En un contexto de contención del crecimiento, como el provocado por los recortes presupuestales, obligados, a su vez, por la reducción de los precios del petróleo, el incremento inflacionario superior al esperado y las escaladas de precios, fenómenos anunciados antier y ayer por el Banco de México y por la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco), respectivamente, parecen una cruel paradoja que desafía las leyes del mercado.
En efecto, en la medida en que se anuncia un ajuste -a la baja- en las metas de generación de empleos y recuperación del poder adquisitivo de los salarios, se plantea un escenario de reducción de la demanda, que debería traducirse, según la lógica de la visión económica oficial, si no en reducciones, al menos en una estabilización de los precios.
En este contexto, la Profeco opta por catalogar los aumentos de precios como ``clásicos'', es decir, como fenómenos ``de temporada'' que se suceden año tras año por estas fechas.
Más allá de explicaciones económicas, el hecho es que entre marzo y abril se suman, para una importante porción de la población, erogaciones extraordinarias -pago de impuestos, tenencias automotrices, vacaciones- y que, en tales circunstancias, deben hacer frente, para colmo, a incrementos inopinados de precios, y no sólo de bienes y servicios suntuarios, sino también -según el informe dado a conocer antier por el Banco de México- de artículos de primera necesidad: gas doméstico, electricidad, teléfono, medicinas, frutas y legumbres, carne de ave, pescados y mariscos, ropa, pastas y galletas, entre otros.
Resulta desolador, finalmente, que en el marco de una economía desregulada y abandonada, por designio oficial, al arbitrio del mercado, en el que la Secretaría de Comercio ha perdido casi todas sus atribuciones de control de precios, la Profeco -que debiera asumir algunas de ellas- se limite a tomar nota de la carestía, y que no haya a la vista mecanismo oficial alguno que se encargue de enfrentar este fenómeno.