Admite el vocero oficial del PAN que ``la aprobación de una ley no resolverá el problema de Chiapas'', pero observa que sí sería un paso muy importante (hacia el despeñadero, cabe agregar). Se refiere, desde luego, a las iniciativas de derechos y cultura indígenas que se fraguan en el Senado. Por supuesto que esa ley, aun si resultara jurídicamente impecable, no resolvería el conflicto, porque entre sus características esenciales tendría las de ser caprichosa, autoritaria y capaz de propiciar graves secuelas. Y sólo sería importante en el sentido de que haría subir de punto las tensiones y confrontaciones en la agobiada entidad chiapaneca.
Pero no hay que vaciar a las palabras de su significado. Una expresión como ``esto no sirve para nada pero hay que hacerlo'' recuerda a la roca de Sísifo y a un proceder bajo condena. ¿Pero quién condenó a los diputados panistas a favorecer una ley que mira hacia la muerte? La iniciativa de la Cocopa, que bien podría estar lejos de la perfección, mira hacia la paz, y cualquiera que haya seguido el conflicto siquiera en sus trazos generales sabe por qué, sin necesidad de que se lo expliquen sus dirigentes de partido: porque traduce los acuerdos de San Andrés, porque fue redactada por un organismo oficial legalmente sustentado y porque cuenta con la aceptación de los indígenas insurrectos. Su aprobación restablecería la confianza entre los contendientes directos y reabriría así el camino para reanudar el diálogo y restablecer la paz con formas más justas y plurales de relación y convivencia. Esto no es cuestión de ideologías, sino de racionalidad común y de respeto a un proceso pacificador que ha generado compromisos consentidos y que debe proseguir.
Por sus palabras, sabemos que el gobierno no cree en las opciones de fuerza para resolver los conflictos sociales, incluido el de Chiapas, desde luego; la vía que ha elegido es la de la política y la buena fe. Esto, ciertamente, se ha reiterado en numerosas declaraciones emitidas por las más altas autoridades; habría bastado con decirlo una sola vez y ser consecuentes, porque ya se sabe que cuando se habla mucho de las virtudes propias es porque se han perdido. Todos quisiéramos creer en esa voluntad negociadora y pacifista, y no sé de nadie que se oponga ello. Nadie, salvo el gobierno mismo.
El incremento de los efectivos militares hasta contar 60 mil, según algunos informantes, o 72 mil, según otros (varios millares, en todo caso); la siembra enloquecida de retenes militares y la acción libre a las hordas paramilitares, los patrullajes terrestres y los sobrevuelos en la zona del conflicto, el hostigamiento, el cateo, las agresiones físicas, todas las barbaridades que el Ejército está cometiendo en Chiapas, contrariando el derecho y principalmente los derechos humanos, no tiene nada que ver con los recursos de la política y de la buena fe. Esto es lo que se hace, no lo que se dice. Y si uno no puede menos que saludar lo que se dice, hay que ser sordo, ciego y desalmado para no oponerse a lo que se hace.
Cuando las palabras pierden su significado o, peor aún, cuando lo invierten, las palabras y los hechos aterrorizan por igual. Si las primeras hablan de tregua, serenidad y sosiego, bien pueden estar anunciando una tormenta devastadora. Y precisamente se ha hablado mucho de paz en vísperas de la Semana Santa, periodo vacacional en que una impresionante cantidad de mexicanos se abandonan al dolce fare niente y en que la estrategia de exterminio de zapatistas puede adelantar sus etapas y aplicarse con ley o sin ley; después de todo el Senado está mostrándose demasiado lento, demasiado vacilante y vaya uno a saber lo que pase allí a fin de cuentas. Si esto no es más que una alucinación, no se negará que hay motivos de sobra para alucinarse. En todo caso, este es uno de esos temores que, a la postre, uno se alegraría de saber absolutamente infundados.