Tras la ola de violencia infantil que se abate sobre Estados Unidos, mucha gente, desconcertada y horrorizada ante lo que sucede, se pregunta: ¿por qué matan los niños? Las respuestas científicas no son fáciles. Los sicólogos y otros expertos en problemas de la niñez participan de la perplejidad colectiva debido, en gran parte, a los rasgos novedosos del fenómeno que están presenciando, aunque sospechan que algunos factores familiares se hallan en juego.
El caso de Mitchell Johnson, el niño de 13 años que participó en la masacre de Jonesboro, Arkansas, es ilustrativo. La conducta de este pequeño comenzó a deteriorarse, según dicen sus parientes, desde el momento en que sus padres se divorciaron, en 1994, y su madre decidió emigrar de Minnesota a Arkansas; a partir de ese momento, Mitchell comenzó a pelear con frecuencia a puñetazos y a gritos y a flirtear con niñas sin éxito -reaccionando con excesivo escándalo ante los rechazos de éstas.
La familia: pocas veces se advierte la significación que la presencia de los padres tiene para el desarrollo emocional de sus hijos. Pensando en nuestro país, por desgracia, el subdesarrollo económico -la miseria material, el desempleo, la baja escolaridad y otras carencias- repercuten sobre todo en contra de la estabilidad y armonía familiares y se asocian con frecuencia a condiciones sociales funestas -conflictos conyugales, divorcios, trabajo de padre y madre, viudez, etcétera- que repercuten en el alejamiento de los progenitores del hogar o en dificultades de comunicación entre ellos y sus hijos. El efecto suele ser desastroso.
Solos, angustiados, los niños se convierten bajo estas condiciones en fáciles víctimas de un entorno cultural que cuenta, lamentablemente, con innumerables incitaciones a la violencia. Comenzando con la televisión, de la cual todos los niños del mundo son clientes cautivos (los infantes mexicanos pasan casi cuatro horas diarias frente a ella) y cuya oferta de contenidos violentos -como sabemos- es abrumadora. Se dice que en diez años un pequeño observa en ella 20 mil asesinatos. Pero siguiendo con los videojuegos que en muchos casos consisten en ejercicios de agresión, en donde el infante, en forma virtual, practica la cacería o el asesinato con armas de fuego, por dar dos ejemplos. Y terminando con las pandillas o la influencia de adultos de conducta violenta que se constituyen en patrones de imitación para los infantes.
Otros expertos sospechan que no son las familias la fuente principal del problema, sino la cultura que los niños asimilan a través de los nuevos medios de comunicación. El niño Andrew Golden, de 11 años, quien actuó como cómplice de Mitchell en la matanza de Jonesboro, Arkansas, vivía en condiciones familiares opuestas a las de éste pues era la adoración de sus padres quienes lo consentían y cuidaban en extremo -hasta el punto de enseñarlo a disparar armas de fuego desde los seis años de edad-. Era un pequeño orgullo y ``duro'' que fantaseaba todo el tiempo con situaciones militares -vestía incluso con frecuencia de camuflaje- y no se despegaba de los videojuegos que tenían armas.
No se puede decir, desde luego, que la televisión o los videojuegos induzcan a los niños a matar, pero es indudable que cuando el espectador o practicante es un niño que está entre los identificados como ``en riesgo'', se eleva la probabilidad de que estos medios actúen como disparadores de una situación de violencia. La combinación entre juegos electrónicos y acceso a las armas es una combinación explosiva. Es natural que todos los niños sufran cierto grado de frustración, lo que no es natural es lo que sucede ahora: que se desahoguen de ella con balas de verdad. Este es un fenómeno novedoso y sobrecogedor. Al despertar al día siguiente en su celda, los niños Mitchell y Andrew volvieron a ser lo que eran antes: sintieron hambre y pidieron pizza para comer, cuando el jefe de la policía se las negó, él más pequeño se soltó llorando diciendo ``quiero a mi mamá''.
* Director de la revista Educación 2001 y profesor de la Facultad de * Filosofía y Letras de la UNAM.