Parece conveniente recordar hoy -cuando el gobierno ha llevado el conflicto con el EZLN a un callejón con salidas peligrosas- que el alzamiento armado del primer día de enero de 1994 tuvo desde su inicio un significado nacional que no puede eludirse: fue la crítica radical, con las armas, al presidencialismo autoritario, a la falta de democracia; una condena a la injusticia social, las arbitrariedades, abusos, explotación, la discriminación y marginación de los indios. La justeza de las denuncias y exigencias de los zapatistas --no su forma de lucha--, conmovió a la opinión pública y ganaron la simpatía y solidaridad de cientos de miles de mexicanos y de los hombres progresistas en todo el mundo. Todo ello dio legitimidad a ese movimiento, y más tarde el reconocimiento legal mediante la Ley para el Diálogo, la Concordia, la Conciliación y la Paz en Chiapas. En los cuatro años transcurridos el EZLN se convirtió en un componente de la realidad política nacional; es el representante político radical y legítimo de los intereses de los pueblos indios de México. En San Andrés los zapatistas defendieron las demandas de todas las etnias y los acuerdos adoptados con el gobierno federal se refieren a todos los indígenas del país y no sólo a las etnias chiapanecas.
Vale recordar lo anterior, porque la estrategia demencial del gobierno tiene como su componente central prescindir de esa realidad, ignorar el papel del EZLN como actor principal en el conflicto que se prolonga ya cuatro años y reducir éste a un asunto chiapaneco, negando en la práctica su alcance y significado nacional. De ahí su menosprecio a la necesidad de reconstruir las condiciones para reanudar el diálogo y las negociaciones con el EZLN, la actitud frívola y ofensiva del presidente Zedillo, el intento gubernamental de aprobar una ley sobre derechos y cultura indígenas, negando en la forma y el fondo los acuerdos firmados por el gobierno en San Andrés Sakamch'en.
Los estrategas del gobierno pueden idear planes encaminados a derrotar al EZLN, y con él a los indígenas del país y a todo el movimiento democrático y de izquierda, pero lo que no pueden hacer es cambiar la realidad. Ya no es posible, como en el pasado -cuando predominaba el régimen priísta autoritario-, imponer formas y vías de desarrollo político, prescindiendo de los nuevos actores con un peso real en la política nacional. Si consigue un acuerdo con el PAN, el gobierno puede dar pasos en su estrategia, como aprobar su legislación sobre derechos y cultura indígena (lo que al parecer no ocurrirá en el presente periodo de sesiones del Congreso), pero en lugar de significar el fin del conflicto, eso abrirá las puertas a su prolongación por muchos años y agudizaría la confrontación política en todos los frentes.
Sólo en el gobierno hay partidarios de que eso ocurra, pues predomina la irresponsabilidad o, en el mejor de los casos, el subjetivismo en el diseño de su estrategia. Sin embargo, la sociedad y sus organismos no están de acuerdo con que se imponga ese rumbo peligroso, tienen otro enfoque. La base social del EZLN y la dirección de éste no caen en las provocaciones y resisten la terrible presión del Ejército y los paramilitares; cada día surgen nuevas iniciativas de organismos sociales y grupos -el PRD, Partido del Centro Democrático, la Propuesta de Guadalupe de numerosas personas o la Premio Nobel Rigoberta Menchú y muchos otros- que plantean salidas de diálogo y negociación para sacar al conflicto de las vías muertas en que se encuentra.
Todo esto puede inducir al gobierno a modificar su conducta, a menos que a la irresponsabilidad y el aventurerismo se sume la ceguera.