La Jornada Semanal, 12 de abril de 1998
La mayor revelación que he tenido en mi vida comenzó con la contemplación de la puerta batiente de unos urinarios. He observado que la realidad tiende a manifestarse así, insensata, inconcebible y paradójica, de manera que a menudo de lo grosero nace lo sublime; del horror, la belleza, y de lo trascendental, la idiotez más completa. Y así, cuando aquel día mi vida cambió para siempre yo no estaba estudiando la analítica trascendental de Kant, ni descubriendo en un laboratorio la curación del sida, ni cerrando una gigantesca compra de acciones en la Bolsa de Tokio, sino que simplemente miraba con ojos distraídos la puerta color crema de un vulgar retrete de caballeros situado en el aeropuerto de Barajas.
Al principio ni siquiera me di cuenta de que estaba sucediendo algo fuera de lo normal. Era el 28 de diciembre y Ramón y yo nos íbamos a pasar el fin de año a Viena. Ramón era mi marido: llevábamos un año casados y nueve años más viviendo juntos. Ya habíamos pasado el control de pasaportes y estábamos en la sala de embarque, esperando la salida de nuestro vuelo, cuando a Ramón se le ocurrió ir al servicio. Yo debo de tener algún antepasado pastor en mi oculta genealogía de plebeya, porque no soporto que la gente que va conmigo se disperse y, lo mismo que mi Perra-Foca, que siempre se afana en mantener unida a la manada, yo procuro pastorear a los amigos con los que salgo. Soy ese tipo de persona que recuenta con frecuencia a la gente de su grupo, que pide que aviven el paso a los que van atrás y que no corran tanto a los que van delante, y que, cuando entra con otros en un bar abarrotado, no se queda tranquila hasta que no ha instalado a sus acompañantes en un rinconcito del local, todos bien juntos. Es de comprender que, con semejante talante, no me hiciera mucha gracia que Ramón se marchase justo cuando estábamos esperando el embarque. Pero faltaba todavía bastante para la hora del vuelo y los servicios estaban enfrente, muy cerca, a la vista, apenas a treinta metros de mi asiento. De modo que me lo tomé con calma y sólo le pedí dos veces que no se retrasara:
-No tardes, ¿eh? No tardes.
Le miré mientras cruzaba la sala: alto pero rollizo, demasiado redondeado por en medio, sobrado de nalgas y barriga, con la coronilla algo pelona asomando entre un lecho de cabellos castaños y finos. No era feo: era blando. Cuando lo conocí, diez años atrás, estaba más delgado, y yo aproveché la apariencia de enjundia que le daban los huesos para creer que su blandura interior era pura sensibilidad. De estas confusiones irreparables están hechas las cuatro quintas partes de las parejas. Con el tiempo le fue engordando el culo y el aburrimiento, y cuando ya apenas si podíamos estar juntos una hora sin desencajarnos la mandíbula a bostezos, se nos ocurrió casarnos para ver si así la cosa mejoraba. Pero a decir verdad no mejoró.
Me entretuve pensando en todo esto mientras contemplaba el batir de la puerta de los urinarios, si bien lo pensaba sin pensar, quiero decir sin ponerle mucho interés a lo pensado, sino dejando resbalar la cabeza de aquí para allá. Y así, pensaba en Ramón, y en que tenía que hablar con el ilustrador de mi último cuento para decirle que cambiara los bocetos del Burrito Hablador porque parecía más bien una Vaquita Vociferante, y en que estaba empezando a sentir hambre. Pensé en ir ver la Venus de Willendorf en Viena, y la imagen de esa estatuilla oronda me trajo de nuevo a la cabeza a Ramón, que tardaba demasiado, como siempre. Del servicio de caballeros entraban y salían de cuando en cuando los caballeros, todos más diligentes que mi marido. Ese muchacho que ahora empujaba la puerta, por ejemplo, había entrado mucho después que Ramón. Empecé a odiar a Ramón, como tantas veces. Era un odio normal, doméstico, tedioso.
Ahora un chaqueta roja sacaba de los urinarios a un viejo medio calvo que iba en silla de ruedas. Dediqué unos minutos de reflexión a lo llenos que están los aeropuertos últimamente de ancianos en carritos. Muchos viejos, sí, pero sobre todo muchísimas viejas. Ancianas sarmentosas y matusalénicas atrapadas por la edad en el encierro de sus sillas y trasladadas de acá para allá como un paquete: en los ascensores las colocan de cara a la pared y ellas contemplan estoicamente el lienzo de metal durante todo el viaje. Pero, por otro lado, son ancianas triunfadoras que han vencido a la muerte, a los maridos, a las penurias probables de su pasada vida; viejas viajeras, zascandiles, supersónicas, que están en un aeropuerto porque van de acá para allá como cohetes y que probablemente se sienten encantadas de ser transportadas por un chaqueta roja; qué digo encantadas, más aún que eso, probablemente se sientan vengadas: ellas, que llevaron a multitud de niños durante tantos años, ahora son llevadas, como reinas, en el trono duramente conquistado de sus sillas de ruedas. Una vez coincidí con una de esas ancianas volanderas en el ascensor de no sé qué aeropuerto. Estaba encajada en su silla como una ostra en su concha y era una pizca de persona, una mínima momia de boca desdentada y ojos encapotados por el velo lluvioso de la edad. Yo la estaba contemplando a hurtadillas, a medio camino entre la compasión y la curiosidad, cuando la anciana levantó la cabeza súbitamente y clavó en mí su mirada lechosa: ``Hay que disfrutar de la vida mientras se pueda'', dijo con una vocecita fina pero firme, y luego sonrió con evidente y casi feroz satisfacción. Es la victoria final de las decrépitas.
Y Ramón no salía. Estaba empezando a preocuparme.
Pensé entonces, no sé bien por qué, en si alguien sabría identificarme si yo me perdiera. Un día, en otro aeropuerto, vi a un hombre que me recordaba a un ex amante. Había estado varios meses con él y hacía apenas un par de años que no le veía, pero en ese momento no podía estar segura de si ese hombre era Tomás o no. Lo miraba desde el otro lado de la sala y por momentos se me parecía a él como una gota de agua: el mismo cuerpo, la misma manera de moverse, el pelo liso y largo recogido en la nunca con una goma, la línea de la mandíbula, los ojos ojerosos como un panda. Pero al instante siguiente la semejanza se borraba y se me ocurría que no eran iguales, ni en el gesto, ni en la envergadura, ni en la mirada. Me acerqué un poco a él, disimulando, para salir de la agonía, y ni siquiera más cerca conseguí estar segura; tan pronto me convencía su presencia y me acordaba de mí misma pasando la punta de la lengua por sus labios golosos, como adquiría la repentina certidumbre de estar contemplando un rostro por completo ajeno. Quiero decir que, con tan sólo dos años de no verle, ya no era capaz de reconstruirle con mi mirada, como si para poder reconocer la identidad del otro, de cualquier otro, tuviéramos que mantenernos en constante contacto. Porque la identidad de cada cual es algo fugitivo y casual y cambiante, de modo que, si dejas de mirar a alguien durante un tiempo largo, puedes perderlo para siempre, igual que si estás siguiendo con la vista a un pececillo en un inmenso acuario y de repente te distraes, y cuando vuelves a mirar ya no hay quien lo distinga de entre todos los otros de su especie. Yo pensaba que a mí podría sucederme lo mismo, que si me perdiera tal vez nadie podría volver a recordarme. Menos mal que en esos casos cabe recurrir a las señas de identidad, siempre tan útiles: Lucía Romero, alta, morena, ojos grises, delgada, cuarenta y un años, cicatriz en el abdomen de apendicitis, cicatriz en la rodilla derecha en forma de media luna de una caída de bicicleta, un lunar redondo y muy coqueto en la comisura de los labios.
En ese momento empezaron a llamar para nuestro vuelo por los altavoces y la sala entera se puso de pie. Agarré la bolsa de Ramón y la mía y me dirigí enfurecida hacia la puerta batiente del servicio, a contra dirección de todo el mundo, sintiéndome una torpe fugitiva que, en el momento crucial de la huida masiva de la ciudad sitiada, pone rumbo hacia el lugar inadecuado. En todas las subidas y bajadas de un avión hay algo de éxodo frenético.
-¡Ramón! ¡Ramón! ¡Que se va el vuelo! ¿Qué haces ahí dentro? -llamé desde la puerta.
De los urinarios salieron apresuradamente un par de adolescentes y un señor cincuentón con cara de tener problemas de próstata. Pero Ramón no aparecía. Empujé un poco la hoja batiente y atisbé hacia el interior. Parecía vacío. La desesperación y la inquietud creciente me dieron fuerzas para romper el tabú de los mingitorios masculinos (territorio prohibido, sacralizado, ajeno), y entré resueltamente en el habitáculo. Era un cuarto grande, blanco como un quirófano. A la derecha había una fila de retretes con puerta; a la izquierda, las consabidas y tripudas lozas adheridas al muro; al fondo, los lavabos. No había ni otra salida ni una sola ventana.
-Perdón -voceé, pidiendo excusas al mundo por mi atrevimiento -. ¿Ramón? ¡Ramón! ¿Dónde estás? ¡Vamos a perder el avión!
En el silencio sólo se escuchaba un tintineo de agua. Avancé hacia la pared de los lavabos, abriendo las puertas de los reservados y temiendo encontrarme a Ramón tumbado en el suelo de alguno de ellos: un infarto, una embolia, un desmayo. Pero no. No había nadie. ¿Cómo era posible? Estaba convencida de no haber dejado de vigilar la entrada de los servicios durante todo el tiempo. Bueno, estaba casi convencida: era evidente que Ramón había salido, así es que tenía que haberme distraído en algún momento; seguro que Ramón estaría ahora esperándome fuera, tal vez hasta se sentiríaÊirritado por no encontrarme, a fin de cuentas era yo quien tenía los billetes. Salí corriendo de los urinarios y me dirigí a la puerta de embarque, frente a la que se apelotonaba aún un buen número de gente, y busqué a Ramón con la mirada entre la masa abigarrada de viajeros. Nada. Entonces le odié, cómo le odié, uno de esos odios de repetición, secos y fulminantes, que tanto abundan en el devenir de la conyugalidad.
-Pero qué cabrón, dónde demonios estará, seguro que se ha ido al free shop a comprar más tabaco, siempre me hace lo mismo, como si no supiera lo nerviosa que me pongo con los viajes -mascullé en tono casi audible.
Y me retiré a un lado de la cola, en un sitio bien visible, depositando las pesadas bolsas en el suelo y esperando desesperadamente su regreso.
Las horas siguientes fueron de las más amargas de mi vida. Primero el aluvión de pasajeros que se agolpaba ante la puerta fue disminuyendo y disminuyendo de la misma manera, fluida e implacable, con que un reloj de arena vacía su copa, y al rato ya no quedaba nadie frente al mostrador. La empleada de Iberia me dijo que pasara, yo le expliqué que estaba esperando a mi marido, ella me pidió que lo buscara porque el vuelo estaba ya muy retrasado.
-Sí, claro, buscarlo, pero ¿dónde?- gemí desconsolada.
Y sin embargo lo busqué, dejé las bolsas a la empleada y corrí alocadamente por el aeropuerto, me asomé al free shop, al bar, a las tiendas, al quiosco de prensa, mientras oía cómo empezaban a llamarle por los altavoces.
``Don Ramón Iruña Díaz, pasajero del vuelo de Iberia 349 con destino Viena, acuda urgentemente a la puerta de embarque B26.''
Regresé sin aliento y empapada de sudor dentro de mis ropas invernales, con la esperanza de encontrármelo, contrito y con alguna explicación plausible, junto a la puerta. Pero desde lejos pude ver que no estaba. Eso sí, había aumentado el número de empleados de la compañía. Ahora había dos hombres y dos mujeres uniformados.
-Señora, el vuelo tiene que salir, no podemos esperar más a su marido.
Siempre me ha deprimido que me llamen señora, pero en aquel momento deseé morirme.
-No se preocupe, pasa muchas veces. Luego resulta que aparecen bebidos, por ejemplo -decía una de las mujeres, supongo que con la pretensión de consolarme.
Y yo tenía que balbucir que Ramón era abstemio.
-O se han marchado porque sí, tan tranquilamente. ¿Te acuerdas de aquel tipo que se cogió otro vuelo para escaparse de fin de semana con su secretaria? comentó con su compañero uno de los hombres.
Y yo intentaba reunir algún fragmento de dignidad para decir que no, que Ramón desde luego jamás haría eso.
Me pareció advertir, aún dentro de mi tribulación, que en los comentarios de los empleados de Iberia se agazapaba una irritación considerable, cosa en cierto modo natural si tenemos en cuenta que tuvieron que sacar nuestras maletas de la bodega del avión y que, entre unas cosas y otras, el vuelo salió con cerca de hora y media de retraso. Una supervisora de Iberia y un señor de civil que luego resultó ser policía se quedaron hablando conmigo durante unos minutos. Conté por enésima vez lo de los urinarios y el policía entró a inspeccionarlos.
-No parece haber nada raro. Mire, señora, yo que usted me marchaba a casa, seguro que luego acaba apareciendo; estas cosas ocurren en los matrimonios más a menudo de lo que usted piensa.
¿Pero qué cosas ocurían en los matrimonios? La frase del policía sonaba críptica, ominosa. De repente me sentí como una adolescente ingenua y boba que ignora las más básicas realidades de la vida adulta: ¿cómo?, pero ¿no sabes que los maridos siempre muestran una curiosa tendencia a volatilizarse cuando entran en los retretes públicos? El rubor me subió a las mejillas y me sentí culpable, como si la responsabilidad de la desaparición de Ramón fuera de algún modo mía.
La supervisora me vio arder la cara y aprovechó mi turbación para quitarse el muerto de encima y despedirse. Otro tanto hizo el policía, y de pronto me encontré sola en medio de la sala de embarque vacía, sola con un carrito cargado de maletas que ya no iban a ninguna parte, sola en esa desolación de aeropuerto desierto, viajera estancada y sin destino, tan desorientada como quien se ha perdido dentro de un mal sueño.
En ese estupor pasé unas pocas horas, no sé cuántas, esperando el milagro del advenimiento de Ramón. Me recorrí varias veces el aeropuerto empujando el incómodo carrito y vi embarcar un número indeterminado de vuelos desde la fatídica puerta B26. Al fin la certidumbre de que no iba a volver se fue abriendo paso en mi cabeza. Tal vez me ha abandonado, me dije, tal y como sostenía el policía. Quizá se haya ido con su secretaria a las Bahamas (aunque Marina tenía sesenta años). O puede que, en efecto, esté borracho como una cuba, tendido y oculto en cualquier esquina. Pero ¿cómo habría podido hacer todo eso sin abandonar los urinarios? Yo le había visto entrar, pero no había salido.
De manera que cogí un taxi y me fui a casa, y cuando comprobé lo que ya sabía, esto es, que Ramón tampoco estaba allí, me acerqué a la comisaría a presentar una denuncia. Me hicieron multitud de preguntas, todas desagradables: que cómo nos llevábamos él y yo, que si Ramón tenía amantes, que si tenía enemigos, que si habíamos discutido, que si estaba nervioso, que si tomaba drogas, que si había cambiado últimamente de manera de ser. Y, aunque fingí una seguridad ultrajada al contestarles, el cuestionario me hizo advertir lo poco que me fijaba en mi marido, lo mal que conocía las respuestas, la inmensa ignorancia con que la rutina cubre al otro.
Pero esa noche, en la cama, aturdida por lo incomprensible de las cosas, me sorprendió sentir un dolor que hacía tiempo que no experimentaba: el dolor de la ausencia de Ramón. A fin de cuentas llevábamos diez años viviendo juntos, durmiendo juntos, soportando nuestros ronquidos y nuestras toses, los calores de agosto, los pies tan congelados en invierno. No le amaba, incluso me irritaba; llevaba mucho tiempo planteándome la posibilidad de separarme, pero él era el único que me esperaba cuando yo volvía de viaje y yo era la única que sabía que él se frotaba minoxidil todas las mañanas en la calva. La cotidianidad tiene estos lazos, el entrañamiento del aire que se respira a dos, del sudor que se mezcla, la ternuraÊanimal de lo irremediable. Así es que aquella noche, insomne y desasosegada en la cama vacía, comprendí que tenía que buscarlo y encontrarlo, que no podría descansar hasta saber qué le había ocurrido. Ramón era mi responsabilidad, no por ser mi hombre, sino mi costumbre. Bien, no he hecho nada más que empezar y ya he mentido. El día que desapareció Ramón no fue el 28 de diciembre, sino el 30; pero me pareció que esta historia absurda quedaría más redonda si fechaba su comienzo en el Día de los Inocentes. El cambio se me ocurrió sobre la marcha, a modo de adorno estilístico; aunque supongo que en realidad eso es lo que hacemos todos, reordenar y reiventar constantemente nuestro pasado, la narración de nuestra biografía. Hay quien cree que la música es el arte más básico, y que desde el principio de los tiempos y la primera cueva que habitó el ser humano hubo una criatura que batió las palmas o golpeó dos piedras para crear ritmo. Pero yo estoy convencida de que el arte primordial es el narrativo, porque, para poder ser, los humanos nos tenemos previamente que contar. La identidad no es más que el relato que nos hacemos de nosotros mismos.
Yo siempre he disfrutado inventando. Es algo natural en mí, no puedo evitarlo; de repente se me dispara la cabeza, y todo lo que pienso me lo creo. Recuerdo que una vez, yo debía de tener unos nueve años, mi Padre-Caníbal me dejó esperando dentro del coche de la compañía en la que trabajaba como actor, mientras él recogía los bártulos en el local de ensayo antes de salir de gira por los pueblos. El coche era un Citron Pato destartalado y negro; era junio, el sol se aplastaba sobre la chapa y yo me estaba muriendo de calor. No sé si fue cosa del agobio o del aburrimiento, pero el caso es que me puse de rodillas en el asiento, asomé medio cuerpo por la ventanilla abierta y empecé a pedir socorro.
-¡Socorro! ¡Ayúdenme, por favor!
No había mucha gente por la calle, pero enseguida se pararon dos muchachos, y luego un matrimonio joven, y una señora gorda, y un anciano. Eran tiempos inocentes todavía.
-¿Qué te pasa, bonita?
Compungidísima, fui respondiendo a sus preguntas y les conté mi vida: mis padres habían muerto atropellados por un tren, sí, los dos a la vez, una mala suerte, una cosa horrible: y ahí empezaron a saltárseme las lágrimas, aunque luché con bravura por contenerme. Yo vivía con mis tíos, que me trataban muy mal. Me pegaban y me mataban de hambre: ahora mismo llevaba sin comer desde el día anterior. Para que no les molestara, me encerraban durante horas en el coche; a veces, incluso me habían hecho pasar la noche ahí. Para entonces yo ya sollozabaÊamargamente y los transeúntes estaban por completo horrorizados; intentaron abrir la puerta del Citron, pero mi Padre-Caníbal había echado la llave para evitar que yo anduviera zascandileando, de manera que el hombre que estaba allí con su mujer me agarró por los sobacos y me sacó a través de la ventanilla. Era un tipo joven, fuerte y guapo, y yo me abracé a su cuello dejándome mecer por su dulce consuelo, tan necesario para mí en aquel momento de orfandad triste y negra. Pero justo entonces llegaron mis progenitores, y antes de que las cosas pudieran aclararse, el Caníbal ya había recibido un par de guantazos. Terminamos todos en la comisaría. Creo que el Caníbal no me ha perdonado aquello todavía, aunque después se pasó muchos años repitiendo: ``Esta chica ha salido como yo, va a ser actriz.'' Pero también en eso se equivocó.
A Ramón siempre le irritaron mis improvisaciones sobre la vida, mi sentido de la innovación. Por ejemplo, una vez fuimos a pasar un fin de semana a un hotel de Cuenca, y la señora de la recepción, confundiendo mi traje flotante e informe con un embarazo, me preguntó con una sonrisita de complicidad matriarcal si era mi primero.
-¿Mi primero? No, mi sexto -respondí de inmediato, aprovechándome de que Ramón se había acercado al coche y me había dejado sola unos momentos.
-¿Seis? ¡Admirable! Las mujeres de ahora ya casi nunca tienen tantos hijos. Yo misma sólo tengo tres, y eso que soy de otra generación.
-Pues sí, yo tengo seis: los gemelos y luego Anita y Rosita, y después Jorge y Damián.
-Pero entonces éste es el séptimo, no el sexto- dijo la mujer con puntillosa sorpresa, siguiendo el cómputo de mis hijos con sus gruesos dedos.
-Eso es, el séptimo. Pero es que a los gemelos, como se parecen tanto, casi siempre les consideramos como uno solo.
Cuando Ramón se enteró de que tenía seis hijos, se puso furioso. Pero como siempre fue un cobarde respecto al qué dirán, no se atrevió a contradecirme públicamente. Cuando desayunábamos, cuando comíamos, cada vez que entrábamos o salíamos, la matrona nos hacía algún comentario sobre nuestra prole; o sobre los cuidados idóneos que se deben guardar en el cuarto mes de embarazo, que era el mío; o sobre los dolores y las grandezas del parto. Era una de esas mujeres que viven por y para la maternidad, como si parir fuera la obra suprema de la Humanidad, aquella que nos entroniza en el Olimpo junto a los conejos.
-¿Qué, ya han hablado hoy con los niños? -nos preguntaba la matrona, por ejemplo, con enternecida obsequiosidad.
-Pues sí, pues sí- contestaba yo mientras Ramón se ponía amarillo.
-¿Y qué tal?
-Nada, muy bien, todo estupendo: Rosita se ha caído y se ha pelado una rodilla, los gemelos están algo acatarrados y a Jorgito se le ha empezado a mover el primer diente. Ya sabe usted lo que sucede con los niños, siempre les ocurre algún percance...
-Claro, claro -contestaba la mujer, refulgente de sabiduría maternal.
Entre unas cosas y otras, para Ramón fue un fin de semana muy amargo.
Yo no tengo niños. Quiero decir con esto que sigo siendo hija y sólo hija, que no he dado el paso habitual que suelen dar los hombres y las mujeres, las yeguas y los caballos, los carneros y las ovejas, los pajaritos y las pajaritas, como diría yo misma en mis abominables cuentos infantiles. A veces esta situación de suspensión biológica resulta algo extraña. Todas las criaturas de la creación se afanan prioritaria y fundamentalmente en parir y poner y desovar y empollar y criar; todas las criaturas de la creación nacen con la finalidad de llegar a ser padres, y hete aquí que yo me he quedado detenida en el estadio intermedio de hija y sólo hija, hija para siempre hasta el final, hasta que sea una hija anciana y venerable, octogenaria y decrépita pero hija.
Volviendo al principio: también he mentido en otros dos detalles. En primer lugar, no soy lo que se dice alta, sino más bien bajita. O sea, para ser exactos, diminuta, hasta el punto de que los vaqueros me los compro en la sección de niños de los grandes almacenes. Y tampoco tengoÊlos ojos grises, sino negros. ¡Lo siento! No pude remediarlo. Sí es cierto que, para mi edad, parezco más joven. Incluso muchísimo más joven. Muchas veces la gente, al verme tan menuda, me toma por una adolescente cuando estoy de espaldas. Luego me contemplan por delante y dicen: ``Perdone usted, señora'', sin advertir que es justamente esa frase lo que no les perdono. Una vez me encontraba tendida boca abajo en la playa, en biquini, lagarteando al sol, cuando escuché una voz chillona a mis espaldas.
-¿Te quieres venir conmigo a dar una vuelta en el pedaló?
Me incorporé sobre un codo y miré hacia atrás: era un chaval de unos quince o dieciséis años. No sé cuál de los dos se quedó más atónito.
-¿Cómo? -dije torpemente.
-Que si se quiere venir usted a dar una vuelta en el pedaló -repitió el muchacho con gran presencia de ánimo.
-No, muchas gracias; el mar me marea.
Tras lo cual el chico se retiró y los dos seguimos a lo nuestro, aliviadísimos. Fue como un encuentro intergaláctico en la tercera fase.
De modo que parezco más joven, y aunque mis ojos son negros, son bonitos. Mi nariz es pequeña y la boca bien dibujada y más bien gruesa. Tengo también unos dientes preciosos que son falsos, porque los míos los perdí todos en el accidente de hace tres años. A veces, cuando estoy muy nerviosa, me dedico a mover la prótesis para atrás y para delante con la punta de la lengua.
Asimismo, es cierto que Lucía Romero posee un lunar coqueto en la comisura de los labios. Esa marca menuda es el centro de gravedad de su atractivo, el vértice de sus relaciones con los hombres, porque todos sus amantes, incluidos los más vertiginosos y fugaces, han pretendido poetizar sobre ese milímetro de piel. ``Es el mojón que marca el camino hacia tu boca'', le dijo una vez uno, por ejemplo. ``Es una isla desierta en la que he naufragado'', adornó un segundo. ``Es un lunar de puta que me la pone dura'', comentó algún otro expeditivamente. De manera que el núcleo del erotismo de Lucía Romero, la base de su supuesto encanto, es un fragmento de carne renegrida y defectuosa, una equivocación de la epidermis, un cúmulo de células erróneas que en algún momento tal vez devenga en cáncer.
Por último, a veces a Lucía Romero le parece estar contemplándose desde el exterior, como si fuese la protagonista de una película o de un libro; y en esos momentos suele hablar de sí misma en tercera persona con el mayor descaro. Piensa Lucía que esta manía le viene de muy antiguo, tal vez de su afición a la lectura; y que esa tendencia hacia el desdoblamiento habría podido ser utilizada con provecho si se hubiera dedicado a escribir novelas, dado que la narrativa, a fin de cuentas, no es sino el arte de hacerse perdonar la esquizofrenia. Pero algo debió de torcerse en la vida de Lucía en algún momento, porque, pese a que siempre deseó dedicarse a escribir, hasta la fecha sólo ha pergeñado horrorosos cuentos para niños, insulsos parloteos con cabritas, gallinitas y gusanitos blancos, una auténtica orgía de diminutivos.
A base de escribir todas esas necedades para los más pequeños, Lucía Romero se ha hecho un nombre entre los autores infantiles y es capaz de vivir de sus libros. Pero no se puede decir que su trabajo le apasione. De hecho, y como la mayoría de sus colegas, Lucía detesta a los niños. Porque los escritores de literatura infantil suelen odiar a los niños, de la misma manera que los críticos cinematográficos odian las películas y los críticos literarios odian leer. A veces, Lucía coincide con sus colegas, en una feria, por ejemplo, o en un congreso; y es entonces cuando más abominable y más insoportable le parece su oficio, con todos esos hombres y mujeres tan talludos fingiendo destrezaÊjuvenil e insensata alegría. Todos esos charlatanes, ella incluida, embadurnando el aire de viscosa dulzura y de diminutivos. Cuando cualquiera sabe que la infancia es en verdad cruel y siempre mayúscula.