Hermann Bellinghausen
En punto

Oh ooh oh / la mato y aparece una mayor / ooh oh oh oh / con mucho más infierno en digestión.
Silvio Rodríguez

Con la excesiva agudeza que suena en los trenes, avanzan en la oscuridad el agitado corazón de Velasco y su presunta humanidad. Piií, piií. Comprende que la conducción de la máquina de momento no lo necesita, y considera oportuno atravesar el pasillo de la cabina. Esta debió ser una locomotora moderna, equipada y todo. Quedan los vestigios. Una relativa limpieza salva un poco el aspecto de pobre.

Velasco alcanza el fondo, y no encontrar una puerta sino dos lo enfrenta a una disyuntiva.

-Derecha -dice el conductor desde su incómoda postura, aparatosamente ensangrentado pero ileso.

Velasco coge el pomo de la puerta indicada, no lo gira, ni lo suelta. Con la mano libre coge el pomo de la puerta izquierda, la que no, y es éste el que acciona. Encuentra un excusado para enanos y una ventana que deja correr la noche.

Enciende un foco. Eso le revela la presencia de un espejo de pecas negras y chorros añejos, y en él, encuadrados, él y su aspecto. Ni él mismo se reconoce. En lo que le parece un buen chiste privado, ladra al espejo como lo haría un perro ante un extraño.

Omite jalar el agua y sale sin apagar el foco. Contempla la otra puerta, que según el conductor correspondía al baño. El maquinista balbucea una explicación.

-¿Qué hay ahí? -pregunta Velasco.

-Nada. Otro baño... Abra si gusta.

Velasco coge otra vez el pomo dorado, lo gira, detiene la mano, voltea hacia su rehén, duda, regresa el pomo a su posición original y no abre.

-Ande, vea -insiste el conductor.

Tanta recomendación le parece sospechosa a Velasco. Pero también es curioso, así que entreabre la puerta.

-Con confianza -lo anima el conductor.

Un latigazo negro cruza el campo visual de Velasco. ¿Y eso? Abre otro poco, encuentra resistencia, y por el suelo asoma la cabeza de una serpiente dientona, quizás cobra, buscándole la pierna. El arco reflejo del sobresalto tira de la puerta con fuerza y se oye crujir el nervio duro del reptil, que agita su mitad visible, no del todo desprendida del cuerpo y la cola. Velasco aplasta con su tacón la cabeza y la remata como a la colilla de un cigarro.

-Bonito tu baño -dice. Escucha la agitación de las que han de ser más serpientes tras la puerta. Repasa algunos insultos, pero no los dice. Regresa a los controles. Al pasar sobre el maquinista tirado lo amaga con la bota pero se controla.

``Ya decía yo que tanta víbora no era casualidad'', piensa. Pero no le vuelve a dirigir la palabra al maquinista encadenado, quien tampoco abre la boca ni para decir pío. Con qué cara.

* * *

Casi con el amanecer aparecen las luces del puerto. La locomotora pasa entre vagones antiguos hechos casa, o abandonados, y penetra los suburbios. Huele a azufre. Los patios de las fábricas y los tiraderos de fierro y mierda terminan sólo cuando un racimo de rieles convergentes anuncia la inminente estación del centro. Aparecen los andenes, donde dos trenes cargan y descargan pasajeros. Uno es el tren del sur. El otro, el que va a la capital. Los dos, en punto. Velasco prueba los frenos según le indicó el conductor cuando todavía se hablaban. La marcha de la máquina disminuye más y más. Antes de alcanzar la entrada del andén 4, la locomotora se detiene por completo.

-Fue un gusto conocerlo -dice Velasco a manera de despedida al señor de las serpientes y se dirige a la escotilla principal. Sale, y ya en el estribo retrocede, camina al fondo y gira el pomo de la puerta derecha, la entreabre. Se arrepiente, presa de una piedad innecesaria, sale con prisa y cierra la escotilla tras él. Con rabia vencida, el maquinista le dirige una palabra bastante familiar: ``Idiota''.

Sólo mentalmente replica Velasco: ``Ahí te dejo a tus amigas''. Salta a la grava, se sacude y dirige sus pasos al andén 4. Trepa y camina hacia la salida.

Olvidado de su aspecto, atraviesa el ajetreo de los viajeros y sus acompañantes en trance de subir o bajar, los cargadores con sus diablitos repletos de bultos, los billeteros en los estribos, los borrachos dormidos en las bancas, las vendedoras de pan y café. Nadie parece percatarse de él. Se siente invisible, aligerado, libre, y en posesión de tres sencillas aspiraciones: un buen baño, aunque sea en la playa, un buen desayuno, aunque sea robado, y una cama, aunque sea de arena, para dormir.

Inocente criatura.