El que ande buscando sus recuerdos, que se arme antes que nada de valor.
Sí, se necesita mucho valor para la evocación. Se requiere también de palabras, de olvidos, de silencios largos y de minutos todavía más largos para que la memoria tenga tiempo de encontrar --en el archivo repleto de pedacitos de esto y de lo otro-- los fragmentos intactos de un paisaje, el olor de la tierra tocada por la lluvia, el fantasma de un árbol que murió envenenado por la sangre de los inocentes, la belleza de un río que en el tránsito de la añoranza al reencuentro perdió caudal y se volvió apenas un gemido del agua.
Sin dar cabida a que el valor se acabe, hay que darle tiempo y espacio a la memoria para que nos devuelva --cuando mucho-- el eco de una risa, una nota del augurio cantado por un ave, la forma de una huella entre las tantas que andan el camino, una sombra furtiva que fue nada.
Hay que darle un respiro a la memoria, un minuto de calma y de reposo antes que nos remita a la madre en el momento de la despedida; o en los segundos previos: cuando le entrega a su hija tres tesoros --un collar rojo, una medalla, cinco quetzales-- y también unos segundos después: cuando mira la salida del sol, cierra los ojos y llora mientras reza.
Hay que darle su tiempo a la memoria para que nos aclare que esa mujer --india, partera, comadrona, médica-- llora porque adivina, sabe, que el rencuentro con Beta ocurrirá mucho después, muy lejos, cuando su hija --la niña que se volvió señora de tres nombres-- armada de valor y de palabras se atreve a hacer el largo tránsito al otro lado de la desmemoria.
Con la habilidad que le confiere haber tenido por compañera de juegos a la naturaleza, con la sabiduría que le enseñaron sus abuelos, siempre bajo el abrigo del cuxín que proyecta una sombra muy larga en su memoria, con claves suficientes para desentrañar el oscuro lenguaje de los sueños, Rigoberta Menchú --en compañía de sus otros dos nombres que son también su conciencia duplicada: Min y Lupita-- alcanzó la utopía concebida la mañana que dejó atrás a su madre y a su tierra: volver a Chimel, caminar hacia el ranchito de paja y horcones de madera; meterse entre las ruinas de la casa mitad verdad y otro poquito sueño; acercarse al tronco retorcido donde la espera y seguirá esperándola su madre-tierra-sabia-generosa-valiente-madre.
Para volver allí Rigoberta se dejó guiar por la memoria; para quedarse allí, anclada en la escritura, Rigoberta tuvo que decidirse a imaginar que en ese paraíso perdido y recobrado también iba a toparse con escenas motivo de sus lágrimas; que escucharía cosas de mucho dolor: entre el eco de las risas infantiles el grito incandescente del hombre torturado; entre el recuerdo del relato fantástico y nocturno, las últimas palabras de la madre; entre las líneas marcadas por el viento en el camino, la huella pesarosa de la huída; entre los cantos de la selva, los estertores de los torturados; entre las sombras de los árboles, las de sus enemigos; entre el murmullo de la hojarasca, el estruendo de la metralla. Y que luego, enmedio de la quietud que anuncia la alborada, sentiría el compás de silencio donde empieza la muerte.
Allí en Chimel, entre el dolor y sus sueños, Rigoberta buscó un lugar propicio, encendió fuego con todos sus recuerdos y, como los viajeros, empezó un relato que tiene el ritmo del Chilam Balam, la gracia de la canción que todos aprendemos cuando niños, la claridad del agua, el sabor del maíz y de las moras, de la lucha y del triunfo --pero también, a veces, muchas veces, el gusto amargo de la injusticia y de la sangre.
La señora de los tres nombres que alguna vez, desde las páginas de un libro, nos dijo simplemente: Me llamo Rigoberta Menchú retoma la palabra, pero en esta ocasión --al cambiar su apellido por su historia-- su ``yo se multiplica en los plurales ecos de los suyos: Rigoberta: la nieta de los mayas.
A partir de esa frase escuchamos su historia y la entendemos, la vivimos como si fuera propia. Es natural, después de todo, entre su tierra y la nuestra hay apenas una línea muy suave, una línea que se vuelve más verde allí donde comienza a escribirse el cuarto nombre de Min, que es Rigoberta y es Lupita y también, desde ahora para siempre: es Guatemala.
* Texto leído en el Palacio de Bellas Artes durante la presentación del libro Rigoberta: la nieta de los mayas, de Rigoberta Menchú.