Olga Harmony
La suerte suprema

Para quien nada entiende de toros, la metáfora contenida en La suerte suprema no resulta tan fácil de aplicar a la creación artística. Sobre todo porque lo primero observable en el texto es el tema de la sobrevivencia: Juan Belmonte, el hombre, ha sobrevivido al torero, y mientras un matador envejecido deja necesariamente de serlo, un creador de cualquier otra rama del arte, en su madurez --y aun cuando llega a viejo-- puede seguir produciendo; los ejemplos son muchos y muy conocidos y por ello resultaría ocioso mencionarlo, aunque también existe ese síndrome de sequedad, de falta de nuevas propuestas que se da en muchos al filo de la vejez. Todo esto en el supuesto de que la tauromaquia sea un arte, como afirman muchos, cuestión que deja en el aire José Caballero en esta primera obra suya y segunda que se representa, esta vez dirigida por él mismo.

El texto es muy abierto, casi un mero libreto para la puesta en escena, lo que va mucho al aire de los tiempos y más si se trata de un dramaturgo-director; ignoro si se sostendría por sí mismo, leído y editado, o si en el futuro se preste a montajes que arrojen sobre él nuevas miradas. Esta que tenemos ahora, la del propio José Caballero, es de una cuidadosa serie de signos y elementos varios, apenas esbozados. Juan Belmonte, el torero español de las primeras décadas del siglo, vive atormentado por haber dejado de ser, contrastando su sobrevivencia con la muerte gloriosa en los ruedos de José Gómez Ortega, Joselito, el amigo con el que compartiera cartel tantas veces, o de Ignacio Sánchez Mejías, su rival. Andando los tiempos, Belmonte viejo dialoga con el fantasma de Joselito; el escritor Federico narra a una mujer --que es también la presencia de la muerte-- la historia del torero joven, que actúa lo narrado junto a sus también jóvenes colegas, mientras le explica los pormenores de la fiesta brava.

Corridas narradas en verso, trastocamientos de tiempos, multiplicación de la amada esquiva y siempre presente, que recibe el significativo nombre de Soledad, y la muerte allí, siempre constante, son los elementos en que se basa Caballero para rendir homenaje al toreo y para intentar la descripción del hecho creador. La incapacidad de seguir creando (``prefiero morir a dejar de torear'' dice en un momento dado el Belmonte joven), el no contar más con ``la técnica, la pasión y el riesgo'' que, según el autor son los factores esenciales de la creación artística --y con lo que, por supuesto, todos estamos de acuerdo--, la vida vista entonces como un páramo, como una inmensa derrota. Me llama un poco la atención que en la obra no se haga referencia a los sucesos políticos de España en esa época (a lo mejor porque los peligrosos hechos que se desarrollan en nuestro país hace que todos estemos más susceptibles que nunca a lo que significa un entorno político y social).

La escenificación contiene todo el conocimiento escénico de Caballero, el mismo rigor y finura de sus montajes, pero ahora más advertible la composición visual, un poco como si se desarrollara un ballet, un mucho en un tono onírico que no se agota en las pesadillas, tan espléndidamente realizadas, que asaltan al protagonista. Al principio, y en el inicio que transcurre en el vestíbulo, mezclados actores con público asistente, el realismo, casi naturalismo, nos lleva de la mano al interior del teatro, en donde el tono cambia, y alterna con ese otro realismo, al filo de lo no verosímil, que contempla los diálogos entre vivo y muerto, la presencia de un simbólico Minotauro que afilará la espada del matador. Las manolas de negro, a veces cubiertas por largos velos y con incensarios, por momentos como buitres prefigurando la muerte, las muertes. Soledad que canta en apariencia sin cantar, moviendo las manos, sombras de flamenco, o la luna llevada por una enlutada y que después yacerá a los pies de la Virgen ante la que oran los toreros; el rito del vestido del matador estilizado, como estilizados son muchos momentos, en contraste con los pases de los jóvenes toreros explicados a la mujer-muerte por el poeta. Con actores muy hechos, como José Sefami o el juarense Antonio Zúñiga, con otros becarios del CNCA, actúan jóvenes egresados de Casa de Teatro, a la que todos pertenecen, en un feliz debut profesional para muchos de ellos.