El ex senador estadunidense George Mitchell, mediador en las negociaciones de paz que acaban de culminar con éxito en Irlanda del Norte, declaró que para matar gente inerme no se necesita valor, pero éste en cambio es indispensable para firmar la paz con un adversario. Por su parte, ese gran estadista conservador que fue el general Charles de Gaulle, al reconocer la independencia de Argelia y firmar la paz con sus enemigos, llamó al acuerdo con éstos ``la paz de los bravos''.
La valentía de los independentistas y republicanos irlandeses se demostró, en efecto, durante décadas en su heroica resistencia tanto en las calles como en las cárceles, pero se expresó aún más claramente en su capacidad de realismo al momento de negociar la forma de seguir su lucha por otros medios, mientras un valor igual demostraron los gobiernos al descartar el uso de su fuerza superior y la violencia, y optaron por la paz.
Así, los independentistas del Ulster demostraron al mundo que es posible lograr la autodeterminación y el retiro de las tropas ocupantes mediante el diálogo y la lucha política y de ideas, y confirmaron su seguridad en lo justo de su causa, por la que han luchado con todos los medios a su alcance y a un enorme costo desde hace decenios; los laboristas ingleses, a su vez, supieron reconocer, al retirar su ejército ocupante, que no puede ser libre quien oprime a otro ni puede haber democracia cuando se depende de la violencia estatal para reprimir la justicia y sostener desigualdades hoy aberrantes. De este modo, y cualesquiera que puedan ser sus avatares futuros, el compromiso firmado en el Ulster ofrece hoy un ejemplo al mundo.
La lección irlandesa vale tanto para el País Vasco como para Córcega, el Cercano Oriente, Africa o nuestro país, independientemente de las diferencias históricas, étnicas, culturales y geográficas que puedan separar entre sí las zonas y los conflictos. Así lo ha proclamado, escogiendo para ello uno de los días más solemnes del catolicismo, el papa Juan Pablo II, que ha instado a los gobiernos de todo el orbe a recurrir al diálogo para resolver las tensiones nacionales e internacionales. Contra ``el odio ciego'' y la intransigencia brutal de los aparatos, el Pontífice llamó a seguir la vía de la negociación pacífica y política, y a tener ``la audacia de la esperanza (...) para que se abran en el mundo los horizontes nuevos de la solidaridad''. El río de los procesos de liberación, en efecto, no se puede detener a palos ni desviar hacia los pantanos del estancamiento y de una guerra civil larvada: sólo es posible y sensato canalizar su curso para que fertilice la reconstrucción nacional, la justicia social postergada y reprimida, la civilización, reconociendo la igual dignidad del oponente, tendiendo puentes (y no trampas ni obstáculos) para facilitar la solución pacífica de los problemas añejos, por difíciles que éstos sean. En un mundo unificado por las informaciones, todos los demócratas son a la vez partícipes activos y espectadores vigilantes, incluso por un imperativo ético. Los reclamos de paz no son, por lo tanto, locales, sino universales, y es deber de fuertes y sensatos escucharlos y apagar, uno a uno, los fuegos que funestan nuestro país y nuestro planeta.