Hermann Bellinghausen
De larga barba, un pez

Qué claro el estanque esa tarde precisa, la de la buena suerte. De esas que luego hay. Las lí- neas de los peces transparentados dejaban leer su caligrafía nerviosa como pocas veces. En tiempos de sequía, el estanque aclara, como hijo que es del río desnudo.

No pensaba pescar, ni bañarse en las aguas de vidrio. Bajó al estanque para leer el manuscrito de los peces de colores en el estanque. Y en pos de frescura y sombra.

En su página abierta, los pececitos móviles escribían que aquí el norte es muy grande, y que el sur también. Ah vaya.

El fondo enlamado, convertido en corazón de turquesa por alquimia de la luz, acojinaba como si ondulara las frases que los peces dejaban caer.

Sólo él, con su sangre lenta y verde, podía saber entonces que los peces hablan, que en su voz ahogada se preocupan del oxígeno, atisban las figuras distorsionadas que se desplazan allá afuera en el aire. De vez en cuando reciben del viento semillas sabrosas, esporas o despojos de insecto. Entonces afloran las ideas gastronómicas de los peces, aplicables a las larvas tan apetitosas que pululan en las entrepiedras de los bordes. Comer es casi lo único que hacen.

El era niño, en exceso todavía. Le faltaba crecer pero ya sospechaba que la página del estanque no era el mundo, sino sólo una manifestación suya, maravillosa pero pequeña.

Se había enseñado a mandarles señales y frases a los peces. Ellos bajo la superficie entonces descifraban sus manos, que escribían un parecido lenguaje de movimientos. Era divertido.

Entre el estanque no había sonidos. Sólo un adelanto del agua, y un adentro del aire. Y una fina película de nada separando las dos páginas.

Esa tarde (a lo mejor fue por el ojo de venado que le habían regalado sus primos), el niño memorizó como en roca la historia de tres líneas del estanque, en la que un pez de larga barba aprendía a volar, y se pasaba las horas volando debajo del agua, mientras los demás peces aplaudían con su branquias, aparentando indiferencia, y el pez de larga barba volaba y volaba sin que el aire lo tocara. Y nada más.