Guillermo Almeyra
El goteo y la sequía

Es notable como la falsa teoría del goteo, según la cual si se aumenta la riqueza de quienes están en la cúspide de la sociedad habrá un derrame progresivo hacia abajo, se mantiene en vida a pesar de todos los desmentidos recibidos en la realidad. Es más, ella no sólo constituye el ``argumento'' tanto de los más recalcitrantes economistas oficiales en todos los países, sino también de la mayoría de los líderes de la Internacional Socialista, empeñados en hacer realidad la definición del viejo líder socialista moderado francés, León Blum, quien decía que su partido era ``médico de cabecera del capitalismo''.

La semana pasada, en efecto, se reunieron en Londres los dirigentes de los partidos socialistas y socialdemócratas europeos supuestamente para combatir la desocupación, fundamentalmente la juvenil. Su receta fue la liberal: eximir a las empresas de algunos impuestos y subvencionarlas para que empleen desocupados juveniles. O sea, en palabras pobres, dedicar el dinero del contribuyente (es decir, fundamentalmente de los trabajadores, que pagan en su consumo la mayor parte de los impuestos indirectos y no pueden evadir impuestos a los ingresos, mal llamados ``a la renta'') a financiar a los ricos para que sean riquísimos. Porque es sabido que, incluso en los países más estrictos y organizados, quienes violan las leyes impositivas y hacen malabarismo financiero son algunos de los principales empresarios, por aquello de que los peces grandes rompen las mallas de la red. Y, además, es igualmente conocido que los capitales emigran, se invierten en otros países, se gastan en bienes suntuarios o en lujos y no en la creación de trabajo, puesto que la desocupación es un elemento fundamental para ``disciplinar'' a los trabajadores ocupados y para rebajar los salarios reales y destruir las leyes laborales protectoras.

La reunión de quienes tienen a su cargo la principal responsabilidad en la creación de una Europa unida (los socialistas y socialdemócratas son mayoritarios en el viejo continente) se preocupó por establecer reglas que puedan frenar a quienes ofrecen, en cambio, como los franceses, la reducción de la semana laboral a 35 horas, para distribuir el trabajo y crear ocupación. Además, buscó tranquilizar a los capitalistas sobre el posible triunfo en Alemania de la socialdemocracia (en Alemania ya existen las 35 horas y en algunas industrias aún menos, pero la desocupación en la ex Alemania Democrática, la parte oriental del país, llega a 15%).

Es obvio que pagar con fondos públicos a los capitalistas para que hagan la gracia de crear trabajo, aunque no les convenga, es una política absolutamente opuesta a la que busca que aquéllos redistribuyan en cambio parte de sus ingresos resultantes del enorme aumento de la productividad y de la caída de los salarios reales y, sin incrementar la productividad, paguen 48 horas por 35 horas semanales de trabajo e incorporen un nuevo turno de trabajo, utilizando por completo sus instalaciones y, por lo tanto, reduciendo el tiempo de amortización de las mismas. Aunque en este caso es evidente el estímulo a la ganancia (por estos dos últimos rubros y por la extensión del mercado interno consumidor), el eje de la maniobra pasa por reforzar la solidaridad social en general (``trabajar menos para que más trabajen'') precisamente cuando una de las precondiciones del liberalismo es romperla y eliminar incluso el concepto de que la economía debe tener un fin social. De modo que los socialistas franceses y sus aliados en otros países (como los sindicalistas socialistas españoles de la Unión General del Trabajo, UGT) se enfrentan a los liberalsocialistas dentro mismo de la Internacional Socialista, sin que en ésta, sin embargo, se haya pensado en la democracia y se haya planteado ni siquiera la sombra de un debate público y general sobre este problema tan crucial. Pero la discusión se está realizando en las manifestaciones y movilizaciones en Italia o Francia y en las amenazas de huelga en España, y será muy difícil impedir que los desocupados de la OCDE (que hoy llegan a una cifra récord, superior a la de la Gran Crisis de 1929) permanezcan al margen del mismo. Los riesgos de apoplejía, en un polo social, y de inanición en el otro, dejan poco margen de maniobra a los médicos de cabecera del régimen y, en cambio, exigen medidas radicales para sanear, no al capital, sino a la sociedad.

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