En un reciente artículo publicado en La Jornada, Miguel León-Portilla expresaba su inquietud por la corriente de influencias mutuas que va de la calle a los medios de comunicación en el gravísimo asunto de la violencia en la sociedad contemporánea. Siempre cauto al expresar opiniones sobre materias del mayor interés público, don Miguel concluía su reflexión con un interrogante: si la crisis económica es una de las causas del incremento de la violencia, ``¿no lo serán también en alto grado estos programas (televisivos) con que nos vemos bombardeados y que bien podrían intitularse `enseñando a matar'?''
La preocupación del maestro León-Portilla toca un tema de gran importancia para el país en estos momentos: los medios, principalmente electrónicos, son hoy actores relevantes en la formación y difusión de valores colectivos. Aunque la relación causa-efecto sigue siendo motivo de controversia, lo menos que puede afirmarse es la existencia de un vínculo estrecho entre la cantidad de violencia transmitida (como noticia, ficción o nota roja) y la calidad de su recepción. Una fórmula parece incontrovertible: a mayor violencia, menor sensibilidad.
Cuando la sociedad del espectáculo banaliza el dolor (por exceso, reiteración o glamour), la ciudadanía massmediática pierde toda capacidad de asombro e indignación ante el sufrimiento de los ``otros'' -siempre ajenos, siempre distantes. En lugar de comunicar a los diferentes y acortar distancias, los medios levantan un muro transparente de frialdad y desapego. Valores como solidaridad y tolerancia (entendida como hospitalidad, no como indiferencia) se diluyen en un mar de incertidumbre, miedo e ira como reacciones contraproducentes.
Este poder de los medios de comunicación masiva es un dato relativamente nuevo en nuestras sociedades. De ahí que el estudio multidisciplinario de sus efectos en el sistema democrático y en la misma convivencia humana se encuentre en una etapa inicial de desarrollo. Todo está a discusión, tanto los impactos políticos, jurídicos y éticos como sus consecuencias sicológicas, sociales y culturales.
Existe, sin embargo, un espacio mínimo donde convergen posiciones y enfoques disímbolos: el convencimiento de que la reflexión, el análisis y la toma de decisiones al respecto debe hacerse con los medios y no contra ellos. Puesto que la controversia sobre contenidos y capacidad de influencia pone en juego libertades y derechos, el debate debe involucrar a todos: empresas y trabajadores, colegios de profesionales y organismos civiles, autoridades y partidos políticos, especialistas y ciudadanos-consumidores.
En el fondo, se trata de hacer compatibles la libertad de expresión (a veces confundida con ``libertad de empresa'') y el derecho colectivo a contar con instrumentos de comunicación confiables, que contribuyan al mejoramiento de la vida comunitaria en todos los aspectos: entretenimiento y uso recreativo del tiempo libre; derecho a la cultura; información para la democracia; fortalecimiento de valores como la paz, la tolerancia y el respeto a la diferencia. Si observamos el papel de los medios en nuestro país ya encontramos -aunque todavía aislados- ejemplos notables en este sentido. No todo es negro o blanco. La apertura a los temas que más interesan a la sociedad, con enfoques distintos y amplitud de criterio, forman parte de un proceso que ya está en marcha.
Poco se podrá hacer en otros ámbitos, como la familia y la escuela, si no se abordan y resuelven con seriedad los dilemas de la aldea global hiper``comunicada''. Muy poco, si no afinamos la relación entre medios y fines hasta encontrar el justo medio.
No existe otra manera de transformar esa escuela virtual de violencia en aprendizaje para la vida, más que equilibrar los derechos públicos y el interés privado. En última instancia, no hay razones para considerar que en un sistema democrático ambas esferas sean incompatibles. La experiencia internacional así lo demuestra.
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