Olga Harmony
Mal momento

In memoriam María Elena Martínez Tamayo

Al temor y la indignación que nos producen las políticas oficiales en el problema chiapaneco y del que ya se ocupan los que de ello saben, se suman otros que, circunscritos al medio teatral también resultan ominosos y preocupantes. Uno de ellos es un insistente rumor (y espero que para cuando se publique este artículo que escribo con bastante antelación no haya sido confirmado) de la renuncia de Luis Mario Moncada y su equipo a la Dirección de Teatro y Danza de la UNAM; a pesar de la brillante labor de este grupo, en la que no es menor la de posibilitar los espacios universitarios a jóvenes talentosos (y la apuesta por el talento joven es la apuesta por el renuevo), un relevo así se inscribiría en la tónica ``normal'' ante los cambios de funcionarios, si no fuera porque algún nombre que se menciona como el del posible sucesor regresaría al teatro universitario al mal momento en que sólo las propuestas de un grupo reducidísimo veían la luz en sus escenarios. Esperemos que la rumorología se equivoque ahora como lo ha hecho en el pasado.

Por otro lado, hay muchas escenificaciones muy interesantes en cartelera, por lo que me había sentido exenta de escribir acerca de lo que no me gusta, como sería el caso del fallido experimento dramatúrgico del escritor Fernando Solana. Pero siento que los críticos también debemos ocuparnos de lo que entendemos como mal teatro, sobre todo cuando se hace con ciertas bases que no son comerciales. Tal sería el caso de Tiempos furiosos, de Jesús González Dávila, que bajo la dirección de Raúl Zermeño pierde toda su eficacia. Es bien sabido que la dramaturgia de González Dávila está llena de sutilezas, roza apenas los grandes momentos sociales --el sismo, el 68-- para brindarnos patéticas historias de pequeños seres en donde lo cotidiano cobra otras dimensiones. Tiempos furiosos es la historia de un hombre frustrado que podría ser la de tantos a no ser porque la compañía de la que tanto habla Joel y a la que desea ingresar Alfredo --con su kafkiana espera de la entrevista con el señor Navarro en la cantina-- termina por antojársenos más metafórica que real. La historia de Alfredo y la rivalidad de Joel son narradas fragmentariamente y así los veríamos, junto con Rosy, como los náufragos, los inútiles. A diferencia de Isolda que enfrenta su opción y quizá de la derrotada Julia que muy bien puede remendar su destino.

Oficinistas, una secretaría, una maestra. Seres comunes y corrientes que viven, en palabras de Sabina Berman, un auténtico infierno, la tentación del fallido suicidio para uno, el alcoholismo para otro; la dependencia de la mujer ante los caprichos del hombre, entre trago y trago en una cantina que es el hogar de quienes no lo tienen. Todo ello se nos transparenta del texto, a pesar de la dirección de Raúl Zermeño que cae nuevamente en convertir en obvio lo sutil, en grotesco lo apenas enunciado. El verdadero, tangencial realismo de González Dávila se convierte en una gesticulación sin sentido. Peor aún, el extraño vestuario que diseñó María Estela Fernández, desvirtúa a los personajes: Joel no es ya el empleado de éxito, sino que tiene toda la traza de un gángster paródico, y Rosy tiene visos de todo menos de ser actualmente una secretaria; nunca los ubicamos. Y si Víctor Carpinteiro y Angeles Marín están bien a pesar de la estridencia que se les impone, y lo mismo se podría decir de Cristina Michaus y Larissa Guzmán, el protagónico Alfredo nunca revela su tormento interior en la nula interpretación de Alberto Estrella. La mala suerte de González Dávila con las escenificaciones de sus obras se va haciendo crónica. Esperemos que algo rompa con ella.

A medio camino entre el mal teatro y el espectáculo deslumbrante queda el experimento del homenaje a Mathias Goeritz en que se reproducen tres de sus esculturas --que se mueven y se transforman en otras-- para escenificar un texto de Walter Hasenclever tenido por el padre del expresionismo. La elección de Más allá, que a pesar de la angustia existencial de sus personajes resulta una obra de cámara, para desarrollarse en el ámbito monumental de las esculturas de Goeritz es un auténtico desfase, un contrapunto que por momentos produce desasosiego al ver a esos dos pequeños seres humanos debatirse en un espacio inmenso y abstracto. Por desgracia, Natalia Carriazo impuso a sus actores --Ofelia Medina y Juan Carlos Remolina-- un tono declamatorio que convierte el denso texto de Hasenclever en algo monótono y aburrido. El diseño general de Alejandro Luna y la excelente escenografía de Jorge Ballina, así como el desempeño de la tramoya, se tropiezan con una escenificación poco agradecible.