Días estos, en la ciudad, de reminiscencias bíblicas con fuertes cargas de religiosidad y contrastadas expresiones de cultura popular.
Místicas y jolgoriosas conmemoraciones que coexisten y se eslabonan multifacéticamente: desde la agitación jubilosa de las palmas bendecidas, la casi extinta quema de judas que ahora incluye a Salinas de Gortari, y el impresionante sociodrama de la Pasión de Cristo hasta el lavatorio de pies bajo el signo de la humildad, que de pronto puede desfigurarse con la cubetada impertinente que revienta en un desprevenido transeúnte.
Flashazos que al entreverar creencias, tradiciones y manifestaciones de cultura popular, culminan en nuestras bien acabadas de sincretismo social.
Urbe con calles y ejes viales de tráfico escaso y fluido, antítesis de los bulevares que bordean las playas congestionadas por miles de turistas, sin faltar los despilfarradores que se esmeran en desmitificar las crisis económicas.
Y para quienes no vacacionan fuera de la ciudad, los templos abren como nunca sus portones y dan paso a la oración que se multiplica en millones de voces que puentean con Dios.
Para otros, igual se abren espacios que dosifican un tonificante ocio para la convivencia postergada con amigos y familiares, que el estrés del ritmo citadino impide a lo largo del año; o para la ansiada visita a museos y sitios.
El ritual católico extiende su manto de color obispo en altares y efigies, oficia solemne e incansablemente y transita del duelo de la crucifixión al júbilo de la resurrección.
Días en que la Iglesia recuerda que cada quien lleva a cuestas su propia cruz, su dosis de sacrificio y resignación personal. Cruces modernas que ahora son sinónimo de tortura, secuestro y asalto con vesanía.
Un viacrucis que va más allá de los días santos, que se repite y recicla en las calamidades cotidianas que padece la ciudad, como resultante de los pecados de omisión cometidos por los gobernantes de las últimas décadas, pero que paga directamente el ciudadano con grandes penitencias.
Penitencia urbana que desde muchos años atrás recae solamente en la ciudadanía: impuestos, inseguridad, escasez de agua, ozono, caos vial, desempleo, déficit de vivienda, carestía...
A pesar de todo, demos la bienvenida a esta tregua, dentro o fuera de la Iglesia, si eso nos reconstruye, fomenta la reflexión, regenera la convivencia, concita la solidaridad y, ¿por qué no?, si nos devuelve la fe en nosotros mismos, para que después del costo de años de penitencia consigamos como recompensa la ciudad que anhelamos.