``Los chicos del pizarrón''. Así llamó alguna vez Carlos Fuentes a los economistas que ascendieron a los primeros puestos de la política nacional durante los años ochenta. Entre otras cosas, el autor de La región más transparente aludía a la pedante ostentación que aquéllos hacían de sus títulos académicos. Además de satisfacer una vanidad provinciana, esa ostentación cumplía un fin particular: con una facilidad sorprendente, las decisiones de este reducido grupo de especialistas se convirtieron rutinariamente en políticas públicas cuya casi única legitimidad provenía de la presunta sabiduría económica de sus autores.
Pero ``los chicos del pizarrón'' se equivocaron. Uno de los primeros en reconocerlo fue Herminio Blanco, cuando dijo en febrero de 1995, en Davos, Suiza, refiriéndose a las razones de la crisis económica y financiera que acababa de estallar en México, que se habían cometido ``algunos errores de cálculo''. Desde entonces, cada vez se acepta un mayor número de pifias y desaciertos. El Programa Nacional de Financiamiento del Desarrollo publicado en 1997 retoma casi textualmente algunos señalamientos que unos años antes eran vehemente y hasta iracundamente descalificados por los economistas oficiales. De esa manera, en el Pronafide ahora se reconoce explícitamente que en los años de Salinas de Gortari sí se sobrevaluó el tipo de cambio real y que el financiamiento del déficit en la cuenta corriente con capitales de corto plazo era en efecto insostenible. Implícitamente, el mismo documento deja ver cómo el Banco de México inauguró en 1994 su autonomía fomentando una expansión excesiva e irresponsable del crédito interno.
En estos días, las autoridades financieras declararon que en el proceso de privatización bancaria se cometió una cantidad considerable de errores cuyo costo fiscal está siendo muy elevado, al punto de haber vuelto una historia de ficción el proclamado equilibrio de las finanzas públicas. Ya en octubre de 1997, cuando todavía era vicegobernador del banco central, Francisco Gil Villegas explicaba, en la conferencia anual en el Cato Institute, que los ``bancos fueron apresuradamente privatizados, en algunos casos sin considerar criterios apropiados en la selección de los nuevos accionistas ni de sus más altos dirigentes''. El flamante gobernador del Banco de México, Guillermo Ortiz, fue igualmente explícito y franco en su más reciente comparecencia ante los diputados. No solamente reconoció que los bancos se vendieron con premura y a personas sin las calificaciones requeridas, sino admitió que la supervisión bancaria, además de ser deficiente, no fue aplicada debidamente ni con rigor por las autoridades.
Es sin duda loable este esfuerzo autocrítico en que parecen estar empeñados algunos de los más connotados economistas del grupo gobernante. En un sistema político institucional que hasta hace muy poco tiempo se caracterizó por el silencio y el mutismo, este empeño debe ser reconocido. Y tanto más si ello entraña la corrección de los errores cometidos y la asimilación de las lecciones, como parece ser el caso. Lo desafortunado de todo esto es que la curva de aprendizaje de los técnicos que tienen a su cargo la gestión de la política económica ha sido demasiado prolongada y muy onerosa para la sociedad. Pero para fortuna de sus autores, este tipo de errores siguen teniendo un costo político mínimo en México.