Octavio Rodríguez Araujo
Proyectos contra consensos

Uno de los problemas de los partidos políticos en la actualidad es, además de haberse metido de bruces en el electoralismo y todo lo que esto implica en términos de su pérdida de definición doctrinaria y política, es que han terminado por aceptar el predominio de la búsqueda de consensos en vez de luchar por proyectos políticos específicos.

Este dato es importante pues la clase dominante y los grupos en el poder se han encargado de privilegiar el consenso sobre el debate serio y responsable de los proyectos políticos (y económicos), pues con la búsqueda de consensos se intenta que los partidos se pongan de acuerdo en lo que pueden (y sea viable en la lógica del poder) y descarten aquello que impida el acuerdo, es decir el consenso. Y, además, la idea que venden los del poder es que lo que hay es lo que hay y, si acaso, se le pueden hacer remiendos o pequeños ajustes (los cambios propiamente dichos han quedado fuera de lo que ahora se conoce como ``pensamiento único'').

Quienes favorecen el consenso sobre los proyectos políticos y su defensa se aprovechan del aparente desprestigio (de moda) de las ideologías para etiquetar a los defensores de proyectos (políticos, económicos, de país) como maximalistas (no es casual la moda del minimalismo hasta en la música), como intransigentes, como ideológicos, como voluntariosos, etcétera. Todo esto con el fin de no debatir (pues el debate confronta y en la confrontación alguien pierde) sino de ganar sumando -por consenso- a la oposición y darle entrada en la esfera de lo posible -desde el punto de vista de quienes detentan el poder.

En otras palabras, la política del poder no es la confrontación (propia de los tiempos en que se debatía defendiendo posiciones) sino la complicidad con los opuestos atrayéndolos al ámbito de los consensos, es decir al del pragmatismo implícito en el compartir el poder aunque se tengan diferencias. Pero a veces el poder se confronta, y lo hace sólo con quienes no entran en las reglas del consenso, al mismo tiempo que intenta descalificarlos con adjetivos tales como mesiánicos, fundamentalistas, intransigentes, emisarios del pasado, premodernos. Y normalmente estos intransigentes forman parte de la esfera externa (y opuesta) del poder y de sus cómplices que aceptan el consenso en vez de la defensa de proyectos; es decir, los intransigentes -para el poder- son precisamente los sectores sociales que no sólo no comparten los beneficios y los privilegios del poder sino que son sus víctimas que no quieren serlo.

Lo más grave de esta situación no es sólo que los partidos de oposición hayan entrado al juego de los consensos, dejando a un lado las diferencias y los proyectos políticos y económicos, sino que muchos intelectuales se han convertido al realismo de lo posible y viable, de las aparentes neutralidades y también a un racionalismo que sólo sirve para justificar lo existente y, por lo mismo, para rechazar cualquier cosa que amenace el statu quo general, el buen gusto y sus privilegios personales.

Los partidos y los intelectuales han sido importantes como educadores, difusores, intérpretes y organizadores de quienes sufren las decisiones del poder. Pero eso era antes.

Ahora, partidos e intelectuales (con excepciones notables) se han vuelto parte del poder o, en el mejor de los casos, oposición que no se confronta o que busca participar en ``los consensos nacionales'' en una lógica de neutralidad aparente que no es otra cosa que su compromiso con la inercia dominada por el poder.

La situación de Chiapas y las necedades y contradicciones del gobierno están cumpliendo, sin embargo, una función muy importante: la polarización de la sociedad, de los partidos y de no pocos intelectuales. La razón es muy simple: la situación de Chiapas y el diálogo de San Andrés -suspendido- no están basados en el consenso, sino en la confrontación, confrontación en la que el gobierno quiere ganar y no conceder. En esta confrontación se debaten proyectos de país, y los proyectos de país no se resuelven por consenso sino por debates en los que el gobierno no está dispuesto a entrar, porque perdería.