poder civil mostró que el Estado en Chiapas no era más que un endeble espejismo, una ruina viviente. En cierta manera, el panorama se ha vuelto similar al del siglo XIX; de un lado, la Iglesia --o mejor dicho; las iglesias--; del otro, el Ejército; en medio, un poder civil carente de legitimidad y dirección. Sólo que existe una diferencia sustancial y estremecedora: el conflicto por la fe.

Como toda disputa religiosa, la de Chiapas es una disputa por la fe, pero sobre todo por los fieles. Hay quienes entre la jerarquía nacional católica quisieran convertirla en una cruzada teológica. Sólo así se explican la expulsión de los protestantes de la región chamula --el grupo más abrumador de desplazados--, el cierre de sus templos y el lenguaje de la furia. No se puede más que coincidir con la indignación imprescindible de Carlos Monsiváis. Llamar a los credos protestantes ``sectas'' --ese sinónimo del nicho clandestino de la conspiración y lo diabólico-- y postular, como el cardenal de Guadalajara, Juan Sandoval Iñiguez, que ``se necesita no tener madre para ser protestante'', es un vaticinio (o una recomendación) de cuchillos y odios desenfundados. La difamación de una minoría entera por sacrilegio es el principio de toda iracundia teológica. Por su parte, varios pastores protestantes han respondido con la misma moneda. La ilusión de la posesión exclusiva de la verdad puede ser un espejismo devastador, incluso en una minoría asediada. Ya se sabe: combatir la sofocación con sofocación no hace más que agrandar los móviles de la persecución.

La debilidad del Estado local se ha traducido en una desesperación del Estado nacional. Una desesperación peligrosa. Apostar a una política de enfrentar a los grupos religiosos entre sí, de gobernar sobre la base de la división y la confrontación de las iglesias, significa diseminar un material explosivo y supone renunciar a la única solución posible a largo plazo: la supremacía del poder civil y (ya suena a utopía) del estado de derecho. El dilema actual del conflicto religioso en Chiapas es aislar los extremos, o por lo menos contenerlos. El consejo ecuménico auspiciado por la propia diócesis de San Cristóbal, que reúne regularmente a prelados católicos y protestantes, es un paso, aunque por ahora un paso en el desierto, o en la Selva. La paz en Chiapas transcurre también por un acuerdo --y una negociación abierta-- entre los centros de las iglesias.